Orden aleatorio: un abecedario caprichoso (primera parte)

Desde que tengo uso de razón jamás me han abandonado ciertas prácticas a la hora de elegir una película, escuchar una canción o escoger un libro. Tal vez continúe seduciéndome el azar, esa maravillosa fuerza capaz de modificar los surcos habituales del placer, sobre todo en esta época de acceso a todo. Por eso, la modalidad Random es un gusto que suelo darme en base a principios regulatorios. En este caso puntual fue que alguien de la familia elija películas cuyo título sea una sola palabra del reservorio de reseñas escritas. No importa el puntaje ni la supuesta calidad, sino que se acomoden al orden alfabético propuesto. Dos por letra. El resultado acaso sea un cadáver exquisito y de todas las historias, vistas en circunstancias diferentes, nazca una. No sé. Va la primera parte.

A-

Amateur, de Sebastián Perillo, Argentina, 2016

Es saludable que una película de género integre la competencia nacional y que se sostenga desde una solidez narrativa/técnica que la acerque al público más allá de ciertas poses festivaleras. En este sentido, Amateur se planta sin temor al ridículo y cuenta una historia de intriga psicológica que alterna buenos momentos y otros al borde del disparate. El inconveniente tal vez pase por una desmesurada necesidad de incorporar citas a variados films, algunos de ellos de culto, y establecer un sistema de referencias constantes que dan como resultado un cocktail más cercano al ombliguismo cinéfilo que a otra cosa, en desmedro de un tono que la película no parece encontrar.

Al comienzo, en un programa de TV digno de Alex de la Iglesia, un médium chanta intenta comunicarse con el espíritu de Hitchcock y no lo logra. Es una buena señal la de dejarlo descansar, dado que el maestro del suspenso nunca hubiera utilizado escenas de sexo que recuerdan a cierta estética pornosoft acompañadas de sintetizadores al palo. Refiero lo de Hitchcock porque cada vez que aparece una película de intriga, las declaraciones de actores, actrices y otros involucrados evocan su nombre.  Esta es sólo una de las tantas citas entre las que aparecen, Sangre de vírgenes, La muerte camina en la lluvia, Los muchachos de antes no usaban arsénico, Psicosis y Bajos instintos. Es como si al director le urgiera compartir con amigos sus placeres bajo la premisa de construir una historia para meter todo junto. La historia comienza con Martín (Esteban Lamothe) al que su novia ha dejado. No tendrá demasiado tiempo para entristecerse (a las películas de género no les preocupan necesariamente los conflictos emocionales) ya que a raíz de un pedido de su jefe encuentra un video porno que involucra a la mujer del dueño del canal. A partir de ahí lo movilizará la calentura antes que la curiosidad y ese será el disparador que no relegará el efectismo como parte de la trama. La parte más floja del film transcurre en la reiteración argumental de arquetipos vistos muchas veces y en el trazo grueso de chistes fáciles aunque esto se compensa con hallazgos en la composición de algunos personajes como el del detective o la encargada de cuidar el depósito de videos en el estudio.

Al final, quedará la incertidumbre sobre si tomar esto en serio o en broma. Esa indecisión puede ser el fundamento mismo del film.

Arreo, de Tato Moreno, Argentina, 2015

Es en un texto de Héctor Tizón-un gran escritor subvalorado- llamado Tierras de frontera donde encontramos la siguiente referencia: “Por extraño que parezca, el hombre ha puesto el pie y construido su vivienda en este tenebroso paso (…) Sin embargo, aquí viven y aquí mueren, sin moles ni cuidados, sin saber de nadie y sin que nadie sepa de ellos.” La cita incluida pertenece a un coronel inglés y fue pronunciada hace más de ciento cincuenta años para dar cuenta de la quebrada de Humahuaca. Como se aprecia, se trata de la visión foránea incapaz de comprender un modo de vida diferente a la mirada colonizadora. Estamos en el siglo XXI y documentales como Arreo demuestran que poco ha cambiado desde entonces en ciertas zonas olvidadas de la Argentina y asediadas por economías desarrollistas centralizadas en las grandes urbes. Pecado de omisión.

El plano general de apertura de la película es digno de un western. Las cabras van inundando el espacio y tapando progresivamente los claros de un cielo despejado a medida que son arreadas  por los hombres. Son “los gauchos de esta tierra”. La belleza de las primeras escenas y de los sonidos potenciados de los animales no disimula el sacrificio, y la repetición como recurso es una manera de hacer sentir el trabajo del campesino, de inscribir su trajín cotidiano. Entre ellos, el protagonista, Eliseo Parada, y su familia. Más allá de los testimonios, el trabajo visual de Moreno captura momentos del día donde agradecemos los atardeceres y los pasos de las nubes que tanto amamos de John Ford. La geografía imponente como desoladora se planta frente a la cámara para recordarnos la nobleza del género y regalar poesía.

No obstante, a diferencia del western, mitología fundacional e imaginario idealizado de un poderoso país en ciernes, Arreo expresa un drama inexorable: el peso de la vida rural y el éxodo a la ciudad ante la falta de recursos y de ayuda de un estado que hace la vista gorda hacia estas inhóspitas regiones de producción, más preocupado por construir caminos de tránsito turístico que por facilitar la actividad de los puesteros. Es un mérito indiscutible exponer el conflicto, hacer palpable desde las imágenes y las palabras de los lugareños una identidad alejada de las urbes de poder. También recordar el desarrollo desparejo de las ciudades respecto de estos escenarios.

Y en este rostro olvidado, la misma noción de familia entra en crisis. Hay una historia particular del mismo Parada en el hecho de ver partir a sus hijos ante la falta de oportunidades y comprobar que hay cuestiones generacionales cuya brecha se abre hacia el abismo. Uno de los hijos declara “Nunca pensé en volver”. Está en la ciudad, tiene trabajo y novia. De todos modos, más allá de las decisiones personales, existe un itinerario perverso que conlleva al aislamiento y a la pobreza, y que Moreno hábilmente y con paciencia enuncia, sin necesidad de subrayar: atrás ha quedado la idea de que la naturaleza física era el motor para el desarrollo de una nación donde las ciudades tomaban los recursos regionales. El interior de la choza en la que viven Parada y su mujer es la expresión de una identidad familiar que no se negocia y del amor por la tierra, pero al mismo tiempo un eslabón de la soledad en que están sumidos los habitantes del lugar como consecuencias de magros sueños de neoliberalismo impostado. Las constantes imágenes de desplazamiento, además de materializar el cansancio y el sacrifico de los trabajadores, parecen instalar una idea de tiempo suspendido donde las dificultades estancan un modo de vida que tiende a la extinción si nadie se ocupa de ellos. Al menos, para empezar,  está la labor del documentalista.

B-

Baronesa, de Juliana Antunes, Brasil, 2018

Hace tiempo que el género documental se convirtió en un territorio de exploración, de observación y de visibilidad hacia los olvidados. Hace tiempo, también, que esa especie de imperativo ético de representación debe lidiar con la tentación que conduce al miserabilismo televisivo o al afán esteticista por sobre la honesta mirada hacia un mundo al cual se le da la espalda (en la realidad o en el cine mismo, cuando las películas deambulan muy solas por los festivales únicamente).

Baronesa es el nombre de un barrio en la periferia de Minas Gerais y la cámara de Antunes sigue principalmente a Andreia, la joven protagonista, y a su amiga Leidiane, una madre con sus hijos jugando alrededor. El tiempo parece suspendido y en todo caso el presente es una instancia que parece congelada por el transcurrir monótono de la rutina, esa red que envuelve y martiriza a quienes viven en el lugar, sometidos a una pobreza retratada con respeto y dignidad desde una posición enunciativa que no pretende acaparar la atención sino consagrarse a filmar los cuerpos y la manera en que se integran al espacio que circundan. Lejos de regodearse en golpes bajos gratuitos, la directora opta por decisiones más inteligentes. Una de ellas es trabajar la violencia fuera de campo. Si bien ciertos diálogos y acciones evidencian signos de deterioro social, afectivo y humano, la peor violencia es la indiferencia del poder político y económico hacia sectores carenciados que deben trasladarse permanentemente debido a la represión y ala muerte, moneda corriente en las favelas. Ese peligro monstruoso aquí no se grita pero se siente en las miradas. Como contrapartida, como forma de resistencia popular, están las otras imágenes, las que trazan un espíritu de solidaridad y de momentánea felicidad: los personajes se bañan en un estanque como si fuera un jacuzzi, corren alegremente entre perros por las golpeadas calles y cantan sus protestas.

Tanto Baronesa como otros documentales por el estilo, asumen un compromiso y un excesivo cuidado. Pese a sus intentos por no ofender al objeto de representación, caen, muchas veces, en procedimientos de ficcionalización que ponen en tensión la naturaleza misma del género. Sin embargo, es clara la voluntad por apartarse de cierta tendencia del cine latinoamericano en el campo de la ficción industrial más tendiente al estereotipo o a la estampa forexport. En este sentido, podríamos jugar (como lo hace Godard en una maravillosa escena de Nuestra música con el conflicto israelí/palestino) al plano/contraplano con dos fotogramas: uno de Baronesa y otro de Ciudad de Dios, el aclamado film de Meirelles. Y entonces veríamos las dos caras de la verdad sobre un mismo espacio: mientras los cuerpos en uno sufren el olvido y están sumidos en la inmovilidad al que los expulsa el sistema, los otros juegan a ser gángsters para divertir a los espectadores. Unos se convierten en materia de documental; los otros, de ficción. A una película la ven solo algunos; a la otra, todos.

Barrefondo de Jorge Leandro Colás, Argentina, 2017

Hay un elemento distintivo en las películas anteriores de Colás : no miran al costado ni se hacen las sonsas. Tanto Parador Retiro como Los pibes), más allá del dispositivo observacional, permitían leer el contexto, el momento social en el que se habían gestado. La primera, durante el ocaso de estos lugares de resguardo para personas en situación de calle, gracias a los drásticos recortes de la gestión macrista en la ciudad. La segunda, exacerbaba la cuestión del fútbol como experiencia de fortalecimiento social, pero con un dejo de enriquecedora ambigüedad: detrás del proceso de selección de los miles de chicos que se presentan con un horizonte de sueños económicos, también hay una feroz exclusión. Es decir, Colás observa con agudeza, se cuela por todos los recovecos de los espacios que escoge, sin embargo, deja intersticios para llenar.

Esta sutileza, si se quiere, se diluye en Barrefondo, primera incursión del director en el territorio de la ficción a partir de una novela de Félix Bruzzone. Si en los documentales  la visión estaba depositada sobre grupos humanos en marcos institucionales, aquí la historia gira en torno a Gustavo, un piletero que trabaja (en realidad soporta) a los chetos de countries. El director no escatima en el trazo grueso a la hora de mostrar los gestos y las actitudes de esta gente, pero también es cierto que alguien lo tiene que hacer en el cine argentino, más propenso últimamente a las elipsis acomodaticias. El protagonista en cuestión aparece encerrado entre dos mundos, el de los ricachones con delirios de poder y de grandeza (uno de ellos, que se cree poeta) y una estructura delictiva que no es otra cosa que el resultado de lo anterior. El factor en común es el desprecio de clase y la degradación en una sociedad que está podrida  en la mayor parte de sus  rincones. Tamaña sordidez es equilibrada por la pericia narrativa de Colás y el timing que despliega en la sucesión de secuencias, como en la inclusión de momentos de humor colocados con dosis justas. Todo el tramo final es alucinante. Pero además escalofriante, tan escalofriante como un país que naturaliza la ilegalidad y el atropello, empezando por los de arriba.

C-

Casting, de NicolasWackerbarth, Alemania, 2017                       

Alguien atraviesa una puerta y comienza la alterada aventura de una audición. El ambiente parece histérico. Divismo, confusión y discusiones. El objeto: una remake de Las lágrimas amargas de Petra von Kant de Rainer Werner Fassbinder. Todo se dirime en un set televisivo. Vera (la directora) es exigente, no resigna su toque personal. Se enfrenta incluso a las estrellas. Las hace ensayar el papel y parece adivinar que la cosa no funciona. Entonces, pone en crisis incluso el propio rol de espectador, que duda de su ojo observador y comparte la impaciencia del resto. Crecen las presiones porque Vera no toma decisiones y dilata la cuestión. Las actrices se bajan a poco de comenzar el rodaje y las presiones de los productores se hacen sentir. El frenesí colectivo contrasta con el carácter impasible de ella. A primera vista se percibe un campo dialéctico de tensiones entre los diversos roles que involucran un proyecto de esta naturaleza,  bajo un registro que parece homologar el seguimiento del realizador como el de la protagonista en tanto y en cuanto una cámara digital se mueve como uno más por los recovecos del ambiente recortado.

Hasta que aparece GerwinHaas, un partener sin filtro,  políticamente incorrecto, aun con las actrices consagradas. El tipo está detrás, sirve café, divierte a los demás. Juega hasta que consigue el papel de Karl. Es la atracción, el personaje que dignifica la comedia y que pone en crisis la ley del texto como la solemne situación de casting, desde su aparente inocencia y su afán por divertirse. Su presencia parece eterna, como si siempre hubiera estado ahí. Buscando a Petra, Vera encuentra a Gerwin.

Hay un espíritu Pirandello en Casting,  con personajes en busca de Fassbinder o al menos conviviendo con su fantasma para ver qué pueden rescatar de su película en el presente. En este nivel, la sombra del original se cuela sutilmente en los ensayos. Sin embargo, progresivamente, la seriedad que implica adaptar al “padre” deviene en una broma ligera y descontracturada donde la improvisación y el azar ganan la escena. Mientras tanto, el propio Gerwin no tardará en caer en las garras de Vera y su obsesión. Por ende, el texto fantasmático y la realidad de la situación se entrelazarán hasta confundirse.

Otra arista que recorre la película gira en torno a la identidad, en tanto qué se muestra y qué se oculta en el proceso de selección, hasta dónde se puede y cómo interviene la intimidad frente a la cámara. Tal vez sea eso lo que supla a los espejos del melodrama del director alemán. Desde esta perspectiva, vemos un film de tesis: la única manera de adaptar una película de Fassbinder pasa por actualizar exponencialmente de un modo escindido el juego del amor en base al poder de los involucrados. Y esto es algo que excede a la condición misma del género sexual (de hecho, las parejas se alternan durante el cásting y Gerwin puede hacer una escena de tensión erótica con un hombre). Al mismo tiempo, las exigencias de producción televisivas ponen en evidencia un subtexto ideológico sobre la voracidad capitalista del medio. No es un gesto menor si se tiene en cuenta la posición que ocupa Alemania en el contexto económico mundial; tampoco si se considera el arco temporal que va desde la concepción del cine en el momento en que Fassbinder filmaba y la que impera en el presente.

Pese a todo, la complejidad discursiva no logra apaciguar una puesta en escena estática y la sensación es que se trata de un ejercicio que mezcla acidez con humor pero que no puede desprenderse nunca de cierto tono frío y distante. El intelecto, en todo caso, opaca otras razones más importantes para el cine, las razones del corazón.

Cocote, de Nelson Carlo de los Santos Arias, República Dominicana, 2017

La escalada triunfal de Cocote en los festivales, incluido el de Mar del Plata, es un signo saludable para una cinematografía en crecimiento. Nelson Carlo de los Santos Arias se anima a pasar por encima ciertas convenciones narrativas y construye un cuadro mixto en el que alterna la historia propiamente dicha con un registro documental de rituales, supersticiones y creencias religiosas. Tal sincretismo es mostrado desde una organización caótica que se estructura en partes, con segmentos intensos, largas secuencias festivas y momentos de humor. Todo lo anterior está atravesado por un tono naturalista cuya mirada proyecta pesimismo: no hay forma de evitar la violencia en un país donde las diferencias sociales son insalvables y no existe un marco de legalidad posible. Los dos planos que abren y cierran la película son elocuentes. Vemos una casa de ricos, una mujer que llama al jardinero como si fuera un perro y luego una fiesta donde la dueña canta patéticamente una especie de bolero. Allí trabaja Alberto, el protagonista. Cuando recibe un llamado de la familia, debe viajar a Oviedo. A partir de entonces comienza un calvario donde deberá contraponer su fe evangélica a las creencias del resto y hacerse cargo de una venganza por la muerte de su padre en manos de un militar de la zona.

Durante la estadía en el lugar, Alberto tratará de no tentarse a involucrarse en un episodio de violencia. El director alterna este martirio con imágenes televisivas, algunas grotescas, en las que se desprende la idolatría hacia figuras religiosas e incorpora escenas de bailes, sacrificios y funerales. A medida que transcurren las horas, la tensión va en aumento y el protagonista queda preso entre sus convicciones y las presiones para que se haga cargo de la venganza, situación que se dilata más de lo aceptable. El problema principal aparece cuando el director se muestra por sobre la situación y los personajes, es decir, cuando ostenta su virtuosismo con movimientos de cámara innecesarios, cambios de formato o pasajes del color al blanco y negro para cortar diálogos intensos. Son varios los tramos donde se interrumpe el clima dramático por decisiones cuya finalidad no es otra que la afectación. En Santa Teresa y otras historias, su película anterior, el procedimiento estaba justificado por el carácter experimental de la propuesta. Aquí se aproxima más a la pose. Sin embargo, hay que destacar la fuerza que transmiten las imágenes en términos generales para construir esa mezcla de lo cotidiano con la devoción desenfrenada.

Volviendo al marco que envuelve la historia y que involucra esos dos planos referidos al jardín que rodea una mansión, el lugar de trabajo de Alberto, cabe pensar en su inclusión como un universo aparte, ajeno a todo el calvario que ocupa el nudo de Cocote. Es un mundo material encuadrado a la distancia por el director porque no hay manera de pertenecer a él. De allí la frialdad y la frivolidad que transmite. Más allá está el pueblo, la gente real, la que vive en la pobreza, inmersa en la violencia y en la ceguera de sus convicciones, marginados y a la deriva. Con justicia, la cámara se acerca y baja al infierno familiar diario, con sus conflictos eternos y sus despojos para plasmar un destino inevitable. Cuando el pecado es de omisión, la muerte es moneda corriente.

D-

Demon, de Marcin Wrona, Polonia, 2015  

Los casamientos (salvo para los que se casan) suelen ser espacios de pleno goce gastronómico y diversión garantizada. Por ende, si algún imprevisto interrumpe tamaño evento, muchos son los que pondrán el grito en el cielo. Para decirlo más claro: hay una cantidad de actores secundarios agradecidos por participar de manjares pagados por otros.

En Demon, el factor de suspensión obedece a un hecho inesperado: el novio es poseído en pleno festejo. Peter llega al pueblo de su prometida. Las imágenes del comienzo instalan una dimensión siniestra en lo cotidiano, clavan las primeras dosis de horror a plena luz del día. El hallazgo en un pozo de restos óseos inaugurará el tormento del novio que explotará en medio de la fiesta. La escena no tiene desperdicio. Filmada en plano general se propone como ejemplo de cine en estado puro, despojada de efectos y de una composición exquisita en cuanto a encuadres. No será el único momento pictórico. El tratamiento visual de la película es notable. Los colores parecen sacados de las viejas fotografías familiares y contribuyen a forjar esa atmósfera espectral como onerosa.

Lo demás derivará en un desquicio que transformará a esa boda en una de las más antológicas que se hayan visto, con exorcismos truncos, discusiones religiosas y disparates varios. Mientras el pobre Peter sufre las consecuencias de su nuevo estado, el resto de los invitados conformará una galería de excéntricos que seguirán de juerga a pesar del acontecimiento en cuestión. Serán ellos los poseídos por la joda, capaces de continuar el festejo a cualquier precio. Las risas histéricas en medio del terror son otro signo de la locura que gobierna las leyes de este mundo. De un humor sutil y de una elegancia poco frecuente para el género, Demon confirma que lo mejor del terror sigue llegando desde otros continentes.

Dillinger, de Max Nosseck, EE.UU, 1945

El “enemigo público número uno” o “la vergüenza nacional”,  como se le llamaba a John Dillinger, ha sido uno de los paradigmas del cine gangsteril y objeto de numerosas representaciones en la pantalla. La película de Nosseck se presenta como un drama biográfico que narra con precisión y con un notable manejo de las elipsis el arco temporal que va desde un joven en busca de una posición social al criminal más buscado. Comienza con una escena sintomática: la gente en el cine ve una compilación de los hechos que marcaron su historia, es decir, al personaje convertido en leyenda y motivo de espectáculo; luego, aparece su padre (¡!) e intenta justificar sus actos no sin desdeñar la idea de que era la oveja negra de la familia. Es un punto de partida que habla muy bien de la moral de una época donde el cine ya debía dejar mensajes en torno a la poca conveniencia de aceptar estos modelos que afectaban el orden social y económico del sistema capitalista. La década del treinta ya había jugado lo suficiente al límite de la empatía con sus gángsters como prototipos consecuentes de la ley seca (continuando la tradición de los bandidos del oeste) y también había preparado el terreno expresionista del policial de los cuarenta. El Dillinger de Nosseck se nutre de esa demanda por derrumbar la atracción popular visible en las décadas precedentes acerca de los hampones como reflejo del triunfo individual. En este sentido, Lawrence Tierney compone a un tipo sádico, despiadado y sin rasgo de humanidad, que solo se relaja y disfruta una sola vez, en el cine, mirando dibujos animados. Para 1945 está claro que la identificación con el protagonista es un sueño lejano mutilado por el código Hays y la aureola romántica que rodea al gángster pierde toda intensidad. Por eso, en el film de Nosseck, la línea centrada en presentar la ascensión social es una rápida sucesión de hechos y su velocidad es inversamente proporcional a la segunda parte donde el protagonista inicia su aislamiento y posterior descenso, acorralado hasta las últimas consecuencias. Esto es muy claro en la manera en que se monta narrativamente la película, marcadamente diferente a la década anterior. Y si el paradigma se construía sobre la base de un sujeto que veía fracturado el vínculo con el pasado dada la ausencia paterna o la relación edípica con la madre, la variante en este Dillinger de 1945 está bien señalada en ese comienzo donde aparece el padre en medio del escenario para contar su desgracia. La frialdad maquinal que domina la escena en la etapa crepuscular del cine gangsteril será recuperada, en todo caso, por los Caper Films (películas de atracos, de robos de los años cincuenta) donde el fracaso no está exento de humanidad (gracias John Huston por tanto).

Pero más allá de la cuestión estrictamente ideológica, hay secuencias notables, sobre todo la que hace a la detención del personaje (me atrevería a decir que mucho mejor que la ofrecida por la insípida versión de Michael Mann de 2009). Y me permito una coda un tanto arbitraria: no dejar pasar esa maravilla de Marco Ferreri llamada Dillinger ha muerto (1969). Ferreri desplaza la visión del género centrado en la crítica a un sistema económico y judicial sin entrañas por un extraño acercamiento a la alienación de las sociedades modernas, con un invalorable Piccoli que encuentra la supuesta arma de Dillinger en su casa. Nosseck en el Malba; Ferreri, en casa. Doble programa cuyos efectos no me atrevo a sospechar.

            

E-

Ederly, de Piotr Dumala, Polonia, 2015

Ederly es un pueblo imaginado por el director. La idea proviene de un sueño. Un restaurador de arte llega una noche a ese lugar con la intención de trabajar en una iglesia, pero accidentalmente llega a una casa donde una familia lo confunde con el hijo que ha partido hace veinte años. A partir de allí, la historia, que tiene un buen gancho narrativo, deriva en una pesadilla cotidiana que incluye un soterrado humor (polaco) y una angustia deudora del mejor cine polaco. Efectivamente, el particular hostigamiento que padece el protagonista recuerda algunos momentos de El inquilino de Polanski. Filmada con una fotografía notable en blanco y negro la película se sostiene en ese clima enrarecido y no se derrumba argumentalmente pese al desafío que impone su tesis inicial. Contada sin sobresaltos y con una atmósfera que lidia con el absurdo permanentemente, se muestra sólida en lo que propone. Si bien Dumala borra las referencias contemporáneas y opta por un espacio dramático alejado de la frenética actualidad, hay puntas para pensar en la alienación contemporánea, en el lugar que ocupa el arte y en una certeza: solo los polacos pueden hacer de la humillación un viaje llevadero.

Emilia, de César Sodero, Argentina, 2020

Alguna vez se me ha ocurrido relevar todas aquellas películas que llevan un nombre en el título. Es una manía de esas que se me cruzan en las noches de insomnio cuando juego a ser Funes, el memorioso, aquel singular personaje de Borges. En varias oportunidades comencé. Entonces comprobé que en los últimos diez años ha habido una cantidad importantísima de historias con protagonistas mujeres y que en la mayoría de ellas el nombre es una excusa para inscribir cuerpos, explorar identidades, construir itinerarios y eludir cualquier camino épico (que sí tiene, en términos generales, la larga tradición de nombres masculinos). También comprobé que, más allá de los matices, no estamos lejos de que esto ya se haya transformado en “una cierta tendencia” (con permiso de Truffaut). Tampoco sé en qué se convertirá. Por lo pronto, y dentro de un esquema recurrente, cada película es un mundo. Y el que César Sodero ofrece en Emilia aporta su grano de arena sin demasiadas pretensiones y con justeza.

El título con el nombre propio de una protagonista supone que la cámara nunca la va a soltar (otro recurso que se ha convertido en un lugar común), sin embargo, este comienzo aporta un valor diferente. A una considerable distancia vemos una esquina de noche, luego micros que llegan y una chica que baja. En la vereda del frente, la cámara la espera como si fuera un integrante más de ese pueblo patagónico. Ella cruza después de intercambiar las últimas palabras con un pasajero y se reencuentra con su madre. Poco tiempo transcurrirá, luego de ese inicio en el que hubo tiempo para indagar en el plano, para que nos percatemos de que Emilia vuelve a sus pagos, que se ha peleado con su pareja Ana y que iniciará un recorrido que no tiene ni principio ni fin. Porque si hay una sensación que invade es la del presente absoluto en todo aquello que tiene de incertidumbre, sobre todo cuando las emociones aparecen mezcladas (con permiso de los Rolling Stones). Entonces Emilia camina y fuma. Transita el pueblo, ese pueblo donde todos hacen preguntas y tienen, como ella, secretos. Se pelea con la madre, se encama con el marido de su amiga (reviviendo una relación anterior), llama a Ana para aumentar su soledad y poco pasa más allá de que la procesión va por dentro. Y el deseo también, porque en el colegio donde decidió dar clases se calienta con una alumna. Por supuesto, la cámara hará marca personal mientras el tiempo parece paralizado. Lo que necesita Emilia, más allá del sexo, son abrazos, pero los otros no se dan por aludidos. La joven estudiante es, tal vez, la esperanza para olvidar al otro amor. Y en ese viaje existencial hay un registro verbal lacónico, pero muy efectivo para dar cuenta de una situación emocional (¿generacional?). Ante una pregunta, Emilia responde “No sé, vivo”. Y se vive como se puede cuando se ha perdido el amor, es verdad. Un acierto de Sodero es no bucear en el drama acartonado ni juzgar o condenar las elecciones de su personaje en términos morales. Más bien acompañarlo de cerca para establecer qué tan incomunicados están los mundos de Emilia y del resto. Su madre conocerá un tipo y hará la suya (ya no romperá las pelotas), su amiga nunca se hará cargo de su condición de cornuda y el profesor con el que curte esporádicamente no entenderá que ella está para otra cosa. Una escena es elocuente al respecto. Emilia y Cristian (el marido de su amiga) cogen en un auto. No es un encuentro placentero. Cuando terminan, él habla del pueblo y ella expresa insatisfacción en la cara. Entre esas palabras y ese silencio se abre un abismo de incomunicación. Son dos tiempos diferentes que atraviesan toda la película.

El último eslabón de la cadena lo vemos en la relación con la alumna. Lo que para otras historias podría derivar en un escándalo pacato, acá se torna natural y se elide inteligentemente cualquier ética que no sea la del deseo, aunque ello implique aumentar la desazón. Nada parece remediar la tristeza de la falta, calmar la incertidumbre del otro. Cada vez que Emilia dice “¿Ana, estás?” asoman la incógnita y algún que otro fragmento de un discurso amoroso: “La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente.”

F-

Fourteen, de Dan Sallit, EE.UU, 2019

Mientras veía Catorce, gran película de Dan Sallit, no podía dejar de escuchar una canción de Travis, especialmente una frase: Why does it always rain on me? Is it because I lied when I was seventeen? (¿Por qué siempre llueve sobre mí? Será porque mentí cuando tenía diecisiete?) El verso pertenece al álbum The Man Who, y como la película, está atravesado por la tristeza, o por esa forma de melancolía que los buenos artistas amasan para cubrir todo el cuerpo hasta que uno se ve envuelto. ¿De dónde proviene la tristeza que derrama Catorce? Me atrevo a decir que, además de los rostros y de los movimientos de sus dos excelentes protagónicos y de dos o tres momentos concretos, fuertemente dramáticos, de cierta abstracción. Si bien hay una historia que va hacia adelante a fuerza de elipsis, una historia que versa sobre una amistad entre dos jóvenes y de cómo una hace lo posible para estar presente ante la intensidad de la otra, todos los elementos que entran en juego (el ritmo, los colores, los sonidos, las imágenes)  están dispuestos para hacer efectiva una abstracción, para materializar una emoción continua, para dar forma a la tristeza, diseminada a lo largo de 94 minutos. Alguien puede llorar, otro se puede lamentar, pero no necesariamente nos conmovemos por eso. Sallitt no jode con la música, no hace falