Bowie en imágenes

1.

Hoy la información se rastrea. Se rasga la superficie hasta dañarla. Hace ya más de tres años de la noticia sobre la muerte de Bowie y parece que hubieran pasado días. La velocidad con que circulan las noticias y se propagan los obituarios por las redes sociales genera un agotamiento inmediato capaz de provocar una interminable catarata de palabras y homenajes como de banalizar con bufonadas el hecho de que se haya ido un pedazo grande de la historia del rock. Pero también de la historia personal. Cada uno procesa la pérdida de un artista como lo siente pero nada puede escapar a una real paradoja: en el momento en que el músico nos deja, queda su legado y este se resignifica, revive. Canciones e imágenes son puestas en un nuevo contexto emocional para ser evaluadas, redescubiertas, valoradas y hasta olvidadas. Cuando creíamos que los extraterrestres eran inmortales, comprobamos que ninguna verdad, por más sólida que parezca, es eterna. El tiempo pondrá las cosas en su lugar. Mientras tanto, quedan los discos para escuchar, el sonido denso y claustrofóbico que marcó a varias generaciones.

2.

La primera escena de A Hard Day’s Night (1964) de Richard Lester muestra las corridas frenéticas de jóvenes detrás de los cuatro de Liverpool. Es la imagen de la Beatlemanía y es en blanco y negro. Los créditos iniciales de Velvet Goldmine (1998) de Todd Haynes (antes de que largara el jean y las zapatillas por el smoking de Carol (2015)) transcurren mientras otros jóvenes, unos años después, trotan desenfadados con sus melenas al viento, prendas de todos los colores y rostros maquillados por un paisaje urbano londinense que no tardaría en escandalizarse. Han pasado unos años, el mundo del rock ha cambiado. Para entonces, la psicodelia se agotaba, Dylan había enchufado la guitarra hacía tiempo y Cream con Hendrix preparaban el fin del sonido hippie, mientras los Led Zeppelin sacaban a relucir los gastados pantalones y las camisas abiertas.  En ese contexto, el universo del glam estaba en ciernes. Curiosamente, la película de Haynes traza una parábola perfecta de la carrera de Bowie (sin nombrarlo) y de sus máscaras, que van desde el dandy mod al andrógino alienígena de Ziggy Stardust, para desembocar en la figura de un empresario capaz de atender las acciones en la bolsa y crear un portal de internet con un banco virtual. Uno de los productores inescrupulosos declara en el film: “Lo importante es crearse una leyenda” y David Bowie fue un especialista, uno de los músicos que con habilidad y talento supo acelerar el progreso en la música, adelantarse siempre un paso y combinar de manera creativa todas las influencias artísticas que canalizó a través de sus discos.

La llegada de Bowie al rock es similar a la del protagonista extraterrestre de The Man Who Fell to Earth (1976) de Nicolas Roeg. Se trata de un aprendizaje por terreno movedizo hasta dar con la imagen que lo cambiaría todo y que lo definiría en su propio rumbo. Luego de coquetear con las raíces musicales de la familia y de captar el mundo Mod (presentes en su primer disco David Bowie de 1967, subvalorado y de urgente revisión) el momento crucial se da en el popular programa Top of the Pops de la BBC mientras Bowie interpreta con su banda The Spiders la canción Starman. La imagen es determinante para toda una generación que en 1972 veía correr el foco de atención de la música pop, ligada a la identificación grupal masculina, hacia una figura que cambiaba las reglas de pertenencia, aún más lejos que el atrevido Marc Bolan con T.Rex. A través de la pantalla, miles de jóvenes ven deslumbrados de qué manera el cantante, con su rostro maquillado y aspecto andrógino, apoya el brazo sobre el guitarrista Mick Ronson. Bowie confirma su ingreso al mundo de la música por los ojos antes que por los oídos, y será una de las claves de su carrera. El impacto de su presencia personificada en la mezcla de sexo, glamour y música fue la base que explotaría en varios films (Furyo de Nagisa Oshima en 1983 trabaja esta idea de la otredad a partir del personaje que encarna Bowie, un oficial inglés que despierta deseos en un comandante de campo japonés y llega “como caído del cielo”). Serán las imágenes las que marquen el periplo artístico y la repercusión que tengan en los medios. Este será el comienzo de tantas mutaciones y la confirmación de un principio muy bien sostenido por la ambiciosa y detallista biografía de Paul Trynka, Starman, de 2011: “antes de poder ser un genio, tienes que parecer un genio”.

3.

Hay en David Bowie dos rasgos que identifican las formas de apropiación artística y el manejo con las influencias. Se lo ha tratado de camaleón y de vampiro. Ambos conceptos aluden a diversos movimientos de captación y de conocimiento de una galería de apellidos que incluye a Little Richards, Marc Bolan, Andy Warhol, Lou Reed, Iggy Pop, Bryan Ferry, John Lennon, Mick Jagger, Brian Eno, entre otros. Su concepción de lo musical no se restringe en absoluto a una única dirección e involucra aspectos teatrales, literarios, pictóricos y cinematográficos. No hay un solo disco de Bowie que no haya sido generado desde ese combo de prácticas y encuentros, siempre con el afán de innovar a partir de la cita, la copia u otras maneras solapadas de intertextualidad. En alguna oportunidad declaró “Creo que fui uno de los primeros que usé al rock and roll para ideas nuevas”, una especie de manifiesto que se encargaría de remarcar con cada nueva producción. Su manera elegante de plagiar nunca fue un trauma. Excelente observador social y coleccionista de personalidades, comprendió que a fines de los años sesenta, además de la música, lo visual se transformaría en una clave para expresar ideas. Esto último no implica acotar su figura a la pose escénica. Por el contrario, testigos muy cercanos han declarado su admiración hacia este gran audiófilo, con un dominio absoluto del espacio del estudio y con la capacidad suficiente de desconcertar a partir de la creación de extraños acordes. En un muy buen documental de la BBC llamado Five Years (2013) de Francis Whately, consagrado principalmente a los setenta, Rick Wakeman evoca sentado al piano la fase compositiva de Life On Mars? Es un pasaje único, de esos que ya justifican una película, donde el virtuoso tecladista demuestra la sencillez de la melodía y la complejidad de la estructura de la canción. Siempre brillante a la hora de reunirse con la gente adecuada en términos musicales, Wakeman sería un buen ejemplo de ello, el contacto cercano de lujo en los inicios que luego elegiría a Yes como destino.

La condición cambiante de Bowie se manifestó en decisiones fundamentales. Como los grandes artistas, supo ver cuál era el momento para dar el gran paso. En un mundo saturado de imágenes y melodías gastadas, construyó a la vanguardia uno alternativo. Así pasó de la estampa dandy mod a Ziggy Stardust, y cuando el éxito estuvo asegurado, se encargó de decir basta en el último concierto de una agotadora gira (documentada en el film de D.A Pennebacker  Ziggy Stardust and the Spiders from Mars de 1973) cuando resolvió ponerle fin a su alter ego estrella ante la sorpresa del público y de los propios músicos arriba del escenario. Fue una de las tantas “muertes” programadas y publicitadas, para renacer. Se sabe: los vampiros son inmortales.

La conocida por todos “etapa alemana” (analizada minuciosamente en Under Review 1976-1979: The Berlin Trilogy por el realizador Christian Davies en el 2006) es la consecuencia de una serie de acontecimientos que, vistos a la distancia, surgen como una combinación de versiones encontradas. Algunas prefieren resaltar el costado trágico, el siempre vendible culto del cuerpo rockero al límite por el consumo de drogas; otras, destacan el valor publicitario de una puesta más en escena: el Bowie cadavérico que huye de Los Ángeles con la intención de explorar nuevos horizontes musicales a partir del contacto con la cultura germana para volver a chupar la sangre (en este caso con el fenómeno del krautrock y la tierra de Hitler, una referencia que le costaría más de un dolor de cabeza). En este contexto, surge la ayuda invalorable de Brian Eno, una especie de alma gemela para ese momento en el que había que ampliar todavía más las posibilidades del trabajo en estudio y utilizar la electrónica como medio para nuevos estados de ánimo y texturas. En definitiva, asumir riesgos, salirse de los términos estrictamente convencionales de la lógica del formato de canción y, al mismo tiempo, resurgir despojado de los atuendos de celebridad. Atrás quedaban los alegres acordes sexuales de Ziggy para dar paso al lastimoso grito de guitarra inmortalizado por Robert Fripp en Heroes.

Los ochenta y los noventa exigieron una nueva imagen: la del incipiente millonario. Ya lo había dicho Curt Wild (el alter ego de Iggy Pop en Velvet Goldmine): “Quisimos cambiar el mundo pero cambiamos nosotros. ¿Y qué tiene de malo? Nada, si no miras el mundo”  Y el mundo musical de esa década caería en la vorágine de los contratos millonarios con las grandes multinacionales (una vía por la cual los músicos comenzarían a desprenderse de los abusos de antiguos productores quienes habían cobrado enormes regalías a partir de contratos esclavos para caer en las tentadoras garras de otra clase de vampiros) y el fervor por MTV. El duque blanco adoptaba aires de formalidad en una versión más mainstream. Ya no hay personajes sino trajes diferentes. La incorporación de Neil Rogers le permite darse un baño de actualidad. Es el groovy y el funky de Let’s Dance y otros hits acordes a los tiempos. A partir de allí, el artista aparecerá y desaparecerá casi arbitrariamente de la arena pública, con altibajos, con nuevos proyectos revitalizadores (Tin Machine) y movimientos voraces hacia las nuevas tendencias musicales como visuales, para ir apagando la luz de a poco. La aparición de The Next Day en 2013 anticipaba la última actuación, la más oscura. Canciones como We Are We Now contienen una atmósfera impregnada de melancolía que eriza la piel: “Fingers are crossed/Just in case/Walking the dead/Where are we now?/Where are we now?/The moment you knowYou know, you know” (“los dedos cruzados, /solo por si acaso, /la muerte caminando./¿Dónde estamos ahora?/¿Dónde estamos ahora?/(En) el momento en que lo sabes, lo sabes, lo sabes.”) Como el vampiro alienígena que interpretara en The Hunger (1983) de Tony Scott, hay una dura premonición: todo llega a su fin. Bowie se despide con los temas de Black Star (2016), su última e irónica ofrenda donde un cuerpo gastado por la enfermedad reaparece, no para explotar la imagen romántica de la extinción carnal que tanto deleita al consumo amarillista, sino para entregar dos obras visuales que están entre lo mejor de su carrera. Una de ellas se llama Lazarus, una pieza exquisita cuyo título enfrenta la socarrona paradoja de quien ya no podrá revivir más en este mundo. Se lo ve acostado, con una venda en los ojos, enfocado desde diversos ángulos, para luego proyectar la liberación con la imagen del Bowie que baila con lo que queda de él, pero siempre con la divina gracia de todas sus máscaras. Una despedida perfecta. La letra al comienzo dice “Look up here, I’m in heaven” (“Voltea hacia arriba, estoy en el paraíso”). El hombre que metió su primer éxito inspirado en el espacio y en las películas de ciencia ficción, culmina arriba, de donde salió. Como dijo el cantautor canadiense Rufus Wainwright en una de las tantas semblanzas escuchadas: “A pesar de que nos visitó aquí, su música siempre perteneció a los cielos.” Hacia allí habrá que orientar el oído entonces.

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