Un poco de cine francés

Tres recuerdos de mi juventud (2015) de Arnaud Desplechin

La indiferencia, cuando le gana a la curiosidad, es un tema. Es un problema que uno debe asumir, sin duda, pero hacerlo pensamiento no está mal. Tres recuerdos de mi juventud es una película a base de flashbacks, elegante, bien filmada, se podría decir, sin ánimo de ofender, a la francesa. Pero no a la francesa según la Nouvelle Vague, sino a la manera de una generación posterior de cineastas que han tomado como referencia a la juventud a partir de una remembranza más bien académica, conservadora, tal vez rescatando el lema de que la verdadera revolución de ese país la sostuvieron los burgueses.  La narración motivada por el recuerdo de Paul (Mathieu Amalric) abarca momentos de lograda intensidad, de espontaneidad marcada por el despertar juvenil. Tiene la virtud de conferirle al personaje, más allá de los problemas que afronta (en la familia, en el amor y en la amistad), un tono que nunca es lastimoso. En todo caso, la visión sobre la vida es lógica: nada es tan terrible ni tan idílico (por lo menos en la visión de un francés).  La cámara de Desplechin se encarga en todo momento de resaltar la belleza de los jóvenes y en especial la fotogenia de Esther, una musa que remite a los mejores momentos de la Nouvelle Vague. El montaje de la película se encarga de pasarnos por zonas de ensoñación; es el efecto de una ola. Uno surfea entre el drama y la comedia, con referencias a la Odisea, entre los numerosos signos de intertextualidad, de manera tal que nos reconozcamos en una especie de viaje. En este sentido, Esther es como Penélope, la mujer deseada por todos los amigos mientras Paul no está en la ciudad. Esta cuestión de la fidelidad, despojada al principio de tormento, se transforma progresivamente en un nubarrón inconsciente para el Paul adulto. Uno disfruta del estilo clásico del director. El problema es tal vez  la solemnidad que resiente la frescura de varias imágenes y situaciones narradas, además del peso que significa la sobrevaluación de la nostalgia. Todos los movimientos del protagonista expresados inteligentemente con los flashbacks, no dejan de ser una especie de Forrest Gump según la mirada cuidadosa de un director importante. El prestigio que el establishment crítico y de festivales importantes les otorga a realizadores como Desplechin habla también del estado de ciertos países con tradición cinéfila.  El oficio no es siempre sinónimo de personalidad.

Tres hermanos, tres destinos (2010) de Rachid Bouchareb

La película de Rachid Bouchareb (no me atrevo a mencionar la traducción local del título) generó controversias en el último Festival de Cannes y es candidata al Oscar. Estos datos perecen lógicos si uno se detiene en la extraña fusión que hace el director entre el marco político al que alude y los códigos genéricos del cine negro de gánsters. Tal osadía se queda a mitad de camino.

Tenemos, por un lado, un conflicto (la represión francesa contra argelinos independentistas), muchas veces transitado desde la ficción y el documental, como fondo para contar la historia de tres hermanos, desde 1925, donde son echados de su tierra junto a sus padres, hasta 1962, fecha de la independencia de Argelia. En este sentido, no se aporta nada nuevo y en todo caso se incurre en una dudosa ambigüedad a la hora de referir los hechos donde se pasa fácilmente de la manipulación de datos hasta la declamación didáctica de frases hechas y poco sutiles (“La revolución es una máquina excavadora”), o de una postura ideológica fuerte acerca de ciertos ideales (el sentido de matar por una causa) que deriva en un sentimentalismo redentor innecesario. En efecto, durante el desarrollo de la historia, se insertan algunas escenas que pretenden instalar dilemas éticos en los personajes/hermanos (ser un revolucionario o un rufián, la causa o la familia, matar o perdonar) que progresivamente se diluye y cede el lugar al sacrificio individual como causa del triunfo colectivo, es decir, una especie de mesianismo barato, claramente identificado con ciertos cánones industriales cuyos protagonistas son héroes indiscutibles. En este punto, lamentablemente, Bouchareb no se juega por una línea argumentativa respecto de la Historia y se resigna a concesiones.

Por otro lado, es evidente que la candidatura al Oscar deviene por la forma que elige para narrar a partir de los códigos del cine negro de gánsters. Luego de un comienzo acelerado donde se suceden rápidamente las fechas como excusa (un tanto forzada) para introducir los destinos cruzados de los tres hermanos, se inicia un periplo que remite (vorazmente) a momentos de El padrino, Los intocables (hay escenas casi calcadas) pasando por los clásicos de los años treinta, con sus rasgos característicos: ascenso y caída de los personajes, afán de poder y trascendencia (sea para crear un frente revolucionario como para crecer como rufián), abundante dosis de violencia, la conexión con la tragedia en su inevitable destino fatal y el coqueteo constante con la idea de familia como justificación para ser mafioso. Bouchareb traslada estos códigos, los incorpora en una estética noir y pretende conformar con un relato fácil de identificar con el espectador para disimular la pobreza de la resolución de los planteos políticos que había insinuado (la posibilidad de problematizar los métodos utilizados para sostener una causa, ya sea, reprimir a mansalva desde el aparato estatal o asesinar a un compañero revolucionario por comprar una heladera con los fondos del movimiento sin aceptar su arrepentimiento). En este sentido, no evita inscribirse en una serie de filmes controvertidos que despiertan más reacciones por sus supuestos ideológicos que por sus logros estéticos, lejos de otros que, sin cacarear, logran tensionar lo estético y lo político de una manera más productiva. Las imágenes de archivo musicalizadas al final, como corolario del destino de uno de los hermanos argelinos, son una muestra de esa tradición lacrimosa.

Fuera de Satán (2011) de Bruno Dumont

Hay un doble movimiento que se puede rastrear en la corta, hasta el momento, filmografía de Dumont.  Por un lado, la lectura de la tradición autoral en la que parecen inscribirse sus películas. Más allá de ciertas referencias a la poética de Dreyer, cada plano de Hors Satan  recuerda a Robert Bresson y vuelve a ratificar su estilo despojado, de distanciamiento pero con una estética cuidada y de búsqueda constante.  Esa explotación de la materia sonora que reemplaza a todo indicio de emoción inducida por la música, a la vez que evita cualquier aprehensión de sentido dictada por mecanismos narrativos convencionales, es la forma que tiene el director de revitalizar la obra del maestro francés. No obstante, en un segundo movimiento, está su gesto (no exento de provocación) a través del cual se manifiesta un punto de vista sobre las posibilidades del cine, sobre su alcance y su estado dentro del complejo mapa contemporáneo. Desde esta perspectiva, se instala una política estética que rechaza algunos principios tranquilizadores y estables, fácilmente reconocibles dentro de la industria del entretenimiento. En primer lugar, el desconcierto por no hallarse el espectador en un lugar referencialmente seguro (¿qué estamos viendo?, ¿dónde sucede esto?, ¿quiénes son estos personajes?) Como hiciera antes en La humanidad, coloca contadas criaturas a deambular por una geografía inmensa, natural, donde no pareciera haber más ley que el instinto. La indeterminación espacial es un signo político; el hecho de correrse de la capital parisina, de la urbe, para indagar en otras fronteras, con personajes al borde de la civilización (o por fuera de ella), habla de zonas que mediáticamente no se ven ni se venden como parte del paraíso europeo.  Tal representación del mundo posibilita que su protagonista, un hombre extraño capaz de matar pero de hacer milagros, junto con su mejor amiga, decidan qué hacer según las circunstancias, alejados de convenciones éticas y morales establecidas. Dumont explora sus rostros, apuesta a los silencios e inserta lo religioso como una duda, como parte de un ascetismo que se resiste a cualquier interpretación alegórica. Por ello, la ausencia de ángeles, campanas o haces refulgentes tal vez no sea un estímulo viable para una platea muda al final de la película que no concibe el placer más allá de entenderlo a partir de lo inmediato. La puesta en escena enmarcada en esos escenarios bajo luz natural, con rostros “vivos”, sin maquillaje, habla de una radicalidad que, además, tiene su fundamento en el tiempo. La duración de cada plano, la reacción contra la supuesta comodidad del espectador sedada con explosiones audiovisuales, es otra forma de provocación que da cuenta de un síntoma en parte del cine contemporáneo y que alude a la espera, a una forma de educar la paciencia para invitarnos a mirar (y retener). Por ello, la visión del cineasta Dumont invita, en todo caso, a recuperar un modelo de espectador capaz de entregarse nuevamente a la maravillosa ambigüedad que es capaz de entregar el cine (aunque ello ponga en vilo su principio de placer).

Madame Hyde (2017) de SergeBozon

La película de Bozon (muy libremente inspirada en el clásico de Stevenson) es una pavada fina. Lo primero que llama la atención es que no se define ni se juega  como una comedia. Solo de este modo hubiera podido concebirse el trazo grueso de sus planteos y las caracterizaciones estereotipadas de sus personajes. Huppert es una profesora ridículamente llamada Géquil (qué guiño más boludo) que no da pie con bola con sus alumnos. En este cuadro de obviedades, el noventa por ciento de ellos es insoportable, irrespetuoso e incorregible. Bozon no escatima en trazar lugares comunes y entonces dilata una rutina entre hogar y escuela que se transforma en un martirio para la protagonista, eso sí, para demostrar que es francés y que sabe de cine, acude a encuadres prolijos y vistosos y trabaja una paleta de colores acordes a la frialdad de la señora Géquil. Hasta que se produce un hecho ridículo (no me atrevo a llamarlo insólito, palabra que pondría a la película en otro escalón): en medio de un experimento, un rayo afecta el cuerpo de la profesora y a partir de ese momento su fachada radioactiva le permitirá sacar su lado oculto. Posiblemente, esa casta de críticos que encuentra (y le gusta) mensajes ocultos sobre la cuestión humana hablará de las dificultades por transmitir conocimiento, o de los cambios que se producen en el ser humano, y otras cosas por el estilo. Yo les recomiendo que escuchen la canción de Woody en ToyStory sobre sus cambios, más sana y divertida.

elcursodelcine

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