Revisiones y antojos: seis obras maestras

Amarga pesadilla (Deliverance) de John Boorman, 1972

La década del setenta será el contexto ideal para que el cine norteamericano resurja. Época de convulsiones, ideal para que los géneros se luzcan y proyecten una mirada crítica. La película de Boorman es una de las primeras en manifestar ese malestar y lo hace a partir de una historia que involucra una vieja idea (desarrollada por Lang, Hitchcock y más tarde por Lynch, entre otros): la cómoda vida del ciudadano se verá afectada por circunstancias extraordinarias, es decir, una manera de expresar los horrores de una sociedad tecnificada y desaforadamente encerrada en un consumismo atroz, que se pretende victoriosa por sus conquistas bélicas y mercantiles. Cuatro hombres (¿amigos?) resuelven emprender una especie de aventura a los Montes Apalaches, pero todo sale mal. De una violencia extrema, no se trata solo de sujetos contra el medio ambiente (magistralmente mostrado por Boorman a partir de la tensión que generan sus sonidos y su misterio) sino de expresar los monstruos que origina un país enfocado en el afán de expansión territorial y económica. Los signos se detectan de antemano, incluso en la famosa y enfermiza escena de los duelos de banjo. Pero además, hay mucho cine. Me hizo acordar a otro film igualmente perturbador  hecho un año antes y, Wake in Fright de Ted Kotcheff.

Los olvidados de Luis Buñuel, 1950.

Sería interesante ver qué impacto genera en los espectadores que no la vieron esta obra maestra sobre la marginalidad en las grandes ciudades, luego de que corriera tanta imagen televisiva en torno a la miseria. Se trata ni más ni menos que de una de las mejores películas latinoamericanas de todos los tiempos y está filmada por un aragonés, quien pudo captar como pocos el espíritu profundo y contradictorio de la realidad mexicana. Lejos del optimismo humanista del ciertos directores neorrealistas, la visión

de Buñuel es naturalista: no hay salida mientras sigamos construyendo una sociedad que excluye y sostiene instituciones tan monstruosas (cárceles y asilos) como los dramas que pretende remediar. En este sentido, el personaje del Jaibo es paradigmático: se escapa del correccional y vuelve a los suyos; se ha sacado la niñez de encima, trae la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza y la voluntad de poderío. De todos modos, la inteligencia para evitar el maniqueísmo es evidente. El mal reside en todos lados y quienes lo generan pueden ser hombres de buena estampa, como en la escena en la que un “buen señor” intenta abusar de Pedro, uno de los niños, a plena luz del día en la gran ciudad. Los olvidados es un film visionario; como toda obra maestra se adelanta a su tiempo. Anticipó grandes esfuerzos de corrientes latinoamericanas por no utilizar un lenguaje impostado desde la industria y logró que sus personajes sean creíbles. Un ciego, víctima de los incesantes robos, dice en un momento “uno menos, ojalá los mataran a todos” ¿Les suena?

Los rojos y los blancos (Csillagosok, katonák) de Miklós Jancsó, 1967

Encargada para celebrar el 50º aniversario de la Revolución Rusa, como toda gran obra, se vuelve contra sus demandas oficiales. El resultado: su alegato antibélico fue prohibido por el gobierno. Jancsó filma magistralmente, con oficio (palabra a la que parecen temerle demasiado en este festival), a base de planos secuencia, de larga duración, capaz de lograr algo que a priori no tiene lógica: sentir asfixia en un espacio totalmente abierto, sin límites precisos. Su estilo coreográfico con cámara en movimiento en forma permanente, va de un lado hacia a otro con soltura, siguiendo a un personaje colectivo, hombres que se separan y se matan entre sí todo el tiempo. No da respiro; no hay épica bélica aquí sino un continuo devenir de cuerpos en medio de un sanguinario enfrentamiento civil que no encuentra nunca un centro y que, en todo caso, expresa (con cierta ambigüedad) el desastre de la guerra. Imperdible para ver en el cine por el manejo del espacio fílmico que jamás podrá apreciarse en otro lugar que no sea ése. El plano final abre varias lecturas.

Vida en sombras de Lorenzo Llobet Gràcia, 1949

Una obra maestra absoluta. La película de Llobet Gràcia en apenas 75 minutos cuenta una hermosa historia, la de Carlos (enorme Fernando Fernán Gómez), nacido en un cine y consagrado luego a ese mundo hasta que una tragedia le impedirá sostener dicha pasión. Además, el filme es de una modernidad increíble para 1949 en España: los movimientos de cámara variados, los ángulos elegidos, la perfecta armonía narrativa obtenida a base de justas elipsis y la combinación de diversas capas de lectura. Entre ellas, la que más toca la fibra sensible se relaciona indudablemente con los inicios del cine, del fenómeno de recepción que implicó (hay que ver cómo filma el director las miradas del público en las primeras ferias) y su posterior evolución técnica, además del homenaje a la figura de autor. Todo esto sin elucubraciones teóricas y sin descuidar jamás a los personajes y a la trama. No hay posibilidad de quedar indiferente ante esta joya cinematográfica.

