34 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Reseñas breves (Segunda Parte)

O que arde de Oliver Laxe/ 7 puntos

Hay tres momentos en O que arde, la película de Oliver Laxe (Todos vós sodes capitáns y Mimosas) que justifican su visionado. La primera secuencia es bestialmente diletante: una pila de árboles que caen como si se derrumbara un castillo de naipes en medio de una cortina de niebla. Es un lugar seguro, de esos que transitan gran parte de los títulos que conforman un Festival de Cine cuyos principios estéticos suelen parecerse. Sin embargo, la cosa no queda ahí. Es una especie de prólogo donde un árbol quemado se continúa metonímicamente en un expediente y en un nombre, el de Amador, el protagonista que sale de la cárcel y se instala en el paisaje gallego con su madre. Misterio y fascinación crean las reglas de juego en un espacio de tensión contenida donde varias tramas se abren: la posible reincidencia de un pirómano, la relación madre/hijo, el (des)encuentro del hombre con la naturaleza, la intrusión del mercado en zonas vírgenes y una historia de amor trunca.

En el medio, Amador obtiene ayuda de una mujer veterinaria para sacar a una vaca del agua. En la camioneta sostienen un diálogo lacónico e inmediatamente suenan los acordes de Suzanne de Leonard Cohen. El plano comienza en el interior y concluye con los ojos del animal. En esa confluencia espiritual que logra la canción no hay mucho que explicar, se trata de la libertad bien entendida de un realizador que confía en el cine más allá de lo racional. Es como si la música fuera elegida para sustituir a esas palabras que no pueden expresarse. Amador es parco y esa parquedad hay que entenderla en el contexto de un modelo de hombre habituado a una vida de soledad y de naturaleza que no parecen ser compatibles con eso que llamamos civilización. Y allí ingresa el paisaje rural como el otro agente omnipresente, un espacio ancestral y sagrado que no admite la intervención dañina del hombre. Tal vez, en este sentido, sea Amador un mártir con un sacrificio bastante particular, lo que da lugar al tercer momento.

Las elipsis son perfectas piezas utilizadas por Laxe para que la fuerza expresiva de las imágenes acaparen la atención y desemboquen en el fuego, ese fuego que vemos expandirse con una fuerza arrolladora. Un fuego que seguramente estuvo antes que la dramaturgia de un guion que parece ir armándose durante el rodaje dado que lo verdaderamente importante es esa realidad esotérica plagada de matices, motivo suficiente para capturar la mirada como si se estuviera en una sesión de hipnosis. Es un lugar seguro, es cierto, de una rigurosidad formal extrema, pero de los buenos.

Les infants d’Isadora de Damien Manivel / 6 puntos

Lejos de presentarse como una biopic de la artista Isadora Duncan, Manivel divide la película en tres partes con tres mujeres diferentes para actualizar su obra Mother, producto de una desgracia familiar en la que murieron sus dos hijos. La mínima e indispensable información aparece al principio para contextualizar rápidamente el caso y descartar cualquier tipo de registro vinculado a la crónica. El hecho en cuestión y el cuerpo de Duncan estarán fuera de campo, sólo aludido en tanto y en cuanto las protagonistas continúen y hagan propia su historia desde la más absoluta intimidad. El primer cuadro involucra a una joven que lee pasajes de una biografía. Lo interesante es de qué modo se plasma una experiencia de lectura y un proceso de búsqueda que incluye no sólo la investigación de una vida, sino la posibilidad de reiterar rituales en el presente. Manivel, al igual que en sus films anteriores, construye encuadres como si fueran viñetas por donde los personajes transitan, más preocupado por destacar lo sensorial que por ceñirse a parámetros narrativos claros. A veces, el exceso de frialdad empantana demasiado el ritmo. Este vicio se advierte en el segundo cuadro donde una coreógrafa y una bailarina con síndrome de Down preparan la obra en cuestión. Más allá de algún pasaje de libertad cinematográfica, del abandono de ese encorsetado estético agobiante, en este tramo el desarrollo se resiente. No obstante, en el tercer episodio, la película levanta un vuelo alto. Una cámara viaja sobre las reacciones de los espectadores y se detiene en el rostro con lágrimas de una mujer mayor (la coreógrafa estadounidense Elsa Wolliaston, protagonista del corto de Manivel La dame au chien). La obra acaba de finalizar. El director filma el lento trayecto de regreso a su casa magistralmente, con una luz que recuerda a los trabajos de Pedro Costa. En el interior, un ritual de dolor, una continuidad de mujeres que encuentran en el arte la forma de apaciguar la tragedia personal. Es un momento mayor que, si bien marca el epílogo del itinerario, tiene una fuerza que descompensa al resto.

La bala de Sandoval de Jean Jacques Martinod / 7 puntos

Hay un nivel de enunciación que transcurre mediante el relato de un hombre, el protagonista del título. Es la historia de aquellos que transitan el peligro, una moneda corriente en las zonas periféricas de la selva ecuatoriana. Una voz en off que domina la narración con naturalidad en una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, como si del alma en un limbo se tratase. En efecto, ¿se habla desde este mundo, desde otro, o desde una frontera? No importa. En todo caso tiene el encanto del misterio y la gracia dramática de un bolero. Ese sustrato popular que se afianza desde el plano sonoro se superpone con una experimentación visual a base de flashes multicolores, superficies granuladas e imágenes pictóricas que establecen su propio juego enunciativo también. Es interesante el resultado, sobre todo si se piensa en su corta duración y en una sección que apuesta por saludables riesgos.


Sete anos em maio de Afonso Uchoa / 7 puntos

Ya en su película anterior, Arabia, el director brasileño confirmaba dos claves de su propuesta. Por un lado, la importancia de la palabra como herramienta de expresión. Por otro, una tendencia a evitar la explotación de la marginalidad desde un plano meramente melodramático. Hay drama porque existe la marginalidad, pero el cine va por otro lado. El protagonista se llama Rafael y ha sido víctima de un abuso perpetrado por unos jóvenes que no sabemos si son o juegan a ser policías. En todo caso, la traumática escena es una recreación que funciona como signo de un país. El escenario es una noche que Uchoa filma como un cuadro pesadillesco donde la oscuridad inunda toda referencia externa en un barrio periférico. En un plano hermoso y aterrador, la figura de Rafael irrumpe como un fantasma hasta que se produce el hecho en cuestión. Luego de una elipsis, un extenso segmento con el joven frente al fuego sirve como catarsis verbal para desnudar aquello que es preferible no mostrar. Al igual que tantas películas brasileñas actuales, la oscuridad bolsonarista de violencia y autoritarismo se cuela por todos lados.

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