Supongamos que Nueva York es una ciudad (Martin Scorsese, 2021)

En un momento de El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), Jordan Belfort escucha los cargos que se le imputan. La magistrada, una mujer entrada en años, es Fran Lebowitz. Es el cameo de una amiga de la casa. La escritora de comentarios agudos, ya había compartido con Scorsese un espacio en el documental Public Speaking (2010) y ahora es la protagonista de Supongamos que Nueva York es una ciudad, la miniserie en siete episodios de media hora, una nueva incursión del realizador en Netflix.

Lo primero es el personaje. Scorsese parece tener en claro que Lebowitz lo es, no solo en presencia física (con su habitual modo masculino de vestirse, su tono de voz, su particular manera de caminar y los tics propios de alguien que se vende como un bicho urbano fóbico), sino por un particular sentido del humor que encuentra en el director a su principal interlocutor, el que más festeja las largas diatribas discursivas de la escritora y comediante. El primer reparo que se puede hacerle a cada emisión es que no todas las reflexiones brillan y varias son bastante básicas en los planteos. Sin embargo, la risa de Scorsese es contagiosa y se transforma en otra gran protagonista. Cada episodio se sostiene a partir de un disparador (hábitos, dinero, arquitectura, música, películas, etc), una excusa para que Lebowitz despliegue una cadena de palabras donde es posible hallar perlitas, filosos análisis, pero también un cierto dejo de nostalgia gastada por una ciudad que ya no es lo que era. Hay algo en ese tono, muchas veces peyorativo, que nace de las entrañas de los años setenta. Lebowitz transitó de muy joven una época en que el objetivo principal de varios intelectuales eran actitudes culturales de corte irruptivo. Era la figura atípica de los inconformistas, capaz de codearse con la factoría Warhol y provocar con sus escritos una mirada ácida sobre la sociedad americana. En este sentido, tocaría un punto sensible en una época de solipsismo nacional definido por el Watergate y las terapias. Tom Wolfe escribía en su artículo para la revista New York: “El nuevo sueño alquímico es: cambiar la personalidad, rehacer, remodelar, elevar y pulir el propio yo (…) y observarlo, estudiarlo y mimarlo. (¡Yo!)”. Así estaban las cosas y así parecen rebotar en el presente enunciativo de la escritora, por momentos, replicando la pose de Woody Allen, el bufón de una década egocéntrica.

Luego, obviamente, está la ciudad, una pasión compartida con Marty, vista y analizada como un prisma, abordada desde diversos puntos de referencia. Las caminatas de Lebowitz se transforman en rituales obsesivos y son generalmente un modo de constatación de lo que fue y no volverá a ser. La actualidad de Nueva York en relación a los años setenta es similar al estatuto de una imagen cinematográfica de una película de Scorsese comparada con cualquier plano adulterado informáticamente de El irlandés (2019). Hay siempre un encanto, claro, pero la realidad de grafitis, de bares llenos de humo, librerías e intervenciones culturales se ha transformado en un paraíso plástico de luces y fuegos artificiales donde se impusieron las cadenas de consumo salvaje. De eso también dan cuenta los diálogos. No obstante, existe un tercer elemento, impensable tal vez cuando se inició el proyecto: la Nueva York de la pandemia. En varios tramos, la conversación se traslada a un enorme espacio ocupado por una maqueta de la ciudad donde Fran transita con los pies protegidos y recorre los diminutos lugares replicados.

Despareja en cuanto al interés que despierta, la serie incluye también fragmentos de películas diversas y contiene material de archivo muy valioso como desopilante. Por ejemplo, una aparición desquiciada de Charles Mingus con una escopeta porque había sufrido un robo reciente por parte de alguien de su entorno familiar: el genio musical devenido en un sujeto bárbaro de estirpe americana. Este tipo de segmentos, al igual que otras declaraciones de Lebowitz sobre feminismo, maternidad, costumbres, escándalos sexuales en la industria del cine y otras yerbas, es lo más políticamente incorrecto que Netflix haya permitido mostrar (un antídoto perfecto para el veneno que despliega Spike Lee en sus intervenciones) en un formato que, en términos generales, es liviano, simpático, inofensivo y agradable para pasar un rato, pero que dependerá inevitablemente del grado de empatía con el personaje en cuestión.

(Publicada previamente en CineramaPlus)

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