Las mejores películas de 2019

Había una vez… en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood), de Quentin Tarantino

Al igual que Borges, en el corazón de todo ese despliegue de referencias, hay una pasión que no se deja domesticar, una fuerza que exprime las palabras, en un caso, y las imágenes en el otro.

El irlandés (The Irishman), de Martin Scorsese

En un mundo lleno de trampas, la única alternativa es aceptar esa moral, que es como una religión, donde no faltarán corderos sacrificados y verdugos. El padre, el hijo y ningún espíritu santo. Las dudas para Martin Scorsese están en la tierra, aún en los ambientes mafiosos. Sin embargo, todo tiene un costo: la familia. He aquí la cuestión, cómo conciliar ambos mundos. «Las cosas son como son»

La mula (The mule), de Clint Eastwood

Los héroes ancianos de Eastwood encuentran esas circunstancias para la redención familiar, para emparchar al menos las cagadas del pasado. De este modo, el gran aporte reparador de Earl, no es solo económico (con la guita que gana haciendo entregas ayuda materialmente a los desposeídos, familiares y veteranos de guerra) sino personal. Por supuesto, todo tiene un costo pese a que “los viejos hábitos nunca mueren”, tal como dijera otro pergamino inagotable de la música, Mick Jagger.
Toda la felicidad de la sala me la devolvió Clint y además me contagió el amor por los lirios. Larga vida al maestro.

Guasón (Joker), de Todd Phillips

En un tiempo donde los superhéroes se multiplican en franquicias infinitas, otro acierto de Phillips acaso sea crear una realidad autónoma a partir del universo de los cómics. La película parece ser esa hoja misteriosa de enciclopedia que descubren los personajes de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” en el glorioso cuento de Borges. Es como un injerto desprendido de un imaginario saturado de nombres y relatos que están dando dividendos monstruosos. Aquí la estilización no está al servicio de repetir la lógica de lo mismo, sino de cruzar elementos de las fantasías góticas originales con un marco urbano propio de la Nueva York de los años setenta. En la construcción del espacio se inscribe también esa zona de confluencia entre una y otra estética, un cruce que se aguanta el peso del realismo como de la fantasía comiquera, que puede ser tomado tanto en serio como en broma, sin que se desbarranque para un lado u otro. Es tan fuerte el personaje que hace olvidarnos de Batman, apenas sugerido en su infancia. Y cuando parece que el trazo grueso se desborda hacia el final, aparece la única señal sana dentro de todo ese mundo enfermo: unos pasos coreográficos al ritmo de Frank Sinatra para que no olvidemos que, a fin de cuentas, lo único que siempre nos salvará es el musical.

Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar

En medio del viaje, hay dos paradas particularmente hermosas y significativas. Una de ellas se vincula al despertar del deseo de ese niño frente al joven albañil, una de las tantas historias ensambladas cuyo corolario forma parte del clímax emocional de la película. La otra involucra una serie de diálogos con su madre (vuelvo a leer tantos versos españoles en ese cuerpo anciano y tierno). Sin caer en sentimentalismo vacuo, las justas dosis verbales no disimulan la crudeza y el cariño como dos caras de la misma moneda en una vida donde lo privado poco tiene que ver con la imagen pública. En todo caso (con ese plano final que resignifica todo lo visto), el cine seguirá siendo siempre ese lugar donde se exorcizan los demonios personales.

El traidor (Il Traditore) (Marco Bellocchio)

Y la vida es un manicomio de bocas cosidas, ataques de ira, pero también de boleros. Y de comedia. La imagen documental final con Buscetta cantando es clave y hermosa, es la confrontación entre eso que llamamos realidad y el mundo del cine, el de las ideas platónicas, el que vale la pena. El posta.

Parasite (Bong Joon-Ho)

En Argentina nos han hecho creer que está bien dormir en los cajeros; en Parasite un personaje agradece vivir confinado en un sótano. Aún con ciertos subrayados, el diagnóstico demoledor sobre el mundo capitalista de Bong Joon-Ho posee una fuerza visual arrolladora. Su cine mantiene vigente la idea de que se pueden establecer conceptos sin resignar el tren de la narración ni el pulso popular

Esa mujer, de Jia Zhangke

Puede que Jia Zhangke sea el Heráclito del cine contemporáneo. No sólo porque toda su filmografía apunta a dar cuenta de las transformaciones en China, sino porque sus propias películas parecen verdaderos viajes donde nadie se baña dos veces en el mismo río. Para países complejos, cineastas complejos (en el mejor de los sentidos). Pero de qué otro modo es posible mostrar los cambios vertiginosos, de qué manera referir sino es a través del carácter alucinatorio del cine en lo que se ha convertido China. La dinámica de cambio que, en el presente, parece evocar las máximas presocráticas sobre el movimiento permanente desde un espacio (la pantalla) donde todo parece tener cabida.

Lluvia de jaulas (César González)

La película obliga a pensar la manera en que ciertos espacios han sido abordados desde el reciente cine argentino. Tal vez sea una exageración, sin embargo, el acercamiento a la villa como zona fronteriza es de lo más genuino, poético y estimulante en las últimas décadas.

Vitalina Varela (Pedro Costa)

Un regreso y un duelo, representados una vez más con interiores espectrales, susurros y un uso singular de la luz para dar forma a un mundo en penumbras. Si la noche parece eterna es porque la existencia misma de los personajes es un pantano de marginalidad. Un deleite espectral, con sus pasadizos secretos, expectativas y temores. Es cierto, se toma o se deja el cine de Costa.

elcursodelcine

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