Contame que me gusta. Algunas palabras sobre Manuel Puig y el cine.

En 1976 apareció El beso de la mujer araña de Manuel Puig, el punto culminante de su relación con el cine, tal vez el más conmovedor, dado que dos hombres sobreviven en la cárcel a partir de la fantasía de las películas. Uno oficia de pantalla/relator, el otro de espectador/escucha. Publicada durante el comienzo del horror de la dictadura, gira en torno a Luis Molina y Valentín Arregui, encarcelados, separados al principio por pertenecer a universos diferentes (uno homosexual, el otro militante, una distinción posible como férrea en los setenta) y unidos luego por el poder del cine, el miedo y la atracción sexual. Decía Walter Benjamin en sus textos sobre Experiencia y Narración que a los seres humanos nos habían quitado «una capacidad que considerábamos inalienable, algo que era la más incorporada de nuestras seguridades: la capacidad de intercambiar experiencias». Esto es lo que restituye Puig en la novela y lo hace de un modo alucinante, borrando las huellas de un narrador omnisciente, deconstruyendo un paradigma dominante y largando a los personajes a escena, con sus diálogos. Tal procedimiento recupera el placer por la narración oral  y una tradición que viene desde la Antigüedad. Pero el detalle es que gran parte del relato se funda en que Molina cuenta argumentos de películas, varias de ellas de dudoso valor para quienes se refugian en categorizaciones tales como Cine Arte. La operatoria clave pasa por legitimar un saber de raigambre popular, la defensa del cine más allá de lo escolarizado, del buen gusto y de lo ideológico. Por eso, la manera en que Molina narra le debe más a la calle que a las academias. Cuando habla de La marca de la pantera (Cat People), el clásico de Jacques Tourneur de 1942, refiere: «Ahí no hay más nadie, ¿por qué tantos gritos? La otra está como avergonzada, no sabe cómo explicar el miedo que tiene, imaginate cómo le va a decir que ahí se metió una mujer pantera. Y entonces le dice que le pareció que había alguien allí, un animal escondido. Y la conserje la mira como diciendo esta pelotuda qué habla…».

Molina disfruta del cine en lo que tiene de sensualidad, de materialidad icónica y de fantasía. Por ello asume el rol de Sherezade porteña, encara y enfrenta a Valentín, un personaje atormentado por la imposibilidad de conciliar su encierro con el deseo (político como sexual). Puig privilegia el relato de Molina por sobre los discursos de Arregui, incapaz de gozar en principio, atravesado por la racionalidad partidaria. Su cartesianismo le impide entregarse completamente al deleite de la escucha. Es la información versus la experiencia cinematográfica. Puig fue tan grande que, en medio del furor por la literatura como compromiso, introduce la magia del cine como una actualización de las sensaciones extraviadas de la infancia. De allí la necesidad de reconstruir los rostros de la Garbo, de la Hayworth o la Dietrich. Las narraciones de Molina repiten y provocan la diferencia, hacen ver y despliegan un fetichismo propio del que mira allí donde otros buscan significados ocultos.

Este modo de incluir el cine se vincula con la experiencia sufrida como sagrada del mismo Puig, para quien la sala a oscuras siempre representó una forma de evadir un orden pueblerino machista, una ventana al mundo donde la Pampa seca representaba un western de los feos («Villegas era un western al que yo había ido por error»). Si hay una forma de contrarrestar a la opresión, el mejor sustituto será la pantalla grande. Lo curioso en el derrotero artístico del escritor es que la experiencia de fuga será permanente. Pasaron años para que la huida del pueblo supusiera la posibilidad de comenzar a trabajar en el ámbito cinematográfico en Europa e Italia era la cuna de oro, la posibilidad de codearse con los grandes. Sin embargo, allí donde hay autoridad, la reacción es una nueva huida: «El plató es una cosa terrible. Trabajé con De Sica, Charles Vidor, Rene Clement. Como guionista fue peor. Escribía siempre en referencia a películas que había visto, copiaba lo que veía». Varios años después, uno de sus personajes refritaba argumentos de películas que había visto y le habían impresionado, ya cuando Puig era un escritor consumado en esto de reciclar materiales, recontextualizarlos y poner en cuestión las perniciosas barreras entre lo culto y lo popular. Ya lo dice Molina en la novela: el bolero dice un montón de verdades. Y para dejar conforme a los eruditos, cita a Pascal: hay razones del corazón que la razón no entiende.

¿De dónde procede ese gusto por géneros considerados menores? En la fascinación que despiertan, en esa intriga que mantiene en vilo y que pueden ser reconstruidas/transmitidas desde una oralidad que opera como montaje a partir de seleccionar, recortar, omitir, y sobre todo, mentir (o en todo caso, mejorar una verdad). El cine en su vertiente llamada popular está entre ellos.

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