La mirada espermatozoidea. El extraño vicio del señor Martino.

En un anaquel poco transitado del cine italiano se guardan cinco joyas emparentadas con el giallo, filmadas entre los años 1971 y 1974, cuyo estilo manierista conjugaba procedimientos que cineastas como Mario Bava habían legado. Se trata de las películas de Sergio Martino (Roma, 1938), cuya vasta filmografía incluye una llamativa variedad genérica –interesante, entre otros factores, porque se da en el contexto de una importante renovación del cine italiano– que ciernen una obra despareja, caótica, pero muy estimulante.

Cuando en 1971 aparece Lo strano vizio della Signora Wardh(El extraño vicio de la señora Wardh) está claro que la representación del asesinato implicará una ruptura respecto a la tradición clásica del cine de terror. Mientras suena una música atonal, vemos un auto circulando en busca de prostitutas. Cuando una de ellas sube, el interior del vehículo se transforma en una pesadilla en la que reina la fragmentación; una serie de planos detalle se suceden caóticamente dejando en claro tres cosas: el brillo de la navaja, el rostro aterrorizado de la víctima y la sangre sobre el vidrio. Una ostentación de artificio. Esta puesta en escena comienza a delinear las reglas del giallo según el realizador romano. Luego de un fundido a negro, se lee un epígrafe de Freud:

El hecho de que un mandamiento nos diga no matar nos hace conscientes de que somos descendientes de una generación interminable de asesinos que llevan en la sangre el amor por  asesinar. Y probablemente aún esté en nosotros.

La cita no solo postula una lógica criminal ligada a la condición humana sino que establece, además, una conexión con el psicoanálisis, disciplina con la que Martino coqueteará sin que ello perjudique el potencial terrorífico de sus films. Esta doble dirección es la que explora la película. Por un lado, un maniaco sexual que atormenta a las mujeres en Viena; por otro, una esposa aburrida, Julie Ward (Edwige Fenech), que reprime su deseo sexual y es atormentada por el recuerdo de una relación sadomasoquista con su ex pareja. La conjunción del goce y el dolor quedará evidenciada en las pesadillas recurrentes que tiene la mujer, casada ahora con el empresario Neil (Alberto de Mendoza). En una de ellas, Julie es arrastrada por Jean (Ivan Rassimov) hasta un parque de hojas secas, inundado por una copiosa lluvia que cae mientras él la golpea. El abuso concluye en la consumación de la satisfacción.

Si alguna vez le habían chantado a Truffaut que no podía existir poesía en un policial y él les tiró por la cabeza Tirez sur le pianiste (Disparen sobre el pianista, 1960), realizadores como Martino nos regalarán otra certeza: un sueño puede ser horrible y hermoso al mismo tiempo. La caminata por un parque con hojas secas previa a un asesinato encierra un halo de extraña belleza, una curiosa estampa de nostalgia por aquello que va a perderse. Más adelante, ante la extorsión del asesino, una amiga de Julie se ofrecerá para llevar el dinero a un lugar idílico: un hermoso jardín retratado mediante planos generales, cuya profundidad de campo destaca la vulnerabilidad de la futura víctima. El clima otoñal de la primera sección de la escena, de resonancias poéticas, cede progresivamente el terreno a una caminata en la que el miedo nos rodea. La secuencia se dilata (con engaños incluidos en torno al punto de vista que asumimos como espectadores) y concluye en un crimen que, por la rapidez con la que se consuma, nos recuerda inevitablemente a la figura del eyaculador precoz. La puesta en escena no se ordena desde la perfección arquitectónica, sino a través de un sentido del azar, concibiendo lo arbitrario y lo inesperado como motores creativos desaforados. En reiteradas oportunidades, la manera en que se articulan los planos evidencia un impulso lunático que se mimetiza con el asesino que acecha; conducta que, además, deriva en uno de los puntos fuertes del género: la esquizofrenia del punto de vista. La variación constante de angulaciones de cámara, que produce un nerviosismo vinculado a la multiplicidad de miradas, es el mecanismo expresivo a través del cual Martino promueve la irrupción del caos en el falso orden de lo cotidiano. Los encuadres confirman inmediatamente el engaño: creemos ver desde el punto de vista de alguien que acecha pero en el plano siguiente notamos que es una ilusión. Este entramado de engaños será decisivo, ya que rompe con la idea de un único asesino, muchos años antes que otras películas -más famosas- hicieran gala de ello.

(El texto es parte del capítulo incluido en el libro de reciente publicación Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano Ed. Rutemberg, 2019.)

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