La guardería, de Virginia Croatto, 2016

El lugar al que alude el título de la ópera prima de Virginia Croatto es una gran casa blanca en La Habana, Cuba, un hogar que albergó durante años a niños, hijos de militantes de Montoneros, quienes los dejaron allí para preservarlos de su lucha en el país. Su carácter testimonial forma parte de un fenómeno mayor que comienza a darse a partir de las diversas producciones de Hijos, relatos que depositaron su fe en el arte audiovisual, entre otros, para dar cuenta del pasado e intentar restituir la memoria de una familia disgregada, partida, por el terrorismo de Estado. En este sentido, La guardería pone en escena las historias personales de aquellos niños (hoy hombres y mujeres) a través de un dispositivo que alterna el recuerdo con otros materiales pertenecientes al orden de la esfera privada (dibujos, audios, fotos) y la pública (archivos de la época).

El epígrafe inicial, compuesto por fragmentos de poemas de Osvaldo Lamborghini, instala la veta de lo autobiográfico como marca discursiva, poco antes de que las narraciones se vayan armando frente a cámara por los propios protagonistas y los primeros gestos confirmen los matices que los diferencian al hablar de la experiencia colectiva compartida obligadamente durante su infancia. En ese intento, las estrategias no difieren demasiado pero sí establecen de vez en cuando una rica analogía como la que se escucha al comienzo cuando una de las mujeres cita el cuento de Cortázar, La autopista del sur. El momento es excelente y la protagonista puede explicar su experiencia y las emociones vividas a partir de la puesta en abismo del relato. Paradójicamente, el escritor que huyó del peronismo es invocado para poner el rostro a una vivencia: el embotellamiento y el horizonte incierto de la ficción se hacen carne propia en la realidad. Esta búsqueda de metáforas genealógicas para armar un modo de vida se repetirá en dosis a través del documental y surgirá como la ineludible necesidad de los testigos directos para construir significados alternativos cuando las palabras no son suficientes.

Y si bien está latente siempre la posibilidad de interpelar o de revisar el pasado (“Vencer a la dictadura, como lo veíamos en esos tiempos”), los hijos hablan y se ponen en el lugar de los padres para entender la decisión, como los adultos que estuvieron allí también aportan testimonio (“nunca pensamos que la represión tomaría esas dimensiones”), de manera tal que el mosaico de versiones irá cobrando entidad paulatinamente a partir de una dialéctica que no colisiona ideas necesariamente, pero que ofrece argumentos al espectador para que pueda sacar sus conclusiones. Croatto no subraya ni dirige interpretaciones, como tampoco engaña: está claro que lo personal, lo privado, serán los puntos de referencia de identidades cuyos recuerdos se activan, difusamente, entre la memoria y su inevitable enemigo, el olvido. Cuando las imágenes se acaban para otorgar sentido y las palabras no asoman, serán los olores, los sabores, los sonidos, aquellos que irrumpan como signos. ¿Qué es lo real, qué es lo construido por la memoria afectiva? He ahí una de las cuestiones que tematiza la película.

Si hay un registro enunciativo privilegiado es el afectivo. A ello contribuyen las cartas leídas y los audios hechos por padres e hijos en ese entonces, algunas de ellas con un fuerte impacto emocional (más allá de una innecesaria música omnipresente), forjadas en el dilema de tener que dejar obligadamente a los niños en la guardería, un lugar que se transformaría en espacio de pertenencia. La honestidad de quien dirige es no evadir esa decisión, por ende, no hay que indagar demasiado aquí en un mecanismo discursivo que ponga en crisis el proyecto elegido por los padres. Esto supone una diferencia con otros films similares donde el reclamo es evidente y las preguntas individuales se ponen por encima de lo colectivo (El edificio de los chilenos de Macarena Aguilo, de 2010, Sibila de Teresa Arredondo, de 2012, por citar dos casos). Si hay una zona en La guardería que se torna segura (al menos en apariencia) es la comprensión hacia una generación que luchó con sus ideales y en todo caso el esfuerzo se intensifica a la hora de lidiar con la ambivalente sensación que se legó de la experiencia de la infancia, un lugar fantasmagórico entre el desarraigo y el placer de un mundo inventado para evitar el sufrimiento (nótese al respecto la historia de “la tía Porota”). “Era lo más parecido a una familia” se escucha decir a modo de consuelo. De todos modos, no hay que confundir esta palabra. No se trata de un consuelo proveniente de un estado melancólico autoindulgente. La operatoria testimonial de la película se suma a un mecanismo (a esta altura genérico) más profundo y que tiende a restituir justamente una idea de comunidad, de generación, frente a un Estado que, apoyándose en los valores supuestos de la preservación familiar, persiguió, asesinó sistemáticamente y se apropió ilegalmente de los hijos de las víctimas. Por ello, la posibilidad de un único discurso pero con voces diferentes, si bien evita la confrontación dialéctica, es un intento conmovedor por recuperar una experiencia que se transforme en vida frente al dolor de la pérdida (de allí la secuencia en que a modo de backstage vemos a todos juntos con sus hijos), una terapia compartida para otorgar sentido, donde la propia directora se suma detrás de cámara y en dos o tres momentos cruza el límite cuando los demás le hablan como a un par. La carga traumática como producto de la violencia del pasado se exorciza, con distintas reacciones (los gestos en el habla de cada uno será relevante en este aspecto) y entonces queda claro que el ya mítico lugar de la guardería implica algo más que su significado topográfico; es principalmente donde se guarda la memoria grupal y se restituyen la experiencia colectiva y los lazos de filiación.

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