El árbol de peras silvestre (Ahlat Agaci) de Nuri Bilge Ceylan (2018)

El tiempo es una categoría problemática en el cine contemporáneo, no solo en términos de exploración filosófica u ontológica, sino en cuanto a la duración misma de las películas. Se advierten numerosos casos en los que la imposibilidad del corte es directamente proporcional a las condiciones tecnológicamente favorables que parecen justificar la falta de pericia de muchos directores para contar una historia. Las tres horas y cuarto de El árbol de peras silvestre podrían tomarse como una invitación para aceptar el argumento anterior pero el resultado de la experiencia de internarse en ese mundo de rabiosa melancolía demuestra que no, que el tiempo empleado es el que se necesita para que las imágenes de Nuri Bilge Ceylan nos traguen como un pantano.

No hay otro modo posible dentro del universo del realizador turco que el de conciliar un conflicto con un sentimiento y un espacio a partir de la dilatación del tiempo. En nosotros está la decisión de permanecer, de abrigar la paciencia necesaria para dejar llevarnos por un ritmo cuya velocidad no supera a la de una hoja de otoño arrastrándose. El color del otoño es hermoso pese a su ambivalencia. Se apaga la vitalidad veraniega y se espera el crudo invierno. La belleza de El árbol de peras silvestre se funda principalmente en ese sentimiento paradójico de estar vivo deseando por momentos desaparecer. Claro está, el filósofo Cioran recorre estos lugares como un espectro determinante. No es una cita pedante la de Ceylan, es la capa que envuelve a la película misma y que se materializa en ese ida y vuelta de situaciones repetidas, de encuentros y desencuentros entre padre e hijo en un mundo signado por el dinero y la frustración, por los dilemas generacionales y los anhelos encontrados.

El joven protagonista se llama Siran y acaba de graduarse en la Facultad. Desde el primer plano se advierte el peso existencial que implica regresar a su casa familiar. Ceylan sobreimprime su rostro con el horizonte de mar y gaviotas, un cuadro que retornará un par de veces en la película con diferentes sentidos. Apenas pisa el suelo de su ciudad los dos problemas más visibles quedan enunciados en un corto diálogo: su padre y el dinero. Un lugareño le reclama una deuda familiar y le pregunta cómo le ha ido. Él le contesta que «sin dinero la vida es una mierda en todas partes». Es solo el primer eslabón de una cadena de diálogos breves pero contundentes distribuidos de manera tal que (a diferencia de otros títulos anteriores del director) la palabra adquiera un peso específico dentro del drama. Siran tiene un deseo cuya pulsión se caracteriza más por la pedantería que por el impulso, quiere publicar un libro sobre su comunidad cuyo título es el de la película misma. Esta necesidad contrasta con la pared que se levanta con las personas que se cruzan en el camino, desde la familia hasta otros escritores, quienes le propician una paliza de realidad, incluso en medio de sueños. Hay dos discusiones memorables al respecto que exceden la duración normal a propósito. Sin embargo, el principal foco de tensión pasa por la relación con el padre, un itinerario plagado de sentimientos contradictorios al borde del estallido, con muestras contenidas de afecto, la resignación de un apego que nace/muere en la inevitable herencia y un odio que se manifiesta en la adusta gestualidad del protagonista, incapaz de aceptar la naturaleza díscola de su padre, un incurable apostador y maestro ejemplar de la ciudad al mismo tiempo. Cómo convivir con los opuestos es uno de los ejes de la película, cómo depositarlos en la personalidad del protagonista y hacerlos visibles  es una gran virtud de Ceylan. Aquí entra en juego el espacio circundante y su maestría fotográfica, no como prodigio técnico sino asociada a una voluntad cinematográfica que busca un modo representar los conflictos enmarcados en una geografía de nieve, vientos y cielos pálidos. Nótese de qué forma el encuadre previo a la última acción del protagonista encapsula magníficamente el sentido de una relación, abierta al abismo como la película misma. Para ello hay que valorar, en este caso, el tiempo de la espera.

elcursodelcine

3 Comments

    • Efectivamente Alfredo, la hermosura (en el buen sentido) es marca distintiva de este director. Gracias por el comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *