Cuatro mujeres al borde de un ataque de nervios

Bárbara (Barbara, Christian Petzold, Alemania 2012)

Aún con la posibilidad de cometer errores, me animaría a decir que las mejores películas con nombres de personajes en los títulos son aquellas que apuestan por las apariencias, la ambigüedad y la sobriedad interpretativa. Si es así, Bárbara se suma a dicha galería. La película de Petzold es fría, adusta y despojada, digna representante de la poética del distanciamiento, lo cual habla bien de ella. La protagonista (excelente Nina Hoss) compone un personaje gélido para dar vida progresivamente y sin sobresaltos a una médica expulsada de Berlín a un pueblo apartado en la República Alemana Democrática de 1980 por solicitar un pase hacia la parte occidental. Eso le valdrá el control asfixiante de la policía secreta mientras desempeñe sus funciones en el hospital. Allí conocerá al doctor Andre, con un pasado oscuro producto de una negligencia encubierta y con un presente enigmático, ya que juega el doble papel de interesado en Bárbara y sospechoso de colaborar con el régimen. A medida que la trama avance, otras historias se irán sumando sin que ello altere el hilo central del relato. Tras la fachada genérica de un thriller, Petzold se anima a escamotear toda la información que puede. Ciertos detalles en los personajes secundarios ayudan a encontrar algunas dosis discursivas que  reivindican la memoria como un aspecto clave para pensar el futuro de un país desbordado por la locura y dividido por un absurdo muro.

El director alemán construye su film desde la reticencia, que nunca es sinónimo de descuido. Jamás subraya el contexto ni exacerba sentimientos, en todo caso confía en el espectador capaz de evitar la empatía inmediata para pensar en aquello que ve en pantalla. No hay lugar para exabruptos ni explosiones emocionales en ese universo cerrado a la prohibición, la paranoia y el acoso. Es una elección verosímil puesto que el horror que esgrime cualquier régimen totalitario a partir de sus silencios obligados demanda que la procesión vaya por dentro. Eso es lo que se percibe en la protagonista: apenas unos gestos, cigarrillo en mano y  una esporádica sonrisa, es decir a unos cuantos años luz de una femme fatale, pese a su cabellera rubia y su interesante porte.

Los colores que elige para sus ambientes son luminosos, vivos, y contrastan con la opacidad de las almas de sus criaturas. Además, no escatima en la búsqueda de belleza en aquellos planos sobre paisajes exteriores y con un uso magistral del sonido. Una de las escenas finales en la playa, acaso sea de lo más bello que se ha visto últimamente en el cine. Gracias a estos momentos, verdaderamente cinematográficos, independientes de la temática y el registro por los que se juegue, Bárbara es un ejemplo estético que con pocos elementos y apariencia mediana, se hace grande.


Ruth, una chica sorprendente (Citizen Ruth, Alexander Payne, EE.UU, 1996)

