La muerte de un perro (Uruguay / Argentina / Francia – 2020), de Matías Ganz

El propósito estético de la película de Matías Ganz puede encontrarse en la primera secuencia. Imágenes ralentizadas y musicalizadas donde vemos a un perro jugar por un parque. La situación idílica se diluye progresivamente para dar paso a una pelea entre canes por un objeto. Inmediatamente, descendemos al primerísimo primer plano de un sorete en el pasto. Y para remate, la señora que ha recogido los excrementos pasea con su animalito, mientras retrocede al ver a una joven sacando restos para comer de un contenedor.

Se trata del primer indicio de descenso a los infiernos de una pareja de burgueses abúlicos, miedosos y rutinarios, que dialogan por las noches con protectores bucales y ocupan su tiempo existiendo, solo eso. Si no fuera porque el tono general del filme está signado por brochazos sutiles de humor y por un laconismo que tanto le debe a la tradición de las ficciones uruguayas de las últimas décadas, podría haber sido una historia más donde prevalecen el esquematismo y una angustia empaquetada. Y si bien, por momentos, se cae en la desgracia de que sobran encuadres cuando faltan ideas dramáticas, o se confunden los tiempos muertos con escenas sin vida, el equilibrio retoma su cauce a partir de un distanciamiento que posibilita el ingreso del absurdo.

El matrimonio en cuestión es el de Mario y Silvia. Él es veterinario y un ejercicio de mala praxis le provoca la muerte a una perra. Entonces, Mario saca a relucir un aspecto de su condición criminal, deshacerse lo antes posible del cadáver. Para ello, convence a una de las dueñas para cremarlo rápidamente. En la casa, Silvia pasa el tiempo leyendo y se muestra obsesionada con Guadalupe, la mucama, porque cree que le roba. Las dos obsesiones irán in crescendo y los meterá en complicaciones progresivamente. A Mario lo acusan de maltratar a los animales en frente del negocio y Silvia continúa alimentando su paranoia. Para colmo, un día encuentran su casa revuelta a causa de un robo, hecho que los lleva a parar temporalmente en lo de su hija y de su yerno, donde también trabaja Guadalupe.

Los mejores pasajes de la película hay que buscarlos en su filiación genérica con la comedia negra. Vista desde esa óptica, acaso se suspendan los juicios críticos en torno al modo en que se construyen las tensiones sociales y a cierto maniqueísmo. La demora como resorte expresivo para dar cuenta de las decisiones y de los vínculos entre los personajes apunta a poner ese mundo desangelado de pátina azulada patas arriba. No se trata del desprecio característico de gran parte del cine contemporáneo cuya mirada se erige desde el altar, sino de explorar actitudes patéticas desde una lógica criminal cuyas columnas se construyen en una sociedad donde predomina un abismo entre clases. Mientras tanto, mientras los humanos se comportan instintivamente, los animales nos interpelan. Allí está Axel, el perro de la hija, el testigo de las barbaridades que cometen Mario y Silvia, quienes se protegen y se encubren en sus locuras. Para él también habrá un plan.

Si la película no cae en un barranco es por la habilidad de su director a la hora de introducir aristas para que no nos tomemos en serio semejante disparate. Se supone que deja traslucir quiénes son las víctimas de todo esto, sin embargo, no condena a sus protagonistas, no hace falta. Eso corre por cuenta nuestra. Lo que busca la película es esa sonrisa que aparece sin que sepamos bien por qué, tal vez para desafiarnos a indagar nuestros propios instintos.

(Publicado originalmente en CineramaPlus)

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