UN ACERCAMIENTO AL MUNDO DE TWIN PEAKS (TEMPORADA 3. SEGUNDA PARTE)

EL DESCANSO

El capítulo siete puede juzgarse como un descanso, como esas paradas que uno hace durante un viaje de emociones cambiantes y se plantea cosas tales como “para qué me mandé semejante recorrido” o “ahora ya estamos en el baile, veamos qué sigue”. Sin embargo, tratándose de Lynch nunca se sabe qué envuelve la cáscara (todos deben recordar el caso de Una historia sencilla de 1999, en el que la bestia se volvía apacible, pero si se rasgaba la superficie se podían encontrar inmediatamente signos inquietantes). A primera vista, da la sensación de que el presente capítulo deviene como meseta. Hay información nueva, cabos que siguen sueltos, extrañas reminiscencias y alguna que otra secuencia perturbadora, sin embargo, el tono general es tranquilo (pese a que tranquilidad es sinónimo de incomodidad). La primera seña particular es la cantidad de escenas con personajes distintos. El tramo inicial abre con dos personajes de la serie de los noventa, Ben y Jerry Horne, envueltos en un diálogo absurdo que puede aportar información en el futuro o no. Jerry cree que está drogado y que le han robado el auto. Su presencia, solo, en medio del bosque, da que pensar que ha visto algo o es una confirmación de que el terrible aspecto que tiene de hippie trasnochado en esta temporada es una consecuencia del abuso de alucinógenos. 

Luego, comienzan a llegar los indicios materiales que trazan un puente con la historia de Laura Palmer. En el episodio anterior, Hawk descubre en el interior de las puertas de un baño hojas con anotaciones íntimas y ahora sabemos que provienen de sueños. Se trata de mensajes encriptados donde Annie (la novia de Cooper en la segunda temporada) refiere su experiencia en la Habitación Roja con Dale y Laura (no olvidemos queal final de la serie, en el vigésimo noveno episodio, Dale Cooper encuentra la entrada de la intraducibie Black Lodge, llega a un espacio que de hecho ya había visto en sus sueños, no una habitación negra, sino roja, donde parecen estar para toda la eternidad un enano enigmático, un gigante tutelar que ya se le había manifestado en sus sueños, la misma Laura, más algunas personas del mundo real, a menos que sean sus dobles. Dale ha penetrado allí para salvar de las fuerzas de las tinieblas a la mujer que ama, AnnieBlackburne. Sale vivo, pero transformado, poseído por Bob). Este hecho que trastoca la temporalidad de los acontecimientos (pues Laura estaba viva entonces) y confirma a Hawk como el único ser racional capaz en este momento de seguir las piezas del rompecabezas para llegar al paradero de Cooper. De hecho, ante la sospecha deciden consultar al doctor Hayward, el padre de Donna (que en realidad no lo es), quien atendió a Cooper cuando salió de la Casa Negra. Su aparición breve a través de una pantalla de computadora, tal vez implique una ironía lyncheana en tanto y en cuanto fue un personaje omnipresente antes. Los momentos más tragicómicos de la historia se daban cuando el tipo aparecía cada dos minutos siempre que alguien enfermara o muriera. En los créditos finales, lo recuerdan dado que Warren Frost, el actor que encarnara el papel, murió en febrero de este año.

Quienes siguen detrás del enigma del detective estrella, son Gordon y Albert, pero a través de Diane. Sobre la identidad de Diane existieron siempre discrepancias y ha sido la causa del desvelo de los fans. El mismo agente Cooper, en sus grabaciones publicadas, reconoce dirigirse a ella como si de un acto reflejo (de hábitos anteriores) se tratase. De esta manera sus dictados actuaban como un recordatorio, un diario íntimo y profesional a la vez. Sin embrago, en dos ocasiones, Dale agradecía a Diane el envío de objetos encargados por él: unos tapones para los oídos (episodio 7) y unos ejemplares de la revista Flash World (episodio 8). Y, en efecto, la tercera temporada confirma su existencia.La aparición concreta del personaje (interpretado por Laura Dern) supone un desafío muy grande y hay que esperar para evaluar si valió la pena o no. Por lo pronto, como miembro del FBI asoman rasgos irascibles de su personalidad en el trato con los demás (como si fuera una prolongación del Albert de la primera temporada; se sabe: cada uno tiene su doppelganger en el universo lyncheano y, a veces, pueden ser más). El encuentro con el Cooper malo es un móvil para que nos enteremos de que un affaire han tenido y que la mujer tiene su corazón averiado.

En otro lugar, prosigue la investigación acerca del horrendo crimen en el que encontraron un cuerpo obeso decapitado. La novedad es que quienes están detrás en las altas esferas del ejército sospechan que se trataría del Mayor Briggs, querible personaje cuyo paradero también había quedado incierto.

El Cooper malo presiona al alcalde y los soborna para salir de la cárcel. Lo hace junto con el gángster que viéramos en el capítulo anterior. Con el villano nuevamente afuera, la amenaza se reaviva.  Su doble, estático, perdido en el limbo de la vida familiar y laboral, es Dougie Jones. El carácter inverosímil de su existencia traza un puente directo hacia la comedia y los ya clásicos gestos de impaciencia de su mujer (Naomi Watts) son la encarnación paródica de los espectadores mismos de la serie, perplejos, en alerta y sin poder entender a dónde conduce todo esto, queriendo retorcer el argumento de la historia para llevarla a la tierra de los apacibles abetos del mismo modo que Dougie es sacudido por su esposa. Que ella no lo deje y decida acompañarlo en su naturaleza entumecida confirma un rasgo que estaba en las primeras dos temporadas: Twin Peaks no es un mundo psicológico. Cuando alguien se vuelve loco y pasa a otro estado, que le deja fuera de la realidad y del que vuelve, dicho cambio de estado es admitido y no interpretado psicológicamente por el resto de personajes.

No obstante, la nota distintiva es el atentado cuando salen del trabajo. Allí vemos al enano asesino del episodio anterior y una titánica reacción del Cooper bueno defendiéndose (con los consejos del brazo, ahora metamorfoseado, de la Habitación Roja). Se trata de una escena extraña porque bordea el ridículo pero contiene un notable manejo del sonido en toda la secuencia que la destaca por encima del resto. Lo que sigue son momentos aislados que incorporan más información: la llave de Cooper de hace veinte años llega a manos de Ben, su empleada en el hotel tiene a su marido con cáncer y el BangBang continúa ofreciendo chicas jóvenes a tipos pesados. Este último dato se ofrece a partir de una puesta en escena y un manejo del tiempo que evidencia porqué Lynch se regodea con el arte de la espera, más allá de las convenciones televisivas y lo que puedan pensar millones de fans adictos a los cambiantes efectos narrativos de las series. Luego del plano detalle con el cartel luminoso del bar, un plano frontal interior se encarga de mostrar a un joven barriendo el piso y al encargado detrás de la barra, mientras suena el clásico Green Onionsde Booker T. and the M.G. s. Transcurren casi cuatro minutos hasta que se hace oír el teléfono y pasa algo. La firmeza con que Lynch aguanta la duración de estos planos, siempre superior a lo que se espera, hace parecer que adopta una postura fría y distante ante lo que retrata. Algo parecido ocurre con el tratamiento ralentizado que otorga a otros personajes. Son escenas en las que la capacidad emotiva compite con la ironía que desprende la manera en que se nos muestran las cosas. Este juego de atracción y rechazo, en el que has de decidir si involucrarte en la historia (llorar) o atender a estas ironías (reír), es uno de los alicientes más atractivos, por ambivalente, del estilo de Twin Peaks.El dilatar los segmentos supuestamente dramáticos justamente para despojarlos de dramatismo es una de las grandes apuestas de la serie: allí donde aguardamos un gesto, una palabra o una acción en el tiempo justo para que nuestras racionales expectativas se cumplan, hallaremos el vacío, el silencio y por ende el vértigo. Al final del episodio “no hay banda” diría un personaje de El camino de los sueños (2001).

