In Memoriam. Bertrand Tavernier (1941-2021)

En septiembre de 2016 tuve la oportunidad de viajar a Lyon, Francia, una hermosa ciudad en la que nació en 1941 Bertrand Tavernier. En el pequeño y cálido Festival Lumiere, el director recientemente fallecido presentaba su monumental película Viaje a través del cine francés (Voyage à travers le cinéma français). Lo lindo de este evento es que uno se cruza en la vereda, sin alfombra roja ni histeria de por medio, con aquellas figuras que conoce o admira, motivo ideal para conversar informalmente o hacer unas fotos de recuerdo. Y sí, uno está en su salsa y es inevitable el cholulaje. De modo tal que en unas de las presentaciones me acerqué a Tavernier y le tomé una foto como si le robara el alma. El tipo me miró, pero esbozó una sonrisa. Esa amabilidad, tan infrecuente en este mundillo, me dio ánimo para agradecerle por El relojero de Saint Paul (L’Horloger de Saint-Paul), la cual había visto en un homenaje a la obra de George Simenon en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en el año 2009 y amé inmediatamente.

En efecto, la primera película del realizador (que supo ser asistente de Jean Pierre Mellville, crítico y director de revistas muy conocidas como Positif y Cahies du Cinema, entre otros roles) es una adaptación del famoso escritor y versa sobre un relojero que debe asumir el crimen cometido por su hijo, quien ha asesinado al acosador sexual de su novia. Pese al dramatismo de la situación, el aspecto más destacable es el cuidado y el retrato de los personajes, sobre todo en los matices psicológicos sostenidos en miradas y gestos, empezando por el gigante Philippe Noiret. Porque si bien la trama policial ya es un aliciente, la importancia radica en el vínculo entre padre-hijo y en esa tristeza progresiva que las imágenes transmiten a partir de la impotencia por no poder volver atrás el tiempo y corregir los errores. Que el protagonista sea relojero marca la paradoja principal. La historia avanza aceleradamente de modo cronológico, pero lo más importante es el tiempo psicológico.

Rodada en su ciudad natal, además, cuenta con otra descomunal participación, la de Jean Rochefort, en el papel del comisario (aquí no aparece el clásico Maigret), cuyo rostro y nariz saliente lo dicen todo. Una curiosidad (bastante interesante si se considera el año 1974) es haber omitido la figura materna en la adaptación por considerar que Simenon la había inyectado de una misoginia poco digerible. Pero más allá de las justas licencias que todo cineasta puede asumir cuando adapta un texto literario, lo que Tavernier encuentra es el tono ensombrecido de una rutina que se ve alterada a partir de una desgracia familiar y de la búsqueda de un padre por comprender los móviles que llevaron a su hijo a matar. En ese intrincado camino emocional está el centro, siempre acompañado por una paleta de colores azules y marrones.

El relojero de Saint Paul fue la puerta para descubrir variantes interesantes. La primera, apaciguar la omnipresencia parisina de la tradición de la Nouvelle Vague. Que la historia se vea en Lyon es parte de una operatoria que otorga cierta frescura y renovación. La segunda, salir de los resortes más cómodos del policial para privilegiar una atmósfera determinada. Pero también la película abrió otras puertas en Argentina, las que intentaron cerrar en algún momento hacia la década del noventa quienes escribían en una revista que muchos prefieren no recordar (salvo, como siempre, honrosas excepciones), denostando arbitrariamente a realizadores como Tavernier, al cual veían como una amenaza menor frente a los monstruos sagrados del cine francés. Afortunadamente, las cosas han cambiado con el paso del tiempo y allí hay una filmografía de necesaria revisión. Hasta siempre, Bertrand.

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