Bafici 2019. Competencia Internacional

Una de las cosas más lindas que tienen los documentales de esta edición del Bafici, más allá de ciertos mecanismos convencionales, es que nos devuelven al mundo, a las pasiones y a los personajes que admiramos. También nos ponen en foco para que no nos sintamos tan solos a la hora de decepcionarnos con una película, sobre todo si forma parte de la competencia. Uno de ellos está consagrado a la figura de Pauline Kael. En un momento ella habla de las películas de Antonioni y le critica la repetición como recurso para subrayar una característica que ya está dada desde el comienzo en los personajes. Se puede estar de acuerdo o no, pero la manera en que lo dice y cuándo lo dice potencia su discurso. Me acordé de ese segmento luego de ver Cronofobia de Francesco Rizzi, una mala copia del universo lyncheano fusionada con una larga fila de cineastas existenciales. El carácter pretencioso y la afectación son los principales inconvenientes de este mundo críptico donde una pareja se conoce en extrañas circunstancias. Una historia simple es elevada a los cielos de la suntuosidad psicológica y contiene baches narrativos que no solo enmarañan el desarrollo sino que alejan al espectador. No se trata de elipsis, se trata de algo mal contado.

La frialdad y el despojamiento son dos mecanismos consagrados en gran parte del cine contemporáneo tendiente a la sordidez. Una imperiosa necesidad de mostrar personajes en situación de soledad o atravesando crisis de identidad parecen ser moneda corriente. Es cierto, motivos no faltan en el mundo para que los vínculos se destruyan. El problema aquí es la impericia para sostenerlo de un modo narrativo coherente, privilegiando ciertas poses fotográficas de cuerpos angustiados y apoyándose en la repetición (Kael se haría un festín), recurso que se agota rápidamente. En efecto, uno se pregunta qué necesidad hay de jugar a las adivinanzas con los protagonistas acerca de los traumas del pasado o robotizarlos con esos juegos de autómatas. Ante la falta de vida, colocamos un poema de Bukowski y añadimos solidez técnica innegable, dos señales que parecen garantizar la inclusión en los circuitos de festivales.

Michael es un tipo en una camioneta impresionante y su apariencia es la de un sicario. Entre los trabajos que hace (y que tardaremos en comprender) se toma un tiempo para espiar a Anna, una joven viuda. No sabemos el móvil, pero el contacto se produce de manera arbitraria y casi inverosímilmente la relación entre ambos avanza en un juego de secretos y sustituciones.  Ella logra dormir solo en la camioneta y él conduce por las noches de Tesino. De este modo, con más confusión que claridad, se irán activando paulatinamente algunas luces sin iluminar demasiado, porque la intención de Rizzi es hablarnos de lo mal que está el mundo, de que los seres humanos son cada vez más máquinas y entonces refuerza todas las ideas (importantes) con efectos sonoros, planos cerrados y extraños angulares, para que sepamos que Suiza no es solo el país de los paisajes, los chocolates y los relojes. A este ritmo, si Rizzi se da una vuelta por Latinoamérica termina filmando el apocalipsis bíblico.

Tal vez debamos considerar, después de unos años, que hubo un antes y un después de Tarnation (2004). La película de Jonathan Caouette fue un faro para una cantidad de documentales  capaces de combinar la faceta artística con las miserias familiares, un combo recurrente en la salvaje geografía de gran parte de EE.UU. En The Unicorn, de Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, el protagonista es Peter Grudzien, el primer músico gay de country, condición que lo confinó a los márgenes de la industria inevitablemente. Pero la película no se pretende a la manera de un biopic ni mucho menos, sino que se organiza a partir de registros fílmicos y materiales caseros obtenidos principalmente en el período 2005-2007 para dar cuenta de las formas en que el arte y la disfuncionalidad familiar suelen ir de la mano. Y allí están los documentalistas para descubrir un ámbito que oscila siempre entre la calma y la tormenta, el arte y el infierno cotidiano, donde la locura es un signo omnipresente. Hay un trío compuesto por Peter, su hermana y su padre, cuya observación pone a prueba también al espectador, quien se verá movido hacia una frontera entre la tragedia y la comedia, dada la excentricidad de los personajes, envueltos en litigios y estados alterados. Esta característica confirma una vez más esa tensión que surge a partir de un delgado límite entre las miserias humanas como forma de espectáculo y un acercamiento de la cámara fundado en el asombro y la posibilidad de descubrimiento. Que se mantenga ese conflicto es una virtud de los realizadores.

Pero también hay una película sobre un músico, y en todo caso, una celebración de aquellos espacios subterráneos donde se forjan estas identidades a los golpes, por afuera de las instituciones que controlan las voluntades y castigan, incluida la familiar. En medio del caos, el arte es la única forma de refugio. Son numerosos los pasajes donde a vemos a Peter componiendo, escuchando música, aún en las condiciones más adversas, sacando humo con su pipa. Las canciones atraviesan su vida, sea en un bar gay donde acude a cantar y a recitar o en medio de un ámbito plagado de objetos donde un gato negro circula sin tapujos. Hay momentos de humor y de dolor, más frecuentes estos últimos, sobre todo cuando su paranoia aumenta proporcionalmente a la intención de los primos por sacarlo de la casa. No obstante, nunca se dramatiza la situación ni se la manipula.

Este aspecto de la composición abre una arista interesante, sobre todo en tiempos donde la tecnología permite hallar tesoros escondidos. También lo hacen los documentales sobre músicos de culto o no consagrados por su naturaleza contestataria. Peter Grudzien ha compuesto canciones desde los 16 años y grabó un disco indigerible para el canon de la música country de la década del setenta, cuyo título es el de la película. El impacto de este artista gay en un universo machista era para el género tan rupturista como Dylan enchufando la guitarra eléctrica en el famoso concierto de Newport. No obstante, esa mezcla de psicodelia con folk fue inaceptable. Por lo menos hasta hoy. Peter ya no está, pero dos realizadores parecen hacer justicia ante la omisión.

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