Entre la poesía, la vitalidad y la amargura. Películas que se ven a cuentagotas

It Was the Month of May, de Marlen Khutsiev (1970)

La oportunidad de ver en fílmico esta película de 1970 no es un dato menor y si encima es buena, el premio es doble. La cuestión de representar los momentos inmediatos a la finalización de la guerra (la segunda en este caso) puede rastrearse en la historia con diferentes resultados. Khutsiev se concentra en un grupo de soldados comandados por un joven teniente en territorio alemán. El comienzo es potente, ruidoso, apabullante. Una sucesión de imágenes documentales de bombardeos y destrucción despabilan por el horror que generan y la fuerza que adquieren en pantalla. El contraste es inmediato cuando cesan los ruidos y el teniente despierta en casa de los alemanes que lo hospedan. A partir de este momento, se recrea la sensación de incertidumbre y de encierro en ese apacible lugar. El interrogante sobre qué hacer después del combate es puesto en escena por Khutsiev a partir de una rutina cuyo horizonte de expectativas está abierto a diversas posibilidades. Su mirada no es académica ni necesariamente épica. Están las canciones que los soldados escuchan pero son los cuerpos en tránsito, recluidos a la espera de una orden, los que transmiten el agobiante transcurrir del tiempo. El quiebre se produce con un cambio de espacio dramático cuando en una salida descubren los lugares de exterminio nazi y lo que ha quedado de ellos. El recorrido es fantasmal. Es impresionante la forma en que se trabaja ese lapso donde son los restos y los silencios de los hombres horrorizados  los que hablan por sí solos. Los planos generales con paisajes neblinosos funcionan como adecuados para transmitir el marco espectral. Esta idea aparece reforzada en el tercer tramo de la película cuando comienzan a aparecer los judíos sobrevivientes y el lugar adquiere un nuevo matiz de significado. Lamentablemente (y aparenta ser una constante) hay una coda que resiente todo lo anterior cuando vemos imágenes de los campos de concentración en la actualidad, funcionando como centros turísticos, un recurso innecesario.

Cemetery of Splendour,  de Apichatpong Weerasethakul  (2015) 

Rodada en su pueblo natal, la historia (si es que cabe el término en un sentido convencional) transcurre dentro de un espacio principalmente, un hospital. Allí permanecen soldados  que, a causa de una enigmática enfermedad, permanecen dormidos. La relación entre ese estado y el ritmo que mantiene la película no es casual. El lento transcurrir y las hermosas imágenes que nos regala Apichatpong generan un estado de calma y de alucinación que nos interna progresivamente en la atmósfera fantástica del film. De hecho, hay un momento hacia la mitad donde se produce un quiebre (imperceptible, sin golpes dramáticos) y entonces la pantalla se transforma en un lienzo donde desfilan cambios cromáticos. El efecto es quimérico. Los tubos fluorescentes que rodean cada cama modifican sus colores. Se trata de una especie de terapia basada en la luz. Es un momento único y maravilloso que solo puede ofrecer el cine (en una sala).

Pero no solo es la paradoja de encontrar delicadeza en un ámbito donde reina la enfermedad. Existen signos que mantienen la expectativa sobre alguna amenaza latente, pero siempre en el borde. Y luego están las mujeres, una presencia recurrente en sus películas. Una de ellas lleva muletas; la otra es una médium. Las une la solidaridad para con los hombres y una amistad que crecerá emocionalmente. Los susurros con los que hablan constituyen un elemento material más de la sensible banda sonora. La espiritualidad de Apichatpong Weerasethakul , lejos de la chantada y del realismo mágico vendible por estas tierras, se trasmite en carne y no deja de ser una experiencia sensorial única.

Dead Ears, de Linas Mikuta, 2016

Estamos acostumbrados a hablar del aislamiento en las grandes ciudades, con lugares comunes y variadas metáforas. Que el crecimiento demográfico, que la alienación, que la proliferación tecnológica, son algunos de los aullidos proferidos dentro del quejoso universo verbal en el que permanecemos. Y de vez en cuando, la nobleza del género documental nos sacude, nos despabila para extender la mirada más allá del ombligo urbano capitalino.

Dead Ears nos lleva bien lejos, más allá de lo que entendemos por civilización, a un distante campo de Europa del Este. Allí pasan los días (que no es lo mismo que vivir) un padre viudo, curtido por la monotonía, y su sordo hijo adulto. La lucha que soportan es doble. La actividad agrícola que sostienen ya no cuadra dentro de los parámetros del mundo moderno y la relación entre ellos es dura, sobre todo a partir del modo en que el anciano trata a su hijo. De hecho, la expresión “dead ears” es la que utiliza para agredirlo cuando intenta que trabaje.

En este sentido, la película podría verse como una exploración de un entorno afectivo. La cámara de Mikuta observa y parece no juzgar. Su acercamiento desde diversos ángulos es respetuoso y el interés, en todo caso, simula ser el de tantos documentales actuales, esa necesidad de captar la realidad y reformularla pictóricamente, aun en los territorios más inhóspitos y arduos. De este modo, el sacrificio de una cabra (fuera de campo) puede dar lugar a un hallazgo de absoluta naturaleza lírica: un río de sangre con ranas croando. Es solo uno de los centros neurálgicos en los que el poder transformador  de la cámara nos advierte que puede hacerse poesía aun en la crudeza y entonces, como diría Charly García, “las cosas ya no son como las ves”.

No obstante, este film en particular instaura una justa reivindicación desde el plano visual: mientras se escucha la voz del padre con sus quejas y agresiones, nunca se pierde de vista la presencia del hijo. El encuadre captura los gestos y los movimientos de la víctima, como una forma de acompañar ese aislamiento (y no otro), el de sentirse incomprendido, solo, frente a la barbarie humana. Se trata de un gesto ético que no es menor y que le confiere a la enunciación un peso ideológico que excede el mero regodeo estético. “Es tan duro para mí” dice el padre y en esa sentencia deberíamos comprender su tormento cotidiano. Al mismo tiempo, vemos imágenes de animales (¿una homologación encubierta?). Si la queja ante el oído del realizador va por un carril y se materializa como un reclamo al mundo, hay un mecanismo de defensa de la cámara que hace justicia al cuerpo del hijo, mostrándolo, ante la imposibilidad de hablar, de defenderse.

Hay una hermosa secuencia al respecto donde la mirada de Mikuta toma una distancia prudencial para observar un juego del hijo interactuando con la naturaleza, en sus intentos por subir a un árbol. Parece ser uno de esos momentos  que todo documentalista sabe que no puede ni debe perder, ya sea por intuición o por la belleza inherente al acto en sí apresado por la lente. Todo el dinamismo lúdico de esa secuencia, una vitalidad que solo pueden permitirse quienes no viven en la cárcel del tiempo ni son heridos por las obligaciones pautadas, contrasta con un plano en el que vemos al padre, parado frente a cámara, estático, en su casa. La música que instala ambigüedad y enrarece el ambiente. Pero también se posiciona en el lugar de los otros, fundamentalmente, del más débil.

Una última observación que no es más que la confirmación de otra virtud. Dead Ears dura 42 minutos y es la medida justa. Dice lo que tiene que decir y mostrar en ese lapso de tiempo. No es un dato menor en un contexto donde las posibilidades de filmar en la era digital han propiciado un nuevo modo de entender las clásicas nociones de montaje y de edición, de manera tal que se agregan minutos de filmación como si se guardaran cantidades siderales de fotos en una PC. Frente a este fenómeno incontrolable, Mikuta regala el arte de la más maravillosa síntesis. Y además, poesía.

Zoology, de IvanTverdovsky (2016)

Fascinación, extrañamiento, chantaje, son algunas de las palabras que se transforman en significantes rotativos mientras se suceden los minutos de este particular filme ruso, tan cautivante como irritante. Estamos ante esa clase de películas en las que la mirada del director fluctúa en el tratamiento de sus personajes, de manera tal que ciertos momentos en los que acompaña la historia (por más bizarra que sea) al lado de ellos, la cosa funciona. El problema es cuando se coloca por encima y a través de la lente transpira un aire de superioridad más cercano al que goza con el sufrimiento ajeno que al que intenta comprenderlo. En ese límite difuso y riesgoso se mueve Tverdosky con resultados desparejos.

El comienzo ya traza la sintonía típica del personaje miserable cuya vida será recreada con la prolijidad estética de quienes prefieren modelar una pose antes que recrear un drama humano. Natasha tiene 55 años y su vida no sale de una rutina asfixiante, de esas que vemos desfilar unas cuantas veces por los festivales. Su trabajo en el zoológico es un martirio porque las compañeras la hostigan con una frecuencia poco soportable y cuando regresa a su casa la espera su anciana madre, perseguida por delirios místicos y paranoias religiosas. Dentro de ese esquema tortuoso, el director nos regala de vez en cuando alguna dosis de oxígeno. Son aquellos momentos en los que la protagonista descansa, fuera del infierno laboral, frente al mar. Es el único lugar en el que puede reencontrarse consigo misma. Sin embargo, un malestar en la zona inferior de la espalda, la conduce al médico. Mientras espera acostada boca bajo en la camilla vemos que asoma un apéndice en forma de cola, una escena que haría reír al mismísimo Cronenberg. El tema es que la aparición no supone un escándalo para la vista del doctor, quien se mostrará interesado y atraído por Natasha. Al mismo tiempo, esta adoptará una actitud más vital frente a la posibilidad de un amor inminente. Por supuesto que todo este renacimiento en la protagonista es momentáneo ya que en el panteón de Tverdosky no hay lugar para la felicidad. El momento clave será un intento de relación sexual (dilatado) en el zoológico, filmado de modo que caigamos en ese terreno intermedio entre la risa y la bronca, situación que provocará una profunda decepción en Natasha. Dentro del marco narrativo disperso-que ya se afianza como un rasgo propio en la actualidad-hay lugar para otra historia: en la ciudad se habla de un espíritu maligno que posee a las personas, hecho que activa en la madre la necesidad de generar un exagerado santuario en la casa para ahuyentarlo.

Los pocos instantes de ternura que manifiesta la película son engañosos y confirman una vez más las verdaderas intenciones. Se dan cuando ella interactúa con los animales, una maniobra para mostrar que es una más de ellos. El problema es cuando el director se posiciona más cercano al tipo piola que al que denuncia el carácter monstruoso de un cuerpo social que discrimina y se corre espantado del que se ve diferente o escapa a la lógica de lo mismo. Y este es el riesgo constante al que se expone el director.

Fría, manierista, con una paleta de colores variados que seducirá a varios estetas, por momentos un drama, por otros una comedia negra, Zoology gana cuando está más cerca de un Tod Browning que de Todd Solondz.

Ederly, de Piotr Dumala (2016)

Ederly es un pueblo imaginado por el director. La idea proviene de un sueño. Un restaurador de arte llega una noche a ese lugar con la intención de trabajar en una iglesia, pero accidentalmente llega a una casa donde una familia lo confunde con el hijo que ha partido hace veinte años. A partir de allí, la historia, que tiene un buen gancho narrativo, deriva en una pesadilla cotidiana que incluye un soterrado humor (polaco) y una angustia deudora del mejor cine polaco. Efectivamente, el particular hostigamiento que padece el protagonista recuerda algunos momentos de El inquilino de Polanski. Filmada con una fotografía notable en blanco y negro la película se sostiene en ese clima enrarecido y no se derrumba argumentalmente pese al desafío que impone su tesis inicial. Contada sin sobresaltos y con una atmósfera que lidia con el absurdo permanentemente, se muestra sólida en lo que propone. Si bien Dumala borra las referencias contemporáneas y opta por un espacio dramático alejado de la frenética actualidad, hay puntas para pensar en la alienación contemporánea, en el lugar que ocupa el arte y en una certeza: solo los polacos pueden hacer de la humillación un viaje llevadero.  

Hedi, de Mohamed Ben Attia (2016)

La presencia de los hermanos Dardenne se manifiesta desde las sombras en Hedi. No solo porque son coproductores sino por la influencia que ejercen en el registro de Mohamed Ben Attia cuando sigue de cerca al protagonista de esta historia. De modo similar a El hijo (2006), los planos cerrados trabajan la asfixiante realidad de Hedi signada por la crisis personal. Tiene una mamá opresiva y está a punto de casarse por conveniencia. En su parco rostro, inexpresivo,  se dibuja la insatisfacción y el complejo de inferioridad frente a su hermano; también la situación de un país cuya economía está resentida. En la primera escena del film asistimos a una reunión donde se presiona al personal, entre ellos, al propio Hedi (es vendedor en Peugeot y le niegan una licencia para irse de viaje de bodas). Todo el tramo inicial muestra de qué modo la existencia pesa sobre el personaje. La cámara capta su nerviosismo y el tránsito por monótonas locaciones. Es como una especie de mochila que carga en su espalda por caminatas inciertas. La misma parálisis que lo afecta en cuanto a su futuro es la que breves pinceladas pintan con planos generales sobre una geografía de parajes desolados y de negocios vacíos. El país parece apagado ante los ojos de Ben Attia (cinco años después de la revolución)

Será un nuevo destino laboral el que lleve a un hotel a Hedi para que conozca a una bailarina y ponga en crisis el mandato a la tradición. Aún así la felicidad se manifiesta a través de raptos de euforia. Son apenas paréntesis que descomprimen la tensión, como si ese espacio indefinido del hotel potenciara la liberación momentánea de su inconsciente. Hay, en este sentido, una escena genial donde lo vemos en trance, en medio de una fiesta. Son momentos donde se palpa la fisicidad del personaje al que el director nunca abandona. Sin embargo, los imperativos familiares y sociales se hacen sentir y entonces, la historia comienza a explotar la sospechosa vía del drama sensible cuyo principal mecanismo pasa por jugar con la expectativa del espectador. Hedi debe decidir entre el casamiento con su novia pautado por su madre (Estado/Tradición) y una nueva vida con Riim. Son dos mujeres opuestas, dos versiones de su mente (una no se permite besar al novio antes de casarse; la otra baila para los turistas y posee un carácter nómade y vital). Hacia el final, será nuevamente su rostro el lugar donde leamos la determinación que marcará su futuro. Juzgarla desde un punto de vista occidental puede conducirnos a un problema, sin embargo, todo el film se juega en esa tensión por intentar no caer en el melodrama trillado ni subrayar un discurso sobre el peso de la tradición. A veces lo logra; otras no.

Wind, de Tamara Drakulic (2017)

Al comienzo, un espacio edénico pero con mucho viento. Luego, una mirada que contempla y que transmite tranquilidad, goce. Más tarde, personajes que se van sumando: un padre y su hija y una pareja. Estos dos frentes son materia de registro sin saber a dónde conducen. Una tierra que parece gigante, apenas ocupada.

Cuando la narración asoma tímidamente sabremos que la protagonista, Mina, no tiene las mismas expectativas que su padre con respecto al lugar. Se niega al disfrute y ni siquiera accede a aprender surf con Sasa, el joven instructor que deambula por el lugar con su novia. Si hay algo que no escatima la cámara es entregarse a la naturaleza abierta y ofrecernos un tiempo para mirar. Sobre todo para elevar la vista más allá de nuestro horizonte frontal para ver el accionar del viento y escuchar su sonido. Sin embargo, mientras asoman tímidamente los encuentros verbales entre los personajes, sabremos que el lugar puede ser un paraíso o un infierno” según como se mire, a juzgar por Mina, escéptica y alejada del desprejuiciado andar de los otros. La directora filma los encuentros de la pareja como si fueran Adán y Eva, al mismo tiempo que ofrece planos donde la solitaria protagonista evidencia su tristeza. Pero elige un camino saludable. Por un lado, no explotar dramáticamente al triángulo amoroso que bordea la trama de manera tal que nada es forzado porque lo que importa es la atmósfera creada; por otro,  no regodearse en el sentimentalismo y ejercer libremente el ojo de manera tal que por momentos parece que habitáramos un universo idílico al estilo de una canción de los primerizos Beach Boys. Por eso no faltará oportunidad de escuchar el clásico de “Needles and pins” versionado por Jackie de Shannon mientras los personajes regresen en moto luego de un ritual playero (tal vez, la escena de la película). La pesadez del pensamiento de Mina se trasmuta en la imagen de la princesa que cabalga con su príncipe, una versión moderna/hippie del imaginario de los relatos maravillosos tradicionales.

Son esos lapsos los que posicionan a la película como una excusa para compartir instantes fugaces. Y es una mirada que ama la naturaleza de la que habla, que hace descansar la cámara sobre el paisaje, no para congelarlo en una postal, sino para internarse afectivamente. El tiempo se consume por estos lados lentamente.Es un egoísmo saludable huir de vez en cuando de la civilización e internarnos en una playa del Mediterráneo aunque más no sea para ver el amanecer. Ese parece ser el espíritu juguetón de este inocente film de que intenta impregnar de melancolía cada fotograma de un verano adolescente, pero que también busca activar la conciencia sobre la posibilidad de descubrir lugares en donde la mano del hombre aún no ha hecho estragos.

                   

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