De cuerpos e identidades. Sobre algunas películas latinoamericanas actuales.

Una de las marcas fuertes del cine actual (más allá de algunos gestos de sobreactuación) es la constante aparición de películas asociadas a la identidad de género, varias de ellas con interesantes elecciones de personajes y de puesta en escena. BixaTravesty de Cláudia Priscilla, Kiko Goifman va por ese camino, con decisión y con entrega hacia su protagonista, una bailarina, cantante y activista trans (“una marica transexual”)  llamada Linn da Quebrada, conocida por sus actuaciones en favelas, por sus letras contestatarias y por desarmar la lógica de ciertos estilos. La música es un arma y cuando Linnno está en el escenario, nos interpela desde un programa de radio junto con amigos con quienes establece divertidos diálogos, siempre demoliendo los esquemas binarios y los prejuicios.

El documental alterna el recorrido entre las actuaciones y el ámbito privado, como si fueran dos caras (Jekyll y Hyde) de la misma moneda. Todo el huracán intempestivo del arte en vivo contrasta con el reposo cotidiano como si un pinchazo de heroína planchara la energía demoledora de las palabras. Siempre es más importante lo que se dice que lo que se ve en la película. No obstante, hay momentos conmovedores y uno de ellos es cuando la joven se baña con su madre. Que la secuencia funcione obedece al mérito de los directores que en su condición de documentalistas logran acercarse a ese verdadero lapso de intimidad con cuidado y buen gusto, sin alterarlo, con la sensación de que está perfectamente consensuado.

El cuerpo es un eje central en varios sentidos. El más visible es el posicionamiento genérico y la defensa a ultranza de la identidad sexual. Luego, la posibilidad de concebirlo como expresión política, como discurso que pueda ser móvil de pensamiento. Por último, toda libertad enunciativa en este mundo parece tener un precio y en el caso de Linn es el cáncer, que asoma como problema aunque nunca como impedimento para la causa a favor de las minorías.

El cine brasileño redobla la apuesta en estos últimos años enfrentando los embates de la derecha. Frente a la opresión, varias de las películas que recorren festivales por el mundo asumen gestos vanguardistas capaces de reaccionar contra el conservadurismo, no solo del arte cinematográfico, sino de una sociedad anestesiada por los medios. Habrá que ver el alcance de este fenómeno.

Hay planos que definen una película. Su ubicación suele ser estratégica. Es una forma autoral de marcar territorio, de trazar un círculo de pertenencia y de invitar al espectador. En Las herederas, la ópera prima de Marcelo Martinessi, el encuadre del inicio se construye a partir de la mirada de Chela, la protagonista, una mujer de sesenta años que espía detrás de una puerta y advierte cómo parte de su pasado se desintegra. Está obligada a vender los muebles y los objetos de su casa. Por ende, diferentes rostros burgueses exploran ese paraíso decadente como si estuvieran en un museo, pero para despojarlo. La casa ya no es la de antes y los signos del deterioro están a la vista en medio de una iluminación opresiva: empapelado roto, manchas de humedad, en definitiva, un universo reducido a colores fríos como la existencia misma de esta mujer cuyo rostro lo dice todo sin decir nada. El punto de vista de la cámara nunca soltará a Chela. Ver por detrás, asomarse, espiar y tener cuidado, no apresurarse, no delatarse por los impulsos, son las acciones/gestos que llenan su presencia, pero también es la invitación que se nos hace en tanto observadores de la historia y de la intimidad de una mujer atravesada por el miedo y por las dudas, pero fundamentalmente por el deseo.

Uno de los aspectos más interesantes de Las herederas es su mecanismo de distracción, pensado desde el título. Todas las preguntas que nos hagamos acerca de las subtramas encontrarán sus respuestas fuera de campo. De este modo, nos enfrentamos a un plato lleno de secretos. ¿Es una película sobre una pareja de lesbianas mayores? ¿Por qué Chiquita cometió una estafa? ¿Qué motiva a Chela a vender sus cosas? ¿Qué esconde su personalidad? ¿Y qué vida es la que lleva Angy, la joven que estimula su deseo mientras Chiquita está presa? Todos los interrogantes están planteados, pero siempre es más fuerte el nivel de expectativas incumplidas. En otras palabras, lo que le da fuerza expresiva a la película es el silencio y la vida de la protagonista en ese estado de suspensión. Más vale aferrarnos al único nivel discursivo posible, el de los rumores.

Tanto la casa como la cárcel están unidas por la continuidad de estos secretos. Mientras tanto, Chela vende su historia familiar e íntima. Suelta lo material y se descubre como sujeto deseante sin que ello garantice necesariamente la felicidad. Ahora, la extensión de su cuerpo es el auto que le sirve para ganarse la vida haciendo viajes. Allí suben viejas amigas pacatas que alguna vez supieron ocupar un lugar social privilegiado y ahora se conforman con mirar aún al espejo sus caras pintarrajeadas y asesinadas con cirugía estética. Es parte de una realidad política en la que no encuentran explicación y se espantan. El auto es el último signo de una cadena de significantes vinculados al cuerpo, a la existencia. Al principio, la duda invade a Chela cuando maneja con Chiquita al lado; luego, cuando conoce a Angy, la seguridad se va adueñando de su ser como conductora, pero lejos está de manejar al deseo. El excelente gesto contenido de la actriz Ana Braun va a la perfección con este mundo de discreciones donde es preferible aguantar frente a los tabúes y a las propias mezquindades. Martinessi capta muy bien esos elementos sórdidos y los vincula con equilibrio adecuado a la lógica de los espacios, de los gestos, para mantener la tensión erótica. Véase por ejemplo la importancia del cigarrillo para las mujeres que bordean el mundo de Chela, cómo Angy le enseña a fumar, y las miradas que se cruzan ambiguamente de modo constante.

Toda la dimensión de lo no dicho y aquellas puertas que quedan abiertas en la historia son estimulantes, pero fundamentalmente la atmósfera que logra transmitir la situación de Chela, o cómo una mujer de sesenta años intenta reemplazar su existencia material (la casa, los muebles, la vajilla, los cuadros) por el mandato de su cuerpo.

Es una película chiquita, está bien.” Se trata de una de las tantas sentencias lógicamente apresuradas que se escuchan en el contexto de un Festival de Cine y fue la que yo escuché de dos o tres  amigos muy confiables. Por supuesto, siempre existe la bendita posibilidad de revisar un film y poner a prueba en todo caso qué connotación adquiere la palabra chiquita  y desde qué lugar la usamos. Para unos puede representar algo intrascendente; para otros (como se escribió en algunos sitios),  un ejercicio sin premisa ni orientación narrativa. Bueno, se podría discutir largamente sobre los supuestos valores trascendentales y narrativos de un film y si el cine debe remitirse a eso exclusivamente para asegurarse un certificado de aptitud. Pero afortunadamente existen películas que escapan a esas ataduras y que, aún en su imperfección contraria al título, contienen elementos que son más estimulantes y emocionales que varios productos salidos de la fábrica festivalera de ladrillos. El futuro perfecto goza de una libertad infrecuente, no se atribuye aires de importancia ni busca esa escena alterada que la ponga en la consideración del crítico ávido de audacias sexuales. Es ante todo la plasmación de una experiencia de desarraigo despojada de dramatismo y con un desarrollo tan azaroso como el destino de una joven china de 17 años anclada en Bs.As., abierto a múltiples caminos. No son  grandes acontecimientos los que marquen el rumbo porque lo que importa principalmente son esas unidades que se acercan a la poesía y están logradas en la inteligente y cálida aproximación de la cámara a la protagonista, Xiaobin. En esa mirada y en ese cuerpo está la película, y detrás está Wohlatz para darle la materialidad necesaria. Hay miles de planos vacuos sobre rostros y personas paseando, pero son pocos los que han demostrado a través del tiempo la importancia de tales actos en pantalla. Cuando Xiaobin mirá a cámara, se pierde en el vacío de un café desolado o intenta comunicarse, no son simples actitudes. Hay una carga emotiva contenida que solo el silencio y sus ojos pueden comunicar, más efectivos que miles de palabras imposibles.

La primera imagen es el río y un horizonte apenas distinguible. Será el único plano inconmensurable. Se puede caer en el facilismo interpretativo de la metáfora de la incomunicación hiperbolizada, pero la película propone otra cosa. En todo caso, será el único signo visible de un espacio abierto que pueda dar cuenta de la sensación de ser otro, una criatura foránea inserta en un contexto cultural y lingüístico a la manera de una alienígena. Y si bien esta dificultad con el idioma tiene al principio ribetes que rozan la tragedia (ya lo decía Dylan en Like a Rolling Stone, “How does it feel?/How does it feel?/To be without a home/Like a complete unknown/Like a rolling Stone”), luego derivan delicadamente en situaciones de comedia siempre vistas desde la naturalidad del aprendizaje y nunca desde la típica mirada narcisista del argentino medio tinellizado. El viaje urbano, la exploración de Xiaobin, la experiencia delirante con un hindú (que es en cierta medida su espejo), las clases que toma, son mostradas sin perder nunca al personaje ni a su fotogenia.

Si la película se construye mediante retazos líricos, deja un lugar privilegiado para un segmento final más ligado (irónicamente) al título en el cual la joven imagina destinos posibles al mismo tiempo que vemos las historias. Es otra forma de apertura que se conecta con la imagen inicial pero desde lo verbal, donde la fantasía y el deseo se ponen en juego para apaciguar un presente que parece eterno pero que empieza a dar sus primeras luces (Xiaobin ya puede contar una historia). Y cuando el dominio de lo narrativo se impone, el film se termina. Estaba claro que su terreno era el de la poesía y el de la pequeñez.

LLa película Las lindas de Melisa Liebenthal asume la modalidad de un autorretrato, una especie de diario autorreflexivo cuya finalidad es ofrecer una historia personal. Para ello recurre al descentramiento, a un movimiento enunciativo cuya impersonal voz suple al cuerpo ausente. Lo que vemos son archivos personales, materiales que se inscriben dentro de un universo donde parece ya no haber cabida para los recuerdos mentales, en tanto y en cuanto se materializan en fotos, videos caseros y eventualmente en palabras. Hay una cuestión generacional presente en el modo en que la directora examina el funcionamiento de la memoria y para ello funde su cuerpo con la cámara, lo corre de los lugares del centro discursivo y lo transforma en una prótesis del aparato que registra. Continúa con este camino una recurrente aparición de formatos documentales en primera persona donde la voz confesional del sujeto es un intento de guía frente a la cantidad disponible de imágenes desordenadas que el montaje se encarga de seleccionar. Esta dialéctica entre subjetividad y tecnología es la apuesta más fuerte de Las lindas: apropiarse de los archivos privados para interrogarlos y al mismo tiempo convertir el procedimiento en el tema de la película: un cuerpo que se desdibuja y se afirma en imágenes del pasado, para volver a borrarse y así sucesivamente.     

Lo anterior queda ya en evidencia en un desprolijo e intencional prólogo desde donde se desarma cualquier ilusión de identidad orgánica. Una de las chicas se mira al espejo y ya instala el problema: “Me da miedo parecer muy artificial” dice mientras se pinta los labios. Será una de “las lindas” del grupo de jóvenes que integran el círculo. Hablan como son y la cámara no solo es interlocutora sino la amiga que ha compartido gran parte de su vida con ellas. No hay voluntad por construir encuadres serenos ni virtuosos dado que todo se remite a que el espacio mismo de representación se desdibuje, como la identidad misma de la protagonista, un rompecabezas que se rearma constantemente. En esa aparente falta de planificación, la espontaneidad reina y los diálogos se transforman en un confesionario de living, con silencios, olvidos, frases a medio terminar y cierta banalidad que jamás es disimulada. Si hay algo que tiene el film es honestidad, pues nunca resigna ese lugar de enunciación donde se muestra sin tapujos un modo de pensar colectivo siempre al límite entre el disfrute y la irritación. Y cuando la extimidad se vuelve sospechosa como recurso y parece autocelebrarse, aflora la ironía en el análisis crítico de la propia vida y de la forma en que los demás miran a todos aquellos que no siguen un mandato social. Este contrapeso sarcástico (con momentos desparejos) corre al documental del ombliguismo al que se aventura un ejercicio de esta naturaleza, supeditado a la buena voluntad del espectador para compartir una experiencia particular.

La ligereza de la exposición ensayística sobre algunos conceptos  se sostiene a base de fuentes no muy rigurosas y no deja de ser una estrategia más para evitar la solemnidad. Aún las reflexiones sobre el propio cuerpo y la identidad sexual se inscriben dentro de un marco descontracturado, donde hay lugar para el humor (es genial la secuencia sobre la urgencia de reír en las fotos, o la idea de verse como monstruos en la infancia). Recién al final, la imagen frente al espejo oficiará como el reverso del plano inicial de su amiga rubia. Allí queda establecida la distancia entre el objeto de observación (“ellas, las lindas”) y el observador (“yo, que me hago invisible y me siento diferente, pero las escucho, las acompaño”), un eje que la película transita, explora, analiza.  Mientras tanto, la cámara/ojo es el hilo que las une.


Nunca vas a estar solo de Álex Anwandter narra una historia fuerte, de alto impacto emocional, aunque los desbordes sentimentales están contenidos y la procesión va por dentro. Está centrada en la relación de un padre y un hijo gay. Después de que éste es salvajemente golpeado por un grupo de jóvenes homofóbicos, Juan,  agente retirado de una fábrica de maniquíes, luchará entre pagar los gastos de su hijo o intentar ser socio de la empresa. Andwanter trabaja el vínculo familiar alternadamente y transfiriendo las actividades de cada uno a su personalidad. El padre es frío y estático como los maniquíes con los que ha convivido toda su vida en contraposición al deseo del hijo, manifestado en sus encierros para travestirse y cantar algunos boleros. Los actos privados instauran una brecha insalvable sostenida en el secreto y en la vergüenza por no ser aceptados como tales. Hay una doble imposibilidad que la película entrelaza: la social y la económica. A ambos personajes se los come el sistema y no pueden dar “el gran salto” que los saque de sus máscaras de resignación (el padre) y de contención sexual (el hijo). La mirada sobre un Chile que no se conoce es la principal virtud de la película; la ciudad nunca pasa de una mirada gris, somnolienta, producto de una realidad opresada por la rutina y las dificultades diarias. El país aparenta estar recluido en esos interiores oscuros y exteriores de amenaza latente. Cuando el director abandona este horizonte, vuelve sobre el montaje alternado y subraya demasiado. Por ejemplo, inmediatamente a la escena del ataque aparece la fábrica con los maniquíes en perfecto estado para marcar el obvio contraste con el cuerpo ultrajado de Pablo.

También la hipocresía social contribuye a encubrir. Félix, el chico que tiene relaciones con Juan, será partícipe luego de la brutal golpiza. Tal vez sea éste el punto más estimulante en la medida en que marca el sentimiento colectivo de un país donde el clasismo es evidente y por ende detrás viene una cadena de gestos discriminatorios o conductas reprimidas que están a la orden del día. La violencia, más allá de lo explícito, se manifiesta psicológica y verbalmente.  El padre, que reitera el discurso homofóbico social, dice que su labor consiste en evitar que los maniquíes salgan fallados, metonimia de la condición sexual de Pablo, al cual nunca aceptaría como gay. De todos modos, la historia toma un giro atendible desde el momento en que la filiación paterna y la necesidad económica se unen ambiguamente para que el padre inicie una cruzada en busca de justicia. Hay que pagar las cirugías y como consecuencia, hay que enfrentar a un aparato burocrático letal. ¿Qué lo motiva a conseguir ese propósito? La respuesta no nos es dada y constituye un signo inteligente porque Juan, si bien empieza a explorar el mundo de su hijo, nunca termina por aceptarlo. Lo que sí tiene en claro es que debe pedir plata, siempre con la misma campera marrón que señala su estancamiento y mansedumbre en un sistema que, entre otros inconvenientes, aniquila la jubilación de los trabajadores a raíz del manejo de empresas privadas. Todo el último tramo se juega en dos postales significativas: el cuerpo de Pablo  castigado en la clínica y el del padre, cansado ante un cuerpo político y social que no responde: no hay dinero para solventar los gastos y no hay cárcel para los agresores (la homofobia no se condena). Lo que queda es un infierno cotidiano de cortinas rojas y de boleros distantes puertas adentro mientras afuera se sigue negando. En esta dirección, Anwandter parece querer despertarnos. Y no está mal.

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