Gotta light?, Gotta Light?

Quiénes hayan visto el episodio 8 de la tercera temporada de Twin Peaks difícilmente podrán olvidar esa frase. Lynch continúa jugando una apuesta fuerte, radical y autorreferencial. La primera secuencia en la que el Cooper malo se fuga con el gángster mantiene los aires de Carretera perdida (1998) y El camino de los sueños (2000) en el manejo de los climas visuales y sonoros: dos tipos, un auto en la carretera y un ambiente pesado. Luego un desvío y un quiebre. Un disparo, el cuerpo de Cooper malo tirado y un grupo de cirujas que parecen los seres primordiales de Lovecraft alrededor de su cuerpo, extrayendo una tripa con forma de burbuja con la cara de Bob (¿una parodia de The Walking Dead?). También, la aparición de Nine Inch Nails en el escenario del Roadhouse, banda cuya estética musical es familiar al director.

Como puede verse, esta tercera temporada acentúa lo esotérico de las anteriores y lo lleva a planos inimaginables donde lo narrativo es ya una ilusión tan lejana como los personajes y las situaciones de hace veinticinco años. También lo es el predominio de un mismo espacio dramático (el pueblo) El marco estalla y los vaivenes temporales sacuden las estructuras convencionales rabiosamente, de manera tal que retrocedemos hasta 1945 hacia Nueva México para comenzar una secuencia, principalmente en un exquisito blanco y negro, donde una serie de imágenes y hechos se suceden como un sueño. Se trata de un largo tramo alucinante en el que Lynch homenajea a las vanguardias del siglo XX. Se podría conjeturar, se podría asociar, se podría pensar en que estamos ante los orígenes de ese demonio atemporal encarnado en la figura de Bob, y en su contracara, en la figura de Laura, sin embargo, hay una invitación a mirar (no sin perplejidad) toda esa locura iconográfica por el placer mismo de amar el arte aún en sus caminos más abstractos. Hemos corrido la cortina, como en Imperio (2007) y ya nada es lo mismo. Asistimos a una especie de cosmogonía sostenida por resortes visuales y sonoros potentes, un viaje astral (¿parodia u homenaje a 2001: Odisea del espacio  (1968) de Kubrick?) donde los cuatro elementos primigenios de la naturaleza se confunden en un peculiar torbellino de ruidos e imágenes propios del mejor cine experimental. Son casi treinta minutos que pueden tomarse como un film independiente sin problema. Nunca la televisión se atrevió a tanto.

Como si fuera poco, se añade una secuencia final de corte expresionista, ambientada en los cincuenta que incluye un insecto con forma de batracio, una pareja y una extraña criatura con forma de hombre indigente pidiendo fuego y reventando la cabeza de quienes se cruzan. Pero antes vemos al gigante que traía mensajes a Cooper levitando en un teatro, conectado al exterior como la cabeza de Henry en la ópera prima de Lynch y una obesa mujer disfrazada que lanza una burbuja dorada con el rostro de Laura Palmer. Son minutos de poesía que seguramente quedarán en la memoria de los incondicionales. Hoy, como nunca, no hay nada que explicar. Solo hace falta rendirse.

Las razones de Garland Briggs

Todo el mundo (si se me permite este tipo de generalizaciones) habló del capítulo anterior. Se hicieron lecturas desde el desconcierto, se tejieron hipótesis y asociaciones de diversa índole, y fundamentalmente se destacaron las bondades cinematográficas de una secuencia de imágenes que poco le deben a la televisión. En algún sentido, la serie recuperó su condición de culto y reactivó el comentario de los fans como forma discursiva privilegiada, dos signos característicos en las temporadas emitidas en los primeros años de los noventa. El otro puente que puede establecerse es que esta tercera emisión exacerba el esoterismo que Frost le imprimía en su momento y que hoy cuenta con el apoyo visual de Lynch en todos los capítulos. Por eso, tal vez, asome nuestra ansiosa racionalidad por saber de qué modo convergerán todas las aristas abiertas. Estamos en la mitad de la vida de Twin Peaks (2017), como Dante en La divina comedia, pero sin Virgilio para que nos guíe. Por fortuna, podrán decir varios.

Es muy difícil superar lo visto en el capítulo ocho y es lógico (si se me permite ese término poco apropiado para el universo que nos compete). Por ende, esta emisión es una plataforma desde la cual se continúan sumando cabos e interrogantes. Pero a la vez, es una confirmación de ciertos aspectos que parecen no tener retorno. Por ejemplo, da la sensación de que varios personajes originales están destinados a breves apariciones, como una versión distorsionada de su naturaleza original. Entre ellos, Ben Horne, cuyo semblante lejos está de ser el del Don Juan corrupto que regenteaba el Gran Hotel del Norte, espacio que ahora deviene espectral, vacío, carente de vida, donde apenas hay luz y se escucha un extraño zumbido. Ben ha quedado lejos del seductor compulsivo e interesado y ofrece una performance apacible que se da el lujo de rechazar a su secretaria. Ni que hablar de su hermano, el verborrágico Jerry, convertido en un hippie alucinado perdido en medio del bosque. Las cosas funcionan así en esta versión, como un antídoto mortal para todos aquellos que esperaban a personajes en su estado primigenio (el otro caso paradigmático es el de Bobby: de joven rebelde al estilo de James Dean a empleado de la policía local). La nostalgia es rechazada de entrada. No solo los créditos iniciales y la música de Badalamenti fluyen con rapidez sino que visual y conceptualmente esta versión de la serie es el otro lado abominable de la original y son mínimos los resquicios para que asomen algunas pinceladas que remiten a aquella época.

Frente a ese particular estatismo que recorre a las figuras del pasado se erigen nuevos rostros y cuerpos infectados que presagian lo peor. Lynch y Frost los vienen diseminando en cada emisión y el RoadHouse parece ser el lugar en el que un infierno encantador exhibe atrocidades venideras. ¿Qué se puede esperar sino del diálogo que mantienen dos pibas curtidas, con los dientes podridos y un sarpullido filmado en primerísimo primer plano debajo del brazo de una de ellas? La inclusión de las mujeres se añade a una galería de seres perdidos en recovecos siniestros, olvidados e inmersos en la profundidad de un sistema cuyo esplendor brilla por su ausencia.

Uno de los atractivos del proceso compositivo de la trama es su apertura y la posibilidad de incorporar el azar o la aparición inesperada de situaciones que ponen a determinadas criaturas en un plano inimaginable a priori. El caso del mayor Garland Briggs es elocuente por la dimensión que cobró en la historia. En este capítulo, sin ir más lejos, hay información determinante para comenzar a unir piezas con respecto a los asesinatos planteados. Los hechos que involucran a su persona sirven para unir hilos entre espacios y personajes diferentes, sobre todo porque Briggs también ha quedado atrapado en una dimensión similar a la de Cooper, a juzgar por el jugoso interrogatorio que le hacen a Hastings, el acusado. Hay revelaciones, secretos que guardó Briggs, con la esperanza de que fuesen descubiertos y descifrados, y en eso están los policías y detectives de esta temporada.

El resto de las escenas extienden un abanico de misterios fascinantes que seguirán inaugurando conjeturas. Sin ellas, Twin Peaks no existiría, pues su fortaleza es derribarlas de un plumazo. Mientras tanto, Douggie mira al vacío, cómodamente adormecido, y esboza algunas repeticiones.

Avanza el enemigo

Hay algunos objetivos comunes que se destacan en estos dos capítulos. Uno de ellos consiste en acentuar ciertos aspectos narrativos de manera tal que varias piezas comiencen a encastrarse sin que ello signifique resignar la fragmentación y las elipsis como modos privilegiados. Por un lado seguimos la línea del nieto de Ben Horne, Richard, el gran villano carnal de esta temporada, un ser en estado de violencia pura, que sigue acumulando desgracias a cada paso que da. En esta oportunidad, con Mary, una obesa joven que ha sido testigo de cómo el tipo se ha llevado puesto a un niño con el auto. Por otro, una carta para incriminarlo que no llega a destino dada la complicidad de uno de los policías con el malvado Richard (cuando todo conducía a pensar que la bondad reinaba en la dependencia del sheriff, asoman posibles nexos con los traficantes).

De todos modos, más allá de estos núcleos narrativos, sigue impactando la manera en que Lynch trabaja la cuestión de la violencia llevándola a límites que exceden el realismo. Aunque Lynch es explícito en sus escenas violentas, la más estremecedora es siempre aquella que omite en sus secuencias y en torno a la cual gira precisamente la acción: el secuestro y tortura. Las dos intervenciones de Richard concluyen en un fuera de campo donde el sonido es el factor que materializa el horror de las situaciones.

Si las convenciones genéricas establecen horizontes de expectativas para el espectador, Lynch utiliza esta posibilidad para generar desconcierto, para establecer el universo ficcional que (aparentemente) guiará el relato, y para finalmente dinamitarlo mediante la inclusión deliberada y desarticuladora de elementos ajenos, extraños a la lógica del género propuesto. Lo interesante es que el mundo criminal  incluirá situaciones y comportamientos absurdos que rozan lo onírico. Solo de este modo pueden entenderse (y disfrutar) el porte ridículo de los dos gángsters obsesionados con Dougie o el muñeco que saluda a Johnny, el hijo discapacitado de los Horne, un toque de asfixiante parodia en un esquema terrorífico de invasión a la intimidad donde Richard ataca a su abuela.

A propósito de Dougie, que continúa en su propio limbo, se afianza de manera absurda y no exenta de dulzura la relación con su mujer. Dentro del esquema paródico genérico que propone la serie hay una relación sexual que quedará entre los momentos antológicos de la tercera temporada. También su degustación de las tartas que le preparan los mafiosos, una vez que recuperaron su dinero y ahora lo adoptan como amigo. En tal situación, disfrutamos con el personaje y rememoramos al Cooper que se tomaba el tiempo necesario para saborear el café y las delicias del restaurant de Norma.

El gusto por los contrastes es el motor que hace funcionar las escenas. La poética de electrochoques surge con la discontinuidad y los contrastes están presentes entre velocidad y lentitud, violencia y ternura. Esta forma de trabajar sobre diversos ritmos se da enuna apacible y antológica aparición de Carl Rodd (maravilloso, como siempre, Harry Dean Stanton)  que es abruptamente cortada por una discusión desacatada entre la hija de Shelley y su nefasto novio (más adelante ella misma irá a buscarlo con un arma, fuera de sí). Del mismo modo, una escena familiar entre Shelley, Bobby y su hija, luego de un incidente, es sesgada por un balazo que conduce a otra de las escenas donde la incomodidad y el extrañamiento asoman sin impunidad.

Pero si hay un personaje que resurge más allá de la foto del comienzo en los breves créditos de apertura es Laura Palmer, “la elegida” según la entrañable aparición de la dama del leño. Las palabras de Margaret a Hawk habilitan una puerta para futuras intervenciones. Ya Gordon Cole (una figura homóloga al Cooper de la serie en los noventa, por su simpatía y protagonismo) había tenido una visión de Laura al abrirle la puerta a Albert, en una de esas fantasmagorías lyncheanas recurrentes. El carácter esotérico se refuerza con la mención de la logia negra y ese fuego omnipresente que atraviesa todo el universo de Twin Peaks. Todas las duplas que investigan parecen encaminarse hacia allí, el territorio misterioso y ominoso que determina la mayoría de los comportamientos en la serie. La muerte de Hastings (como lo fuera la de Leland en su momento) solo confirma que el mal reinante va más allá de los corderos sacrificados. Si se cierra una trama, se abren otras. Esta parece ser la lógica que conduce a un final prometedor. Mientras tanto, se abre otro enigma: Diane.

La vida es sueño

En la bolsa lyncheana hay caramelos para todos los gustos. Los tres últimos capítulos de la tercera temporada de Twin Peaks-y tal vez de la serie-ofrecen una amplia gama de sabores. No solo dulces y ácidos, incluso alucinógenos. No podía ser de otra manera. Ahora, un mar de conjeturas abraza las miles de cabezas puestas en funcionamiento para descubrir claves secretas, establecer asociaciones e intercambiar opiniones sobre lo ocurrido. Y está bien, así fue también en los noventa, salvo que actualmente la velocidad del comentario es inaprensible.

Varios hechos son importantes en este último tramo, sin embargo, el episodio dieciséis será recordado como el día que volvió Cooper, un baño de nobleza entre tanto contenido críptico, un fugaz rapto de emoción que pronto se diluye. Primero, porque tampoco el personaje se salva del paso del tiempo y el que regresa es la sombra del que se fue. Basta ver su melancólica sonrisa enmarcada en ese traje negro y el grotesco retorno con los hermanos Mitchum, como una muestra más de cuán lejos estamos del rostro luminoso del pasado. Esto se reforzará en el periplo investigativo insólito en el que se ve envuelto en el episodio doble final, otra manera del director de contrarrestar paródicamente las reglas del policial. Por él sabremos el origen del ruido en el Gran Hotel del Norte y que ha pensado en restituir al padre de la famila que formó temporalmente durante su estado en el limbo de la confusión. Y es que Cooper mantiene una ética hasta las últimas consecuencias determinada por la idea del bien. Resultan conmovedores los esfuerzos que realiza por encauzar el derrotero de Laura Palmer en ese espiral de realidad, entre pasado y presente, entre identidades cambiadas, en el que nos sumerge Lynch bajo el tópico barroco de que la vida es sueño. La secuencia en la que buscan el hogar, caminan por el bosque, están entre los momentos antológicos que quedarán de la serie, sin duda.

Pero también se sella el destino del Evil Cooper. Lynch reitera en el capítulo dieciséis ese oscuro tránsito por una perdida carretera que lo lleva junto a Richard Horne al lugar indicado según las coordenadas que venía rastreando. Allí el cordero será sacrificado y confirmaremos que era su hijo finalmente. El otro ser manipulable es la mismísima Diane, la cual será utilizada por el demoníaco personaje para matar a todos, hecho que se frustra finalmente (comprobamos que es una tulpa). En los capítulos finales, será Lucy quien dispare contra el Evil Cooper en la oficina de policía. Toda esta secuencia va al límite de la parodia. La violencia en Lynch siempre es transitada en una frontera hacia el desequilibrio, arraigada en lo cotidiano pero estilizada de modo tal que nos preguntemos acerca de la naturaleza de lo que vemos. Por eso la grotesca resolución de los matones protagonizados por Tim Roth y JenifferJasonLeigh (dos personajes tarantinescos asesinados de manera tarantinesca).

Hacia el final de este episodio, otro de los grandes momentos con el baile de Audrey, solo para conducirnos finalmente a su rostro desencajado frente al espejo. ¿Dónde está? La respuesta será una de las tantas conjeturas.

Los dos últimos capítulos incurren en una catarata de datos que no tiene sentido repetir aquí y que son determinantes para parte de la trama secreta de la serie. Lo que hacen estos aportes es confirmar la posibilidad de realidades espiraladas, paralelas, posibles sueños, y una vez más Lynch hace girar los hechos como en un disco de pasta (que recuerda a grandes momentos de El camino de los sueños) y por ende nos involucra más que nunca en la placentera confusión de saber que, como decía Hitchcock, que “no hay nada más placentero que el miedo controlado”. Por ahora, quedamos afuera. Twin Peaks ha terminado. Que otros se jacten de reordenar con lógica precisión las piezas; yo me enorgullezco de lo que he visto y me quedo con la extraña ternura que destilan los cuerpos de Cooper y Laura viajando juntos a través del tiempo y del espacio.

Kyle MacLachlan and Sheryl Lee in a still from Twin Peaks. Photo: Suzanne Tenner/SHOWTIME

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