En Citizen Ruth se advierte el confuso movimiento que singulariza la carrera de Payne, una tensión pocas veces resuelta entre momentos de gracia cinematográfica e ideas poco convincentes si se analiza el sustrato que las sustentan. Cuando la balanza se inclina hacia el primer lugar, la cosa va bien. En este primer largo, Laura Dern es un personaje descomunal (por lejos, la mujer que mejor llora, se droga e insulta en pantalla). Cada una de sus intervenciones devela el aura que tiene la actriz, acá devenida en una adicta embarazada que se disputan dos grupos, a favor y en contra del aborto. Hay pasajes de comedia y unas buenas dosis de ironía que funcionan, sobre todo cuando se muestra el ridículo accionar del fanatismo por avalar o impedir la decisión que la protagonista debe tomar. Y aquí aparece uno de los pilares temáticos del director, la cuestión de la elección. El problema radica en su tratamiento. El mundo que retrata Payne  en Citizen Ruth está dominado por el trazo grueso y el estereotipo (un vicio que corregiría y depuraría con el tiempo), pero además, pone en evidencia un defecto: su voluntad por construir un pensamiento moral ambicioso para caer en la trampa inevitablemente. Cuando Ruth se mueve a sus anchas en el terreno de la comedia dramática y prevalece su picaresca concepción de la vida, absorbida por un incesante pragmatismo, la película se disfruta y confirma la virtud del realizador para dar vida a personajes fuertes y empáticos. Al mismo tiempo, la riqueza que el guión le confiere al personaje hace posible la magistral exploración de sus múltiples facetas, las cuales sostiene Derncon enorme talento(los arrebatos continuos, los gestos, las delirantes formas de drogarse con pegamentos y detergentes), incluida la física, con el rostro visible y ridículamente afectado por las inhalaciones. Por el contrario, más allá de ciertos fragmentos discursivos interesantes sobre el aborto en una sociedad como la norteamericana, el exceso de autoconciencia y una mirada retrógrada que concibe a la mujer como sujeto pasivo atentan contra las estructuras genéricas de la comedia de observación (un registro del cualPaynepuede enorgullecerse) y la incorrección política que parece predominar en esta ópera prima. El conservadurismo del director en torno al personaje femenino como víctima de dos bandos patéticos y corporativos, se redime hacia el final y es corregido, tal vez, en su siguiente film, La elección. Mientras tanto, como todo embrión, Citizen Ruth es más una promesa que una gran película, con dos apariciones sacadas de la galera, dos verdaderos bonus, las de Burt Reynolds y TippiHedren.

Hanna ( Joe Wright , Estados Unidos-Gran Bretaña-Alemania/2011)

Todos habrán visto alguna vez o recordarán la famosa escena de Intriga internacional (1959) de Alfred Hitchcock en la que Cary Grant es asediado por una avioneta fumigadora en medio de una desolada locación. Sólo un maestro podía transformar una situación común de espionaje en un momento único de cine, donde la fuerza expresiva de lo visual se sobrepone frente a lo que a priori podría tomarse como un absurdo (¿quién  planearía cazar a un tipo de esa manera?). Pues bien, salvando las distancias, hay que celebrar que algo de esto exista en la película de Joe Wright, donde ciertos preceptos básicos del género son trabajados desde un marco un poco más enriquecedor que lo que se ve frecuentemente. Como si ello no alcanzara, el director logra hacer convivir elementos cuya fusión, a primera vista, haría temer lo peor. Me explico.

Hanna (Saoirse Ronan) es una jovencita de apenas dieciséis años entrenada para matar por un ex agente  (Eric Bana) que a su vez es intensamente buscado por una jefa de la CIA (la gélida Cate Blanchett) . Este esquema argumental y muy convencional funciona  en la primera parte de forma más que interesante a partir de la voluntad de la puesta en escena por seducirnos con una fotografía bellísima y planos abiertos al inconmensurable paisaje nevado, aún con encuadres cuestionables como el de un ciervo destripado y la bella joven al lado, pictóricamente mostrados con una cámara que asciende y se aleja. En efecto, el inicio desconcierta al no dar referencias espacio-temporales concretas, al estar despojado de música incidental y al provocar una especie de extrañamiento, sin introducción vertiginosa de conflictos. Se disfruta esa etapa donde se avanza sobre el adiestramiento del personaje pero al mismo tiempo sobre la ansiedad que tiene de cumplir su misión y de cambiar de vida. Claro está, aquí comienza lo previsible. En el intento de los demás por atraparla, se iniciarán las clásicas persecuciones con fragmentación de planos, velocidad, riesgo y otros recursos conocidos. Sin embargo, cuando creemos que todo está perdido o consagrado al mero entretenimiento, reconocemos un rasgo redimible inmediato: las extensas corridas de la heroína parecen un baile coreográfico electrónico. Sin duda, la música de los Chemical Brothers contribuye, pero más allá de eso, se nota la virtud de Wright por buscar espacios que funcionen desde un punto de vista expresivo y que tengan en común su condición laberíntica. Esta voluntad por correrse permanentemente del género para potenciar cinematográficamente situaciones convencionales juega a favor, desde mi punto de vista, de la película (lo podrán ver perfectamente al final). Por otro lado, sale victorioso ante una serie de ideas, lugares y personajes puestos como descansos que cualquier thriller desecharía de antemano, además de ofrecer un recorrido multicultural muy gracioso que va desde Leipzig hasta Marruecos, pasando por un número de flamenco, hasta Berlín como trasfondo de la acción principal. Que se filtre un gesto por hacer algo distinto, con una buena dosis de cine, en tiempos en que las imágenes explotan, no es algo desdeñable.

