35 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA

Shiva Baby, de Emma Seligman

El perfil de la joven protagonista de esta comedia negra es visible en muchas películas contemporáneas, a saber, sale con hombres más grandes, mantiene vínculos problemáticos con su familia, el entorno se le hace insoportable y está en busca de su sexualidad. La nota diferencial es que el derrotero (a priori dramático) se perfila para el terreno del humor, en una historia con matices opresivos, filmada para generar asfixia y en un mismo espacio dramático, un funeral judío.

El punto de vista, excesivamente enfatizado por una cámara omnipresente, construye un mundo, el de los adultos, de apariencias y obligaciones, y con todos los condimentos necesarios para que quede claro aquello que apesta a los adolescentes: intromisiones familiares, reglas de cortesía y fervor religioso. Mientras ella quiere desarrollar una carrera universitaria bajo la impronta feminista, los consejos sobre lo que debería ser llueven por los cuatro costados. Mientras tanto, Danielle reacciona como puede, porque además del estorbo de gente que apenas conoce, están las dos versiones de su amor: su sugar daddy y una amiga del barrio. Frente a la imposibilidad de reaccionar con la racionalidad que los otros demandan, ella navega por el lugar, amontona comida en un plato para luego devolverla a la mesa, mira para todos lados con expectación y transmite un ahogo que compartiremos. La supuesta felicidad de los demás, con sus poses, frases y rituales, es percibida por una visión que deforma y que pareciera buscar la implosión interna. Uno adivina que el estallido se puede producir en cualquier momento.

Ahora bien, si esa tensión y algunas escenas de humor funcionan bien, hay que decir también que es una película que no pasa del plano medio y cuya duración acaso dé la impresión de un sketch estirado, trabajado para un horizonte de dos palabras que resumen la desorientación generacional.

En la frontera, de José Celestino Campusano

El cine de Campusano sigue siendo una interesante alternativa frente a la abulia y a la repetición imperante en los festivales. Cuerpos, voces, ambientes creíbles, evidencian una intuición y una vitalidad que son más estimulantes que recitados y otras neurosis narcisistas. Sin embargo, si los demás emulan fórmulas y repiten procedimientos que se venden bien en la opinión generalizada, Campusano comienza a repetirse lamentablemente en sus defectos. En la frontera se centra en Vero, una joven separada que dirige con su hermano una obra en construcción. Hay que decir que Abel, el hombre en cuestión, es otro de los hallazgos habituales del director. Sin embargo, en todo el proceso emocional de Vero y de su íntima transformación, el guión evidencia una acumulación de temas torpemente desarrollados, varias dosis de diálogos/bajadas de línea y escenas dramáticas que provocan risa. Como si hubiera un imperativo discursivo que obligara a hablar de todo en poco tiempo, el resultado se ve notablemente afectado, con tramas a mitad de camino, personajes sin conclusión en el desarrollo y apenas algunas dosis de humor para compensar. Sí cabe destacar, nobleza obliga, que siempre dos o tres pinceladas documentales dicen más de los espacios urbanos o la periferia que el ochenta por ciento del cine argentino. Una pena.

Atarrebi et Mikelatis, de Eugene Green

La nueva película de Eugene Green es la adaptación de una leyenda vasca hablada en euskera. Si en términos generales, el cine del director propone mecanismos de distanciamiento (son habituales, por ejemplo, la frontalidad de los planos/contraplanos en los diálogos y el estiramiento temporal de dichos intercambios), la cuestión lingüística aumenta más ese enrarecimiento característico de sus imágenes, porque amplifica el efecto desde el sonido, ya sea fonéticamente como en las lacónicas sentencias que intercambian los personajes. En esta oportunidad, la cosmovisión mítica de una comunidad se funde con signos propios del imaginario contemporáneo. El título alude a los dos hijos de la diosa Mari. Es de este modo que podemos hallar un diablo que escucha rap y goza de un semblante juvenil, y dos hermanos que son educados por él a partir del deseo de una madre que se los sirve en bandeja. El drama surgirá cuando uno de ellos elija volver al mundo. En el mundo, se une a un monasterio, deseoso de encontrar la luz de Dios. Pero aquí está el problema: como el Padre Superior  explica, debido a los oscuros poderes sobrenaturales de su madre, Atarrabi (literalmente) no proyecta ninguna sombra. Y por eso no se le permite convertirse en monje. Todo lo que quiere es subir una escalera al cielo, pero el destino le ha negado el acceso a la luz de Dios.

Y es el Diablo quien logra retener su sombra. La representación del personaje luciferino, en medio de todo este baño de estilización, es graciosa, en tanto y en cuanto regentea el infierno como si fuera una empresa. A esta virtud, se pueden sumar un par de escenas antológicas por la belleza que transmiten: la radiante joven del pueblo que quiere casarse con Atarrebi, caminando por una carretera al anochecer mientras la música de una danza medieval cuadrada se mantiene detrás de ellos, o el modo en que un buitre blanco, cerca del final, asoma su pico hacia un cadáver expuesto. No obstante, con una intencionalidad satírica y un trabajo formal sustentado en una variada paleta de colores, Green propone una historia por momentos desangelada y en otros (sobre todo en el infierno, que siempre será encantador en pantalla) más divertida, aunque excedida frecuentemente en el alejamiento emocional.

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