Detrás de un vidrio oscuro (Såsom i en spegel) de Ingmar Bergman, 1961

Mientras los debates focalizan su atención sobre el futuro del cine y gran parte de las películas vistas arriesgan desde sus conceptos estéticos una posible respuesta, de repente, y por fortuna, uno guarda refugios para encontrarse con un film de Bergman. Un mar agitado y cuatro personas en una isla es el comienzo subyugante de Detrás de un vidrio oscuro. David es escritor y tiene a su hija que sufre de esquizofrenia. Está casada con Martin, un médico. También aparece Minus, un joven de 17 años. Son cuatro identidades diferentes pero cada uno esconderá algún sentimiento reprimido. Sin embargo, el punto de vista es el de la joven, en tanto y en cuanto su mundo se resquebraja al enfrentarse al inevitable avance de su enfermedad. Lejos del estallido emocional, Bergman teje sus caracteres pacientemente con una pieza de cámara exquisita, donde lo cinematográfico y lo teatral conviven sin inconvenientes. La isla es Färo, tal vez, el paisaje definitivo para un director que distribuye obsesiones en sus criaturas: la locura, la autoridad paterna, la presencia escurridiza de Dios, el miedo, la represión y el sexo. El marco de la isla es el escenario ideal para captar sonidos, tensiones, respiraciones y dotar a la historia de una atemporalidad existencial. Un caso de histeria religiosa mostrado por uno de los más grandes directores de la historia.

Crímenes y pecados (Crimes and Misdemeanors) de Woody Allen, 1989

Varias películas de Allen han trabajado sobre un continuo desplazamiento entre tragedia y comedia, films que pueden leerse en clave de divertimento, como sátira sociológica de una época, pero que en el fondo condensan un espíritu trágico.

En Crímenes y pecados (1989) (obra maestra), de las dos líneas narrativas que entreteje, la cómica versa sobre un director de cine cuyo cuñado, egocéntrico e insoportable, le pide sus servicios para que ruede un documental. El otro nivel discurre en paralelo y contiene una oscura trama: un hombre que está dispuesto a matar para ocultar sus secretos y preservar su posición en la vida. Ambas atraviesan cuestiones vinculadas con el amor y quedan implicadas en un asunto de alto contenido moral.

Allenreescribe a Dostoievski, pero reemplaza el tormento de RaskolniKov por un conocido cirujano ocular llamado Judah. Este tiene una estructura familiar armada y una amante, Dolores, que se impacienta porque no cumple lo que durante tiempo ha prometido: divorciarse de su esposa y casarse con ella. A medida que las amenazas ganan intensidad, habrá que tomar una decisión.

En algún momento Dolores pronuncia el tópico de que los ojos son el espejo del alma, frase que Judah (nada menos que oftalmólogo)  ignora, puesto que su visión es netamente materialista, pero cuando la ve muerta con sus ojos abiertos, la escena le provoca un profundo vacío y por supuesto su conciencia empieza a chillar.

No obstante (y aquí está el punto de la película) el tiempo y la suerte están de su lado. En un mundo gobernado por el azar, resulta perfectamente posible salir impune tras cometer un asesinato; a medida que nuestra vida avanza, el significado de las buenas intenciones es tan dudoso y escaso como el de las malas.

La historia de Judah es una forma de demostrar que Dios no existe, que estamos solos en el universo, y que no hay nadie para castigar ya que la moralidad es asunto de cada uno. Si se está a dispuesto a matar se puede asumir, controlar, y hay quien lo lleva bien, quien puede vivir con ello. De manera tal que ningún Dios va a descender súbitamente desde las alturas para mandarnos al infierno o atravesarnos con un rayo. Judah prefiere seguir adelante con su plan y vivir con esa carga, de modo que comete el crimen y decide aguantar hasta que el recuerdo se desvanezca. Si no podemos tener certeza de nada y la certidumbre es un imposible, aprender a vivir con los pecados es la solución para quien sea capaz de sobrellevarla. Dios no existe y la justicia tampoco. Solo resta tener suerte. Dentro del ideario filosófico de Allen, la suerte ocupa un lugar de privilegio. Se trata de una idea subversiva en un país que sobrevalora el esfuerzo. Es el elemento crucial en la vida sin el que nada parece poder conseguirse. Y del tormento momentáneo a la recuperación del equilibrio que funciona como máscara social de nuestros peores actos, solo hay tiempo. Es el tiempo en que se pasa de la tragedia a la comedia.

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