Borges y Tarantino, un solo corazón.

¿Qué es lo que asigna valor a un texto? No es algo intrínseco. La asignación de valor se da a través de la lectura. Borges concibe la práctica artística con la idea de un autor sin obra. Como Pierre Menard, tanto Borges como Tarantino tienen una decisión artística, llaman la atención sobre algo que hasta entonces nadie había advertido; apuntan, señalan, recortan algo de su contexto y lo vuelven visible: descubren. Tarantino fue posible en esa técnica de samplear para (re)descubrir películas, directores, géneros y actores; Borges para (re) leer a Macedonio Fernández, Stevenson, Chesterton y Kafka. Como sostiene en Kafka y sus precursores, son los contemporáneos los que hacen posible el pasado: “El hecho es que cada escritor crea sus precursores” Del mismo modo, se podría pensar que Tarantino crea todas sus referencias, sobre todo aquellas que son invisibles porque pertenecen a zonas vedadas para la industria.

Cuando Borges escribe en 1930 su biografía sobre Evaristo Carriego, poeta de un solo libro publicado, con una corta vida en la que evocó un Palermo idealizado, inaugura su campo de pruebas para construir luego una vida como escritor puramente literaria, sobre todo de los 30 a los 50 donde da forma a lo mejor de su literatura. Del mismo modo, Tarantino arma un dispositivo de citas para que otros se jacten de lo que han filmado; por lo pronto, él lo hará a partir de lo que ha visto.

En 1944, cuando publica Ficciones, ya no hay rastros de envión adolescente. Se trata de relatos atosigados de citas, literatura que nace de literatura, argumentos precisos como relojes, cuentos que parecen enciclopedias en miniaturas y que no escatiman en detalles tan jugosos como al borde de lo inverosímil. Pienso en La muerte y la brújula, en la peculiaridad del personaje que conoce todas las tradiciones judías. Esos libros serán tan relevantes para la trama como el reloj en el culo de Christopher Walken en Pulp Fiction . Tarantino, al igual que Borges, trabaja para buscar momentos que queden en la memoria del espectador más allá de todos los pantanos intertextuales, microrrelatos que son como enciclopedias en miniatura. Es un maestro en el arte de dilatar secuencias. Al igual que Borges, en el corazón de todo ese despliegue de referencias, hay una pasión que no se deja domesticar, una fuerza tenaz que saca chispas de las palabras, en un caso, y de las imágenes del otro.

Esto supone rebatir cierta idea de originalidad. Borges lo llevará hasta las últimas consecuencias en Pierre Menard, autor del Quijote, acerca de un escritor que, luego de completar una larga lista de obras relacionadas con la traducción, encierra un particular propósito: “No quería componer otro Quijote-lo cual es fácil-sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran-palabra por palabra y línea por línea-con las de Miguel de Cervantes.”

El resultado no deja de sorprender, pero constituye otro modo de jugar con la idea de linaje, precursores y originalidad: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)”.¿Cuál será el sentido de esta paradoja? Que Menard enriquece, por desplazamiento y anacronismo, los capítulos del Quijote de Cervantes, los hace menos previsibles, más originales y sorprendentes. Como afirma Sarlo en Borges, un escritor en las orillas: “Borges destruye, por un lado, la idea de identidad fija de un texto; por el otro, la idea de autor. Con el método de Menard no existen las escrituras originales y queda afectado el principio de propiedad de una obra.” Todos los textos son la reescritura de otros textos. Por eso siempre le fascinaron las traducciones, pero con la idea de que son disfraces que recrean constantemente al original.

Esa idea aplicada al cine no obtendría las mismas consideraciones. Hubo un cineasta, Gus Van Sant, capaz de enfrentarse a un desafío semejante. No se trataba de una remake sino de copiar prácticamente plano por plano al clásico de Hitchcock, Psicosis (1960). A propósito de este clásico, Borges lo había calificado con un oxímoron (ese recurso barroco que tanto admiraba); decía que era “linda y terrible” y que se trataba del “único film de terror que inspiraba terror” (¿Habrá visto algún espejo fantasmal en esa relación madre/hijo?)

La versión de 1999 está lejos de Menard, pero vale la pena verla aunque sea como un experimento fallido (Hay evidentemente una fuerza en las imágenes originales que no puede recuperarse más allá de volver a contar la historia con un público diferente. Además, a Borges no le hubiese gustado nada esta versión, dado que apreciaba el clásico de Hitchcock más allá de su aversión a la psicología. Sin embargo, es interesante pensarlo en torno a las remakes como formas de actualizar los clásicos y de potenciar fundamentalmente aspectos que son impensables en otros contextos para justificar las modificaciones.

Pero volviendo a las similitudes que guarda Borges con Quentin, hay un aspecto también crucial que vincula a ambos. En Ficciones Borges disfraza una misma escena original: la de dos hombres que se enfrentan en un combate definitivo, a matar o morir. El enfrentamiento (el cuerpo a cuerpo) puede ser resultado de una fría confabulación de inteligencias, como en La muerte y la brújula, donde un criminal y un detective equitativamente sagaces van adivinándose los pasos hasta encontrarse en una Buenos Aires desfigurada por la pesadilla, o puede ser el saldo de una vieja deuda criolla, como en El fin, donde Borges completa el Martín Fierro de José Hernández con un epílogo sangriento: el gaucho, en la llanura inmóvil, es muerto por el hermano del negro a quien alguna vez mató en el poema. Semejante contienda no puede ser concebida de manera realista dada la trascendencia épica que encierra, aquella en la que morirá un valiente. Por ello Borges introducirá dos signos que son determinantes. El primero, un testigo. “Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco (…) Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo.” Es decir, está la posibilidad de una mirada divina, una especie de primer motor inmóvil capaz de ver solamente a través de esa ventana la escena que definirá el destino de dos hombres.

El segundo signo es un escenario acorde a esas expectativas: la llanura, siempre vista desde la perspectiva de Borges como un espacio que remite a la tragedia griega y cuya carga semántica es metafísica: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.”  En Kill Bill 2 Tarantino consagra un tiempo para mostrarnos también una escena trascendente, de duelo y de destino. Y para ello, también el marco debe ser trascendente: ese jardín de aspecto sobrenatural, bajo la luz de la luna. Alguna vez Leonardo Favio le hizo decir a Moreira, a punto de pechear a la muerte, “con este sol”. Bien podríamos imaginar en los rostros de Bill y de La Novia, a punto de rebanarse, la inscripción “con esta noche”.

En el cine de Tarantino, además de luchar con armas, se lucha con palabras Pero, ¿por qué en ambos siempre hay un duelo? ¿Por qué siempre vuelven a esa lógica de contrapunto? Tal vez porque en esos cruces encuentra el prototipo del momento significativo, ese acontecimiento puntual, decisivo, que define el sentido de una vida de una vez y para siempre. “Cualquier destino, por largo y complicado que sea consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.” (Biografía de Tadeo Isidoro Cruz) En este cuento, Borges despliega un dispositivo de relectura de Martín Fierro, sobre todo en el personaje de Cruz, al que parece darle una vida y otorgarle un destino a partir del momento en que decide acompañar a un valiente. Y esto no reconoce jerarquías: “Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre” Por eso, el epígrafe de Yeats: I’ml ooking for the face I had/Before the world was made.

Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.” (Nótese la reiteración del verbo “comprender”)

Además, establece una crítica a la historia como discurso ya que la biografía como género pertenecía a un modelo que enaltecía las cualidades de un personaje importante. Borges, más que acumular hechos, parece concentrarse en apenas pocos hechos, contrariamente a las expectativas de un lector modelo: “Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda” Este modo de jugar con los géneros del yo, comenzaba en 1930 con la biografía de Evaristo Carriego “mejor buscar su eternidad, sus repeticiones. Sólo una descripción intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo.”

Esta es una idea que también comparte con Tarantino. No hace falta subestimar la capacidad del lector/espectador con información repetida acerca de la Historia, sino apuntar significativamente a torcer el curso de los hechos para evitar las convenciones discursivas en torno a la verdad. De la misma forma que Borges se repliega en la literatura para alterar genealogías y destinos, Tarantino lo hace con el cine (cfr Bastardos sin Gloria y Django) Ambos conciben la patria en la literatura y en el cine (y uno es tan americano, como argentino el otro). Si hay algo que desafían es la verosimilitud en un sentido realista o del artista comprometido con una representación espejo de lo real. Por ello, la necesidad en Borges de evitar el color local, tanto en la literatura como en el cine. Esta aversión por el color local ya se manifiesta en sus tempranas reseñas. Cuando se refiere a Marruecos de Von Sternberg critica “la mera acumulación de comparsas, por los brochazos de excesivo color local y la trabajosa falsificación de una ciudad mora.” Y en El escritor argentino y la tradición (1932) escribirá lo siguiente: “El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”.

Y más adelante (vale la cita, a pesar de su extensión):

«He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de HuckleberryFinn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.”

Tomo dos ejemplos de reseñas donde critica esta cuestión, para llevarlo al plano del cine El objeto en cuestión son dos películas argentinas. La primera de ellas, Los muchachos de antes no usaban gomina (Manuel Romero, 1937), de la cual dice: “es indudablemente uno de los mejores films argentinos que he visto: vale decir, uno de los peores del mundo” Y agrega que los personajes “no existen fuera del color local y temporal” “El héroe, que debería ser emblemático de la antigua virtud” (es decir del orden de lo épico) “es un porteño ya italianado, harto sensible a los bochornosos estímulos de patriotismo apócrifo y del tango sentimental.” (es decir, un hombre común corriente)

 Luego, confiere virtudes a La fuga de Luis Saslavski,1937 no sin antes escribir: “Entrar en un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle. Hago esta confesión liminar para que nadie achaque a turbios sentimientos patrióticos esta vindicación de un film argentino. Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo.”¿Qué es lo que destaca de la película? Su continuidad que “fluye límpidamente como los films americanos” opuestos para Borges a las películas europeas que todos consagran (calificará a La pasión de Juana de Arco de Dreyer como “una mera antología fotográficas”); luego, desoír las tentaciones lacrimosas del argumento.

En su reseña de varios films escrita en el número 3 de Sur en 1931 demuestra su carácter periférico cuando se refiere a City Lightsde Chaplin como una película que “no pasa de una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental.” Ya en La Prensa en 1929 confesaba su admiración por Chaplin en “El cinematógrafo, el biógrafo” y luego en 1933 en Los tres evadidos de la realidad”, al que califica como “el artista más humano de nuestro tiempo”, “el más grande artista del mundo” y “un subversivo”. Aquí no solo está atento otra vez al funcionamiento de la historia, a comprobar su efectividad; en su crítica al supuesto sentimentalismo, le achaca a los medios la aclamación unánime (otro gesto  del Borges crítico, dado que en ese entonces ya se está gestando el concepto de mass media y que luego GuyDebord llamaría “la sociedad del espectáculo”, determinante para legitimar films; para Borges “las masas siempre serán innobles”)

Este carácter reaccionario adquiere otras veces una mirada que excede incluso lo cáustico. En una reseña publicada con el título de Film and Theatre en Sur en 1936, se refiere a un conjunto de películas de las cuales rescata dos y sobre las cinco restantes aclara que “justifican, por no decir reclaman, el incendio del cinematógrafo en que lo den…Esas dos lacras…”

Lo mismo hará con Prisioneros de la tierra de Mario Soffici de 1939, al que califica de muy bueno por evitar la cursilería y poseer buenos momentos como el de “uno de los capangas que mata desde el caballo al mensú de un solo balazo lacónico y ni siquiera vuelve la cabeza para verlo caer” o “la fuga apasionada de la mujer por la temblorosa noche del monte.”

Lo llamativo es el desdén por los aspectos técnicos “Las fotografías admirables.”

Borges y Tarantino, un solo corazón. Ambos construyen su obra a partir de citas y referencias constantes, difunden una interioridad del lenguaje que utilizan. La diferencia es que uno lo hace con falsa modestia y el otro con pasión desmedida. Ambos exaltaron la dimensión física del acto de leer/ver, escribir/filmar, con una atención escrupulosa a los detalles. De ahí el fetichismo de tocar, de comerse con la mirada los objetos que aman (Ver escena en Kill Bill con las espadas, la manera en que La Novia las mira, las toca,  y cualquier alusión de Borges a los libros)

Al respecto dirá Borges: “Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras doradas de las ediciones Garnier (…) Después un amigo me consiguió la edición publicada por Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas y las mismas erratas; todas estas cosas son para mí el libro, lo que yo considero el verdadero Quijote.” Tarantino es un acérrimo defensor del celuloide; cabe preguntarse cómo habría aguantado Borges la era digital de los libros electrónicos.

En ese mismo texto de El escritor argentino y la tradición refiere: “Ya he declarado que la finalidad permanente de la literatura es la presentación de destinos”; y esos destinos se juegan en un momento.

Puede ser un momento arbitrario y perplejo, incluso insensato (como el de Dahlman, que nunca tuvo un cuchillo en la mano, sale a pelear en la llanura, pero apenas despierta, su carácter caprichoso se vuelve una fatalidad y el acontecimiento se impone como un destino) Siempre el encuentro con el otro da un orden donde había caos, confiere plenitud a una vida vacía, reorganiza el pasado. En este sentido, el duelo es un acontecimiento peculiar, singulariza una vida.

Otra coincidencia es que ambos eliden en sus primeras grandes historias el hecho principal. Y en Kill Bill 2 como en El sur, es un umbral dentro del mundo, un hecho fuera de tiempo, una suspensión del mundo. En Borges es como el chip de la ficción, el ADN, su huella digital. Es el modelo mismo de la ficción, un éxtasis.

(Nota: todas estas conjeturas están extraídas en su mayoría de un Taller que dicté sobre Borges y el cine, además de utilizar varias fuentes, entre ellas, el notable libro de Edgardo Coarinsky, Borges y el cinematográfo.)

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