Hannah Arendt y la banalidad del mal (Hannah Arendt,
Margarethe von Trotta Alemania-Luxemburgo-Francia/2012)

La película que Margarethe von Trotta consagra a la filósofa Hannah Arendt y a su lucha por enfrentar las críticas y polémicas que se generaron a partir de su libro Eichmann en Jerusalén. Un reporte sobre la banalidad del mal, no está exenta de elegancia y de cierta corrección estética. Los suaves movimientos de cámara nunca pierden de vista a la excluyente protagonista (magistral la actuación de Barbara Sukowa) junto con los discursos, equilibradamente montados de manera tal que se condense gran parte de su pensamiento en apenas dos horas. Además, no deja de ser convencional en sus resortes dramáticos: un individuo enfrentado a obstáculos que debe superar, signo omnipresente en cualquier esquema narrativo sujeto a la teoría de un conflicto central. La reconstrucción de época y de ambiente es impecable, así como los jugosos cruces dialécticos frente a los inspectores del pensamiento que realizaron una lectura fundamentalista del escrito en cuestión.

También, a primera vista, parece ser la típica clase de filmes que, por el objeto que representan, están destinados a generar discusiones extra cinematográficas, con lo cual se transforman en disparadores para artículos vinculados, en este caso, con la idea del mal, la obediencia debida y apresuradas extrapolaciones a contextos diversos sin reparar en matices particulares. Mi propósito no es recuperar todas las tesis al respecto ni enumerar los postulados fundamentales de la obra de Arendt a partir de la película. Sí, en cambio, me interesa reparar en un momento clave, aquel en el cual se muestra a Eichmann en la sala por primera vez. La directora alemana elige insertar imágenes de archivo al mismo tiempo que vuelve sobre la mirada de Hannah (Sukowa) ante el siniestro personaje, desde la ficción. Se trata de un hallazgo cuyo alcance trasciende el contenido filosófico de la película y provoca una fisura capaz de poner en juego argumentos focalizados en cuestiones de representación. Se ve allí un momento clave que pone en tensión dos registros fundidos en una continuidad temporal y el efecto de verosimilitud que ambos generan. Cuando se intercalan los archivos del juicio con la mirada de Sukowa frente a la del Eichmann «real», el impacto es doble en el espectador:

por un lado, observamos con el personaje (descubrimos  lo que descubrió Arendt); por el otro, somos invitados (y sacudidos desde la comodidad de la butaca) a evaluar frente a las imágenes del documental y de la ficción, qué poder ejercen sobre uno mismo e instalar una serie de interrogantes: ¿parece ser el documental el modo más pertinente para mostrar un personaje inasimilable? ¿Es el peso de lo real el único registro posible para captar la esencia (o la banalidad en este caso) del mal? ¿Vemos lo mismo que vio Arendt al observar el rostro impasible de Eichmann? La sala del juicio, con todos los artilugios teatrales, se confunde con la platea del cine: el pasado se revive en el presente y la impresión de realidad que no logra transmitir la ficción hasta ese momento, cobra una dimensión importante. Se trata de un ejercicio autorreferencial acerca de cómo abordar la historia, de un reconocimiento de las limitaciones de la representación y de actualizar los interrogantes en torno a cómo dar cuenta del pasado. El no dar una respuesta única es una posibilidad inmejorable que von Trotta nos regala con esta escena que, por otra parte, es bien borgeana. Al mirar el rostro de Arendt frente a Eichmann (el mismo que miramos nosotros), no pude más que recordar las últimas líneas de Biografía de Tadeo Isidoro Cruz: “Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro (…) comprendió que el otro era él”. El concepto de la banalidad del mal no pudo estar mejor explicado sin palabras: comprendemos que podemos ser aterradoramente normales como el mismo Eichmann.

elcursodelcine

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