Los ojos de Joan Crawford

Paura se llama la extraordinaria autobiografía de Dario Argento, el hombre que aprendió a espiar el mundo en sus películas sin ser visto y que nació, como confiesa, bajo los reflectores. Dentro del magistral caudal de anécdotas, hay una que involucra a Sergio Leone. Uno de los gordos más queridos de la historia del cine está mirando películas con los jóvenes Argento y Bertolucci, quienes preparan el guión de Érase una vez en el oeste (C’era una volta il West, 1968). Primero ven Más corazón que odio de John Ford y Leone les toma una especie de examen para advertir qué les llamó la atención. Los dos jóvenes hablan de John Wayne o de tal o cual escena, pero Sergio les dice que lo más importante son los paisajes, las atmósferas. Luego, van con Johnny Guitar de Nicholas Ray, y la pregunta se repite. Argento se adelanta como un estudiante apresurado y responde que lo principal son los paisajes, las atmósferas. “No-le sacude el gordo-lo más importante de Johnny Guitar es Joan Crawford.” Inmediatamente, dejo el libro, hago una marca allí donde se refiere una de las tantas jugosas circunstancias cinéfilas y vuelvo a ver una vez más la película, pero esta vez clavando la mirada en la Crawford.

En Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015), Quentin Tarantino lleva al paroxismo dos lugares comunes del Western, las tormentas y los salones. En 1953, Ray elige comenzar con un viento que arrastra todo y que obliga a Sterling Hayden a ingresar a una casa de apuestas. Como sabemos, en este género los interiores son verdaderas cajas de Pandora. No solo puede suceder cualquier cosa, sino que aparezcan desde algún rincón los personajes más increíbles. Es una escena típica. Alguien entra y descubre un otro mundo más allá del whisky. Johnny se percata de que es una casa de apuestas y su dueña, la gran Crawford, que hace una entrada gloriosa desde un primer piso, porque ella es la capa del lugar, “una mujer pasional” (es la traducción que eligieron en español, que no le hace justicia al título original, pero sí a Joan). Pelo corto, labios rojos y una camisa negra con lazo verde, son los rasgos distintivos. Inicialmente para explotar al mango el technicolor, luego para dotar al personaje de un sello masculino. Vemos a Vienna en contrapicado, como la ven sus empleados. Uno de ellos confiesa por lo bajo “nunca vi a una mujer que fuera más hombre” y se traga los insultos cuando recibe una indicación. Claro, eso lo dice un personaje, pero yo agrego que pocas veces vi una mirada como la de Joan, como la de esos dos faroles verdes bien abiertos. Crecí con los ojos de Bette Davis y con la canción de Kim Carnes, pero poco había reparado en los de Joan Crawford, ni siquiera cuando comparte escena con su enemiga íntima Davis, ya como dos viejitas rencorosas, en la obra maestra de Robert Aldrich, ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?).

Vienna tiene unos ovarios de la puta madre. Es bravísima. Se carga la cartuchera, atiende a la banda liderada por Emma (otra cojonuda) que llega al lugar reclamando data sobre una banda de forajidos. Las dos mujeres representan la nota diferencial y son las que mantienen un duelo constante, verbal y físico. Vienna construyó esa casa de apuestas con la esperanza de que el tren pase algún día por allí, y mientras los otros le quieren derribar el castillo de naipes, ella insiste. Ella es diferente, obvio. Por eso Ray la viste con ropa blanca, amarilla, roja, le mantiene los labios pintados siempre, el pelo corto, porque es la santa y el demonio de la película. Los demás la quieren en la horca. Hay un momento en el que Joan parece la Falconetti en La pasión de Juana de Arco. Los primeros planos y los ángulos remiten al juicio filmado en 1928, y cómo no ligar ambas imágenes, creadas por dos ojos privilegiados (Dreyer y Ray) en base a dos ojos inolvidables, de esos que se pegan como estampas (Falconetti y Crawford). Vienna no solo calma a las fieras (“Siéntate Johnny”), sino que enfrenta a la más pesada del Oeste. Emma sacude un tiro en el vidrio y dice “Voy a subir, Vienna”, entonces Joan se planta y le contesta “Estoy esperando”, siempre con los dos faroles verdes. Cada personaje está marcado por un destino en el que se pretenden gloriosos, aunque sea en la derrota. Johnny vuelve por Vienna para convertirse en héroe; otro muere para que lo miren. Pero Vienna es otra cosa, porque juega en otras ligas. Tiene razón Leone: lo más importante de Johnny Guitar, esa película de cielos hermosos e imposibles, es Joan Crawford.

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