La botera, de Sabrina Blanco, 2019

La película de Sabrina Blanco contiene varios de los procedimientos recurrentes en un cine argentino que, en su gran mayoría, incursiona en ese terreno fronterizo entre ficción y documental, posee una veta ensayística, se abre a la sobredimensión de lo cotidiano y enfrenta el desafío de contar una historia con pocos elementos. En este caso la protagonista es Tati, una adolescente que vive con el padre en la Isla Maciel. El título alude a un objeto de deseo, la posibilidad de trascender un mundo que no es nada fácil. Ese bote es el único signo que le permite cierto estado de felicidad anímica como económica. La cara de ella cuando recibe unas monedas por cruzar a un pasajero es el plano salvador, uno de los escasos momentos de aire fresco en este relato de iniciación y de búsqueda de identidad en un universo hostil. Tati transita la vida desde la marginalidad y Blanco da cuenta de ello desde un punto de vista preciso, es decir, nunca suelta a la chica y acompaña su padecimiento como sus destellos de felicidad. Sin embrago, no puede evitar filmar cada plano como parte de un silogismo, una singularidad (se me ocurre como hipótesis) que atraviesa gran parte del cine nacional. Baste un ejemplo. Tati decide encarar al chico que le gusta, Maxi, el ahora propietario del bote, pero no puede concretar. Acto seguido, ve a su papá teniendo sexo en el auto con la mujer que atiende un comedor. Remate: vomita en el inodoro (para que leamos que es su malestar el que saca). Dos premisas y una conclusión. Y no es el único caso en un tipo de búsqueda hacia los conceptos antes que a la potencialidad de un cine que se sienta diferente.

Lo anterior no convierte a La botera en una mala película ni mucho menos. En todo caso la emparienta con una serie que no termina por convencer si postula un potente retrato de la alteridad o no trasciende de un mero estado de descripción. Al mismo tiempo sí parece conectarse con la necesidad de explorar la identidad sexual a base de la imitación, de la necesidad de pertenencia y de la búsqueda. Las mejores escenas (las más libres, desatadas del imperativo del silogismo ilustrado) son aquellas en las que Tati se desplaza con su cuerpo y con sus gestos por un mundo que apenas puede espiar. Unas chicas bailan y ella intenta sumarse a la distancia; otra se pinta en el baño y ella ingresa después de estar escondida para hacer lo mismo (a su manera) en el espejo. Cada una de estas acciones son efectivas gracias a la fotogenia y a la naturalidad de Nicole Rivadero y, por supuesto, a la pericia de la directora para captarla en su torpe inocencia. Tal vez, la objeción pase por construir un espacio donde no parece haber un saber y sí un cúmulo de signos negativos únicamente. A veces cuesta discernir entre la fidelidad y el oportunismo.

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