Carl Theodor Dreyer vuelve una y otra vez como un fantasma noble. ¿Será esta condición espectral producto de la soledad en que transcurrió la recepción de sus películas, sobre todo aquellas que parecen eclipsadas frente al temible rótulo de obras maestras que reciben otras? Lo cierto es que Dreyer, ese danés de rigurosa educación luterana, vuelve siempre, despojado de la seriedad que le han conferido los académicos. Y de vez en cuando susurra en sueños cosas como “no me tomes tan en serio”. Yo le respondo (también en sueños), “pero La pasión de Juana de Arco, Vampyr, Ordet, Gertrud…ah, y Páginas del diario de Satán, ese monumento fílmico, un poco calcado Intolerancia de Griffith, es cierto, pero qué película”. Dreyer se ríe y me dice, “Satán, claro, ese sí que vende, pero es hora de empezar a proteger a mis admiradores incondicionales” (esta frase la leí o la escuché en algún lado). Entonces, me quedé pensando en el sueño y en la visita de Dreyer. Y me puse a (re)ver las otras películas, las que permanecen al lado y me (re)encontré con La mujer del párroco (Prästänkan), que es del mismo año que la del Diablo y sus maldades a través de la historia. Confieso que su ligereza y su desenfado me pudieron más que la ambición de ese arte mayor que la literatura sobre Dreyer ha destacado insistentemente. Sí, créase o no, el maestro del cine trágico, el gran danés ascético (he aquí esa palabra clave y baúl), es también divertido y puede reírse de las imposiciones religiosas desde un lugar vinculado con la comedia, que no vende como el diablo, pero que tiene sus armas bien ganadas.
Realizada en Suecia en 1920, gira en torno a un imperativo disparatado. Un hombre llega a una parroquia campestre del siglo XVII a ocupar el puesto que ha quedado vacante. El tipo viene con su esposa, pero se encuentra con una dificultad: por tradición se le exige que se case con la viuda del anterior, una mujer mayor que ya va por el cuarto marido. Este disparador, que hubiera leído con delicia Moliere, le sirve a Dreyer para mostrar su costado juguetón, con las dosis suficientes de humor para ridiculizar los comportamientos más dogmáticos de la Iglesia. El lirismo bucólico de los paisajes no le impide recurrir a la risa como espacio de liberación (curiosamente, varios se han referido a esto despectivamente como grotesco), y si bien aparecen la maestría de los primeros planos, la rigurosidad de los encuadres y una serie de procedimientos que no vale la pena repetir, lo que sobresale es la modestia y el cambio de registro genérico, con un protagonista más bien pícaro, políticamente incorrecto, cuya antirreligiosidad anticipa a los climas de La saga de Gosta de Berling (1924) de Mauritz Stiller, otro loco suelto por ahí que pide atención.

El conflicto entre las creencias colectivas y el deseo individual permite introducir un juego de apertura (bucólica) que se cierra progresiva y melancólicamente con una misma escena a medida que los enredos se acomodan. Pero no quiero dejar de señalar un hecho relevante, a saber, que la espectacularidad de otras películas del director cede ante un intimismo más dinámico, más vivo, a base de un montaje donde la alternancia y la dilación de situaciones encuentran un equilibrio perfecto. Y si bien Dreyer se da el gusto de fagocitar a escritores y pintores para dar forma plástica y narrativa a La mujer del párroco, ya en 1920 comienza a delinear un trabajo de individuación, un potencial latente que explotará en sus títulos posteriores más conocidos. En este sentido, la principal marca de la película es su aparente modestia, un disfraz posible para reírse del matrimonio y de lo clerical allí donde el mismo Dreyer incurriría más tarde en la tragedia.

Esta noche puede volver Dreyer, a ver qué me manda a ver.