UN PASEO POR EL FILM NOIR (TERCERA PARTE)

Jornada de Film Noir atravesada por el fantasma de Hammett, escritor notable de novelas policiales que además incursionó en la industria a partir de los años 30 como guionista, dialoguista, corrector y colaborador en las adaptaciones de sus textos. En el período fundacional del cine negro, aparece La llave de cristal (The Glass Key, 1942) de Stuart Heisler (ya había existido un antecedente dirigido en 1935 por Frank Tuttle). Se trata del intento por incorporar en la nueva década las llamadas crook story (historias de delincuentes), una forma de reelaborar los relatos gangsteriles de años anteriores. En este caso, los temas se vuelven más complejos en tanto y en cuanto la mafia aparece como un órgano enquistado en la política y da letra a miembros de la justicia según su conveniencia. Paul Madvig (Brian Donlevy) le presta ayuda a un senador durante su carrera electoral, hecho que desata un enfrentamiento con otra banda. Al mismo tiempo, se producen otros cruces delictivos y amorosos que componen un tablero de relaciones donde las clásicas pautas genéricas asoman: todos se venden al mejor postor y la calentura con una mujer altera los planes y hace inmanejable el destino de los individuos. Este Paul de La llave de cristal tiene cosas del Paul Muni de Scarface, sobre todo en el carácter impulsivo y en el vínculo incestuoso con su hermana que lo lleva hasta las últimas consecuencias. Pero es Ed Beaumont (Alan Ladd) el personaje que sostiene la película y que pone sobre el tapete el tema de la lealtad a través de un itinerario que incluye escenas violentas y crudas, vacilaciones sobre cómo proceder y la permanente tentación de verse seducido por la gélida versión femenina de Janet (Veronica Lake). En consonancia con la serie social, la película es un muestrario de las artimañas discursivas y los roles de poder que involucran a la mafia, la política y la prensa, y un temprano exponente de las claves que marcarán el rumbo del policial negro en su vertiente más dura (los hermanos Coen volverían magistralmente en 1990 a este juego de fidelidades y traiciones con De paseo a la muerte).

Podríamos considerar un conjunto de películas cuya reacción negativa en el momento de su estreno le otorga el rótulo de “fallidas”. En 1982, El hombre de Chinatown (Hammett) de Wim Wenders suponía un retorno al universo del policial negro pero sus luces de neón, la música omnipresente de John Barry y cierto regodeo en un manierismo forzado no convencieron. A esto contribuyeron los problemas con la productora de Coppola, a tal punto que el director alemán sostuvo “Ni la historia ni las imágenes me pertenecen. Pertenecen al productor.” Cuatro guiones sucesivos, algunas actuaciones impuestas, la sustitución del color por el blanco y negro  y dos rodajes poco ayudaron a que el resultado fuese el esperado. En todo caso, quedaba la sensación de asistir a una extraña mezcla de reciclaje genérico bajo los efectos del opio. Sin embargo, también podemos considerar una segunda opción: el paso del tiempo es un aliciente para revisar esta clase de filmes despojados ya del condicionamiento crítico inmediato. Y entonces, pueden aparecer sorpresas.  Wenders traza una historia de ficción sobre  Samuel Dashiell Hammett y desde el comienzo establece un cruce permanente entre el universo creativo del escritor y la realidad que le toca vivir en San Francisco en 1928, recluido en un reducto con su máquina de escribir  y envuelto en una trama criminal dentro del barrio chino. Lo primero que hay que decir es que, pese a las presiones, el filme contiene las marcas autorales de la mejor etapa de Wenders. Por empezar sigue habiendo un trabajo sobre la idea de filiación en la medida en que Hammett tiene una relación paternal con Jimmy Ryan (al que le debe algo importante, nada menos que haber salvado su vida), tema que en la ficción se conecta con el controvertido documental  sobre la agonía de Nicholas Ray en 1980, El relámpago sobre el agua, donde la muerte opera en más de un sentido (se iba “un padre del cine” y del género). Luego, otra arista interesante es el cruce de la ficción con la realidad a partir de una escritura compulsiva y febril que niega a congelarse. El escritor es una especie de contrabandista de argumentos, una máquina que devora la realidad y la convierte en ficción para delatar a los demás, apropiarse de sus secretos y trasladar al papel lo que ellos nunca podrían. La manera en que Wenders desplaza la cámara en función de los recorridos del protagonista, los abundantes contrapicados para marcar la opresión del espacio y una iluminación vinculada a la idea de creación son algunos de los motivos para revisar los juicios sobre el filme.

Pasiones de fuego (Raw Deal, 1948) de Anthony Mann confirma la regla sobre las producciones de menor presupuesto a favor de un mayor desenfado y una libertad que se transforma en goce absoluto. La primera inversión genérica que distingue al relato es el uso de la voz en off pero desde la perspectiva femenina: “Hoy es el día. Hoy es el último día que tengo para cruzar esta reja. Estos barrotes de hierro que me alejan del hombre que amo. Por fin lo sacaré de acá. No sé qué resuenan más, si mis zapatos o mi corazón.” La primera parte de la frase se conecta con el mundo de las historias carcelarias y sus consecuentes escapes arriesgados, motivo recurrente; la segunda, ya transita la mentada idea de que las razones del corazón no admiten explicación. Y así la película manejará dos niveles enunciativos. Uno marca el orden de los hechos a partir de la fuga y el otro es el fluir de la conciencia de la mujer de Joe que acompaña las acciones. La trama centrada en todos los obstáculos que se deben sortear en el camino da lugar a la otra historia, la de un hombre entre dos mujeres: Pat, la que sostiene la fuga y Ann, la que mantiene su calentura. De este modo emerge el tópico por excelencia del Noir, a saber, que siempre toca amarse en la desgracia, en un camino cuyo horizonte es por lo menos incierto y casi siempre trágico. Mann le añade con maestría una vuelta moral a este juego de relaciones y el resultado es sumamente estimulante. Mientras tanto, los separadores temporales y espaciales dibujan exteriores de sombras y niebla cuyos contornos góticos le otorgan una atmósfera de irrealidad al escenario urbano.

Cierre a todo trapo en el ciclo con otro salvaje: Quentin Tarantino y sus gángsters malhablados en Perros de la calle (Reservoir Dogs, 1992). El llamado Neo Noir surge a partir de los sesenta y absorbe los cambios políticos y culturales, se nutre de variantes europeas que revisitan los géneros clásicos y se transforma en un megagénero en el que todo parece tener cabida, tanto temática como estéticamente. Los héroes tienen menos posibilidades de redención; el sexo y la violencia son mucho más explícitos. Es un género que en EE.UU se revitaliza a partir del consumo de la TV y el Video, elementos claves para un nuevo tipo de cinefilia de la que Tarantino será una figura clave.

La película es un festival de referencias y una lección de cómo salir bien parado sin despeinarse a la hora de conjugar fuentes que van desde el Polar francés, el cine clásico americano hasta el policial asiático, entre otras. Las claves del poder del filme son varias. Una de ellas está en lo formal: la concentración en escenarios pequeños, una constante espacial (auto, café, garaje) más una cámara y un montaje que se mueven frenéticos por ese lugar. Otra, en el juego de simulaciones y traiciones (herencia temática del género) con una impronta teatral adrede para desentrañar los movimientos de cada personaje que ingresa o sale del infernal galpón donde transcurre la mayor parte de la trama. El tema de la simulación está connotado por la infiltración de Mr. Orange y “sus clases de actuación” para parecer un delincuente, proceso que lo mete en el personaje mezclado entre los mundos (y dos sentimientos). El rol que debe cumplir lo obliga a no salir de su papel. En la última escena se ve claramente su característica trágica: Mr. Orange está moralmente obligado a sufrir y provocar daño de cualquier forma. Si hubiera salvado a esos policías, tendría que haberse salido del personaje y echar todo el plan por la borda. El sufrimiento va a marcar a su personaje, en estado de agonía.

Lo anterior es posible a partir de un hallazgo: elidir la escena del robo. Y esto genera consecuencias importantes en la medida en que despierta efectos violentos y morales.  Pese a ello y a romper con los códigos de la tradición negra, el efecto no se pierde.  José Pablo Feinmann en Pasiones de celuloide incluye un artículo sobre Ladrones, a los que clasifica como de guantes blancos y de guantes sucios. Al referirse a las influencias de Perros de la calle, alude obviamente a The Killing (Stanley Kubrick, 1956), aunque destaca una diferencia: en el clásico americano se muestra el robo y la gran apuesta de Tarantino es elidirlo en el montaje (pues estaba filmado).  Pero Perros de la calle toma de Kubrick su estructura narrativa, basada en el hecho de que distintos personajes hacen distintas cosas a la misma hora, en el mismo momento, hasta que todos convergen al final. No será la única referencia. El plano en el que el Sr. Rubio sale del almacén por la gasolina y vuelve a entrar en el almacén al ritmo de la música, todo ello rodado cámara en mano sin interrupción, es calcado al plano en el que Sterling Hayden entra al vestuario por su escopeta y sin prisa, se cambia de ropa, se pone los guantes, toma el arma y sale.

Pero también destaca que esto ya lo había hecho antes Joseph Lewis en Gun Crazy de 1950, otro filme vinculado. “Lewis no filmaba el asalto, ponía la cámara dentro del auto de los ladrones y desde ahí, como absoluto punto de vista, armaba la narración. Los ladrones aparecían y desaparecían por la puerta del banco según las necesidades del relato. La ansiedad del espectador no podía ser más intensa, también su angustia. ¿Qué demonios pasa ahí dentro? Tarantino retoma este mecanismo en Perros de la calle. No vemos el asalto, solo sus consecuencias Imaginen los problemas que habrá tenido Lewis en los cincuenta con los productores. Y además, vuelve sobre una cuestión que Lewis plantea: el dilema moral entre pares. Los amigos deben arrestar a su amigo; el Sr Naranja debe traicionar al único que se ocupó de él, el Señor Blanco.

En relación a la particular estructura narrativa, el mismo Quentin ha dicho “Mucha gente me dice Reservoir Dogs está construida como un rompecabezas. Pero en América todo debe ser lineal: si empiezas una escena al principio de una carrera, lo acabas al final de la carrera. Prefiero lo que hace Sergio Leone en Erase  una vez en América: primero las respuestas, después las preguntas”. La estructura de la película se constituye a partir de una arritmia deliberada, con la combinación de secuencias contadas en flashbacks, cortes expeditivos para pasar del pasado al presente y clips sueltos de concepción musical. No obstante, el grueso de la narración se da entre las paredes de un galpón (era una funeraria abandonada que reciclaron)  como si de una puesta en escena teatral se tratara (algo a lo que volvería en The Hateful Eight), donde prima la dirección de actores antes que la pericia técnica. La misma estructura de la película se encarga de ahondar en los caracteres de los personajes. Cada vuelta atrás en el tiempo se inicia con un rótulo que indica el seudónimo del personaje en cuestión. En este sentido se podría decir que la historia comienza con el Sr. Blanco que lo retrotrae al inicio del atraco en la joyería. El personaje de Keitel es como los de La pandilla salvaje, un rufián arquetipo, compinche, de fuerte moral, honorable y amigo de sus amigos. Daría, como los vaqueros de Peckinpah, su vida por los suyos. Esta distribución laberíntica genera la pregunta temporal sobre cada secuencia. Por ejemplo, la escena inicial en el café: ¿cuándo se da exactamente? Justamente, el encanto de dicho segmento es precisamente ese, el no estar seguros de cuándo sucede, y el fijarse mayormente en los diálogos supuestamente triviales de unos hombres que para nada dan la imagen de organizar una masacre en las horas que siguen.

De manera tal que todo el trabajo con el montaje es una herramienta destinada a dosificar la información y a jugar con las expectativas del espectador ya que mantiene el suspenso. Dice Tarantino al respecto: “En el primer bloque de la película, hasta que el Sr. Naranja dispara al Sr. Rubio, los personajes tienen bastante más información que tú sobre lo que está ocurriendo, y es una información conflictiva. Luego viene la secuencia del Sr. Naranja, con lo que las cosas se equilibran más. Empiezas a estar al tanto de lo que está ocurriendo, y en el tercer bloque, de vuelta en el almacén para el clímax final, estás por delante de todos, sabes más que cualquiera de los personajes. Sabes más que Keitel, Buscemi y Penn, porque sabes que el Sr. Naranja es un poli, y sabes más que el Sr. Naranja porque éste tiene preparada su artimaña para engañar al grupo, pero tú conoces el pasado del Sr. Rubio, sabes que pasó cuatro años en la cárcel por el padre de Chris Penn, sabes lo que sabe Chris Penn. Y cuando el Sr. Blanco apunta a Joe con su revólver y le dice ´te equivocas con este hombre´, tú sabes que no se equivoca.”

Por último, es hora de sacarse la careta, dejar de lado los prejuicios y consagrar de una vez por todas a Tarantino como un cineasta sin careta. La violencia es vivida como una fantasía catártica. Su cine puede ser violento, pero su mirada sobre la violencia es mucho más responsable de lo que se cree. Los que la ejercen son psicópatas, brutos o seres oscuros, y eso no los convierte en héroes. Así se hizo notar con su carta de presentación Perros de la calle. Todo dicho de cara al futuro.

(Todos los textos fueron publicados originalmente en CineramaPlus)

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