UN PASEO POR EL FILM NOIR (SEGUNDA PARTE)

No podía faltar la enorme figura de John Huston en el excelente ciclo de Film Noir programado en el Malba, con una película genial y una obra maestra del género. Huracán de pasiones (Key largo, 1948) es la primera y tiene a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, motivo suficiente para que la cosa funcione, además del guión de Richard Brooks. Por otra parte, la presencia de Edward G. Robinson como Johnny Rocco se convierte no solo en el mejor hallazgo de la película sino en una prueba más de cómo el cine de gángsters modifica su rumbo hacia los cuarenta. El desencanto y la poética del fracaso marcan el rumbo de los héroes en las películas de Huston, en una época de posguerra donde los sueños se han hecho trizas y un paisaje caribeño puede convertirse en un espacio opresivo. Sin embargo, no todo empezó bien ya que al director no le interesaba la obra de teatro cuyo protagonista era Paul Muni en el papel del veterano de la Guerra Civil española que regresa, desilusionado, a los Cayos para ver a la familia de su difunto amigo. La Warner había comprado los derechos y fue el convincente guión de Brooks el que lo persuadió para llevarla a la pantalla, fundamentalmente a partir de la decisión de desechar el contexto original y reemplazar la figura del jugador por la del gángster. La inclusión de Robinson terminaría de cuadrar para convertir a la película en una especie de Hampa dorada a la cubana. Pero también fue la oportunidad de Huston de llevar a la ficción sus experiencias en el terreno del documental bélico. La conducta psicológica de McCloud y su apatía son similares a la de muchos soldados con trastornos que el propio director enfrentó durante sus registros fílmicos en el Hospital General Mason.

Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950) parte de la adaptación de la novela de W.R. Burnett y es un modelo genérico, además de una obra maestra. ¿Qué es lo que determina su naturaleza? El haber aglutinado todas las constantes dispersas en los otros filmes y hacer que esa comunión de aspectos técnicos y humanos funcionen a la perfección. Para empezar, las calles nocturnas fotografiadas con efectos postexpresionistas por Harold Rosson. Luego, la galería de personajes arquetípicos: ladrones de mala muerte, embusteros, policías corruptos, mujeres fáciles con vidas difíciles, pero con un carisma que los vuelve humanos en la pasión y la angustia y que serán el camino a la perdición. Como nunca, un vicio desencadena inmediatamente el fracaso y el final se torna desolador y trágico. Película inaugural de una década marcada por el macartismo, la guerra fría, la intervención en Corea y un sueño americano que se derrumba en cada fotograma de la película, sesgada por el realismo de sus situaciones. Si el filme no se agota en los reiterados visionados es por la empatía que generan estos perdedores con quienes compartimos pasiones y debilidades, sea el cerebro de la banda que, pese a su frialdad alemana, no puede frente a las jovencitas, o el abogado que queda en la ruina por una rubia (bueno, era Marilyn Monroe), pasando por el delincuente cuyo sueño es volver a su Kentucky natal y a sus caballos. El atraco es la oportunidad de sobrevivir en el oscuro mundo que representa esa jungla de cemento que es la ciudad, un nicho inmoral de corrupción dominado por la noche. Y el hombre, una especie de animal arrojado a un mundo falto de reglas.

Dos razones para comprobar el genio de Huston. Como dijera una de sus actrices “pasan los años y la mayoría de sus filmes permanecen inamovibles como rocas”.

El termómetro  aumenta y no precisamente por el calor sino por la intensidad. Si se hiciera una medición de los índices de crudeza y de violencia hasta el momento, la de hoy sería la jornada con el punto máximo. Sin conciencia (The Enforcer, 1950) de Bretaigne Windust y (sin figurar) Raoul Walsh, tal como reza el catálogo, inaugura la tarde bien arriba. El eterno Humphrey Bogart interpreta al detective Martin Fergurson, desvelado por encontrar quien declare en contra de un detenido apellidado Mendoza, un tipo de temer que no aparece durante buena parte del metraje y al que sus allegados califican como “no humano”. Su naturaleza criminal se agiganta en la primera parte de la película en un fuera de campo que aumenta las expectativas del espectador frente al drama de un asesino que podría quedar en libertad porque nadie quiere hablar en su contra. “¿En qué falla la ley para que no podamos tocarlo?” se pregunta un agobiado Fergurson dadas las circunstancias. Lo notable del filme es la compleja estructura nada convencional sostenida sobre una serie de flashbacks que tejen una discontinuidad y proponen un rompecabezas efectivo, además de unas cuantas escenas notables que anticipan películas futuras de grandes realizadores. Al respecto, hay por allí alguna introducción de los personajes que invoca a los filmes de Scorsese y una secuencia con reflejos en cristales al estilo de De Palma. Pero sobre todo, un modo de filmar que inaugura en los cincuenta cierto registro documental impregnado en la ficción que refuerza los carriles de la verosimilitud genérica. Basta detenerse en la agobiada figura que compone Bogart quien, en su soledad, ve con profunda amargura el nuevo derrotero que los criminales llevan en los inicios de la nueva década, amparados en la impunidad, y que dará lugar a nuevos modos de proceder al margen de la ley. La transgresión de aquellos que imparten la ley pronto será moneda corriente.

La segunda película programada es Pánico (The Sniper, 1952) de Edward Dmytryk, una curiosa propuesta acerca de un joven cuyo odio enfermizo hacia las mujeres lo convierte en un francotirador. No son el carácter esquemático del protagonista ni la línea conductista en términos psicológicos los puntos fuertes del filme, sino la intensidad con que se presentan los conflictos y las derivaciones que tienen. Más allá de la advertencia inicial que habla del problema de los criminales sexuales y de la vulnerabilidad de la ley para enfrentarlos, existe un dispositivo discursivo interesante que enfrenta puntos de vista al respecto. Por un lado, la famosa diatriba de la mano dura en tanto y en cuanto políticos oportunistas y hombres de poder económico piden erradicar “el mal” y pisotearlo “como si fuera un insecto”; por el otro, la inclusión de un psiquiatra que va al fondo del problema: “Un demente no percibe la diferencia entre el bien y el mal. De haberlo puesto en tratamiento no hubiera asesinado. Mata por culpa nuestra”. Como se ve, la modernidad de la película, a pesar de cierto maniqueísmo, radica en la vigencia de sus planteos y en el modo en que se muestra que un estigma es fácil de crear para calmar las conciencias pero no soluciona las raíces de problemáticas profundas. Hay momentos en los que Edward Miller, el protagonista, recibe un maltrato propinado cotidianamente por la clase media que lo rodea. En este sentido, Pánico no es solo una historia enmarcada en la galería de asesinos, psicópatas o perturbados mentales, sino un fresco documental bastante potente sobre un comportamiento social irresponsable desde las instituciones que ejercen el poder y que, además, promueven la familiaridad de las armas (tema que todavía hace estragos exponencialmente). Al mismo tiempo, y desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, es destacable el uso de los exteriores por su realismo y muchas de sus acciones anticipan el mapa de escenas características de películas de persecuciones de los setenta.

Y como suele ocurrir, el postre se deja para lo último, ocasión en la que se verá una de las obras maestras del ciclo: Los sobornados(The Big Heat, 1953) de Fritz Lang. La historia comienza con un suicidio, continúa con atentados y se desarrolla a partir del deseo de una venganza personal llevada a cabo por el detective Dave Bannon (excelente Glenn Ford), como si la trama contuviese la evolución misma del género en cuanto al comportamiento de la imagen del detective. La idea de un clan siniestro conformado por poderosos y que corroe el sistema democrático atenta contra cualquier idea de justicia, entonces el camino que resta es personal. Hay un momento que marca la elegante insidia de Lang y que opera como detonante en el despertar de la conciencia del protagonista (y que se transfiere al espectador). Bannon le narra en su casa un cuentito sobre gatos a su pequeña hija mientras el auto afuera de la casa explota con su mujer adentro. El violento contraste es un claro aviso: de ahora en más ya no se trata solo de otra historia policial y el mundo es un lugar horrible donde estas cosas pasan como si nada ante la vista gorda de todos. La corrupción es un monstruo grande y pisa fuerte. A partir de este momento la violencia no será un juego de chicos (nótese la otra antológica escena en la que el malvado interpretado por Lee Marvin arroja en la cara de su novia una jarra con café hirviendo).

De todos modos, como sostiene Paul M. Jensen en el libro dedicado al realizador, Sombras en el cine de Fritz Lang,  “fatalidad pesimista nunca llega a oscurecer completamente su romanticismo, porque la del director equilibra las acciones voluntarias de los individuos contra las constricciones limitadoras del medio y la familia”. El periplo del personaje, al margen de la ley, nunca pierde del todo cierta remembranza de su condición anterior y en todo caso formará su propia banda para que lo ayude, integrada por amigos. Como suele ocurrir en varios personajes de Lang, el hombre es un individuo manipulado por el destino o la casualidad, y por fuerzas que no puede controlar pero lo suficientemente noble y fuerte como para conservar, a pesar de todo, su humanidad. Tanto el  garca del condado llamado Lagana y el mismo Bannon son personajes de dos caras: una familiar y otra siniestra, como si el peligro estuviera latente, agazapado en la psicología del ser humano, listo para manifestarse ante la adversidad (también el rostro de Debby Marsh devela el mecanismo con su parte sana y la otra quemada).

Los sobornados se destaca además por su narración sin distracciones y la fuerza de todos los personajes involucrados, creíbles en un contexto de corrupción acelerada en los que la institución policial miraba hacia otro lado frente al crimen organizado dado que los mismos oficiales de la ley aparecen metidos en la maraña oculta de negociados. Mucho tiene que ver en este cuadro desesperanzado la pluma de William P. McGivern, autor del serial para el Saturday Evening Post en el que se basa la película de Lang.

Los Sobornados de Fritz Lang podría tomarse como una síntesis de la evolución de la figura del detective a través de las diversas etapas del género; La ley del hampa (Underworld, 1961) de Sam Fuller es un compendio del policial signado por la belleza salvaje de uno de los directores más influyentes del cine norteamericano a partir de los setenta. Al igual que en Lang, son las corporaciones entidades mafiosas pero Fuller desciende unos peldaños más para mostrar su siniestra intervención en el mundo de las drogas, de la prostitución y de los negocios oscuros. La fuente de la ficción es la recurrente serie de artículos publicados en el Saturday Evening Post acerca del tráfico clandestino de alcohol, pero el realizador es capaz de inyectar una vena poética y expresiva en este mundo de los bajos fondos donde traza la imagen típica de sus antihéroes, nacidos en un mundo corrupto, con hambre de venganza luego de haber paseado su cuerpo por  reformatorios y cárceles. La secuencia inicial de la película basta para destacar una vez más la intensidad de su cine: un asesinato a sangre fría sin concesiones y filmado sin templanza alguna. El final, con un travelling maravilloso, confirma la circularidad de la historia y el nihilismo de Fuller: el mundo es un tacho de basura y un callejón sin salida. Sin embargo, allí donde predomina el horror aún quedan vestigios de poesía.

Hitchcock y sus precursores. Todos recuerdan la huella fotogénica imborrable de Kim Novak en Vértigo, la obra maestra de 1958. Por ende, el efecto de verla en pantalla en 1954 en La casa Nº 332 (Pushover) de Richard Quine es por lo menos extraño aunque confirma una vez más la genialidad de Hitch para filmar mujeres. Pues bien, Quine lo hace muy bien y crea además con el personaje de femme fatale de Lona al antecedente de Sharon Stone en Bajos instintos de Paul Verhoeven. Todo comienza con un asalto a un banco pero de forma silenciosa, sin espectacularidad, a medida que transcurren los créditos iniciales. Luego, otra escena típica del género: un encuentro fortuito dará paso a una relación cuyo destino es siempre incierto. Más allá del argumento, se destacan en la película una fotografía notable de Lester White, capaz de llevar a los bordes del artificio las nocturnas calles mojadas, y la explotación de cierta mirada voyerista a partir del espionaje que practican los agentes policiales por una ventana cuando vigilan los movimientos de Lona, acciones que encienden el deseo desenfrenado y el amor equívoco.  Por otro lado, las sombras no son solo un marco expresionista sino que acompañan el dilema interno del detective (Fred MacMurray, a una década de su actuación en Pacto de sangre, de Billy Wilder) aferrado al piloto y a su sombrero. La pasión invade por completo a la razón, es el lado oscuro que tapa la luna y da lugar a un paradigma recurrente, el del tipo perdido que se corrompe por una mujer irresistible. En un momento culminante Paul, herido, lo mira a su compañero Rick y le dice “Lo siento”. En esa mirada se conjuga todo el sentido del filme y de un arquetipo deudor de la tragedia griega: es el rostro que regresa a la racionalidad de la justicia, el del tipo que se mandó una macana grande pero sabe que ya es tarde. Entonces, entre las sombras (como en Vértigo), emerge ella para una última mirada.

Sobre los traumas de la guerra y sus consecuencias gira Muro de tinieblas (High Wall, 1947) de Curtis Bernhardt. Detrás de su intriga de carácter criminal sobresale la puja entre las voces jurídicas y médicas sobre el carácter imputable o no del protagonista cuya pesadilla emocional consiste en no poder discernir si ha sido testigo de un crimen o si lo cometió él. Mientras tanto, asume un rol claro: no quiere operarse para no ir a juicio y prefiere transcurrir sus días en un psiquiátrico. Al respecto, está claro para donde se inclina la vara según la mirada de Bernhardt. Mientras que el discurso clínico civilizado, racional y legal de la Dra. Ann incita a que se cumpla la ley, más allá de su amor incipiente hacia el protagonista veterano de guerra (Robert Taylor), un abogado en posición de cuervo absoluto arma una estrategia de defensa que vacila entre lo cómico y lo indignante. Historia de amor, de sospecha, con un poco de psicoanálisis y la eterna sombra de la duda.

Sed del mal (Touch of Evil, 1958) tiene tantas cosas de todos los filmes que hemos comentado dentro el ciclo, pero a la vez es tan diferente que la causa hay que buscarla en una única razón: Orson Welles. El lunático, el hombre con una personalidad arrolladora, el enemigo de la industria en una época donde no había cabida para los cineastas independientes, quiso hacer una película, armó algunas estrategias en el set para que no lo importunaran los espías que ya le habían hecho la vida imposible otrora, tuvo el visto bueno luego del rodaje, actores que lo apoyaron y fueron explotados en sus mejores facetas, es decir todo para que el final fuera feliz, pero faltaba un dato importante, el montaje. Entonces se armó el lío y todo se desdobló. Existe la película que montó Welles y la que manipularon los jerarcas de Hollywood. En definitiva, una historia más de la eterna pelea entre la genial ambición individualista de un cineasta y los tipos de traje que ponen el dinero (esa mafia que tan bien describiera Lynch en El camino de los sueños, habiendo pasado por Cautivos del mal de Minelli e Intimidad de una estrella de Aldrich). Dice Bárbara Leaming en su biografía sobre el realizador: “Una constante grotesca de la actividad cinematográfica de Orson ha sido el tener que invertir buena parte de la misma en demostrar sus méritos, al igual que Sísifo, condenado eternamente a empujar una gran roca por la falda de un monte para contemplar cómo cae rodando al llegar arriba y comenzar de nuevo”. Este fue su último intento.

La película confirma una vez más la potencialidad cinematográfica en el concepto de adaptación, esto es, cómo convertir libros o argumentos mediocres en grandes filmes. El mismo Charlton Heston declaraba que le habían ofrecido al director “una historia policíaca muy normal, de esas que se ven en televisión” (la novela original es de Whit Masterson y se llama Badge of Evil) y que Orson se apropió para reescribir un guión varias veces. Al parecer lo único firme al principio era que encarnaría la inmortal figura del corrupto jefe de la policía de frontera, el hediondo y desagradable Quinlam, cuyos kilos de maquillaje y siniestra presencia mostrada en ángulos contrapicados lo transformaría en una de esas presencias insomnes que se quedan para siempre en la retina. El ingenio de Welles no solo estaría restringido, en cuanto a la actuación, a su figura. Cuando convenció a Janet Leigh de participar en el proyecto, se las arregló para ocultar en varias escenas el brazo que, producto de una fractura, llevaba un yeso. También logró una soberbia interpretación de Dennis Weaver como el neurótico encargado de un hotel (rol que anticipa al Norman Bates de Psicosis, película que tiene varios puntos de contacto con esta) y una inolvidable participación de la Dietrich como prostituta maternal y adivina. Allí está su famosa frase cuando el detective le pide que lea su futuro: “se ha agotado.” ¿Qué podía fallar con todo lo anterior? Nada en principio, solo que el barroquismo de Welles, su potencia visual y los planos secuencia que desterraban cualquier convención de continuidad reinante en un sistema clásico espantaron a los productores. El ejemplo perfecto es el ya eterno comienzo en el que Welles muestra cómo ponen una bomba en un auto mientras el tráfico humano deambula con la pareja protagónica incluida. Se trata de una lección con mayúsculas donde todos los movimientos organizados concluyen en el contraste de la explosión y el beso al mismo tiempo. Esto, que hoy no dudamos en otorgarle el calificativo de asombroso, espantó a unos cuantos señores de traje entonces. Podían aceptar la lóbrega iluminación de los ambientes pero jamás libertades de esta clase donde se atentaba contra la consagrada fluidez narrativa. Por este motivo, le metieron otro montajista y lo que siguió es historia conocida, a pesar de que hoy afortunadamente podemos ver el corte del director.

Más allá de sus aspectos formales, Sed del mal continúa en la línea de películas donde las implicaciones morales y políticas sobre la justicia se ponen en jaque en un mundo caótico cuya incomodidad Welles trabajaría desde lo estilístico con sus planos prodigiosos, torciendo la mirada desde una normalidad nunca admitida como regla y exacerbando esa maldad que marca la serie genérica progresivamente. Nunca el argumento estuvo por encima de la tensión provocada por la relación entre las imágenes y la concepción de un montaje agresivo (su forma de responder a la tradición de que debían tomar mucha sopa para igualar la virulencia de su película; capricho de los genios y de sus egos) a base de cortes bruscos y retrocesos dentro de una misma escena para enlazar dos hilos narrativos simultáneos. Verla en fílmico es una oportunidad más de comprobar la vigencia de un clásico, de despertarnos de la modorra para notar que nunca el poder es inocente y disfrutar (aunque el placer se geste en un largo y sinuoso camino) de una obra maestra.

(Todos los textos fueron publicados originalmente en CineramaPlus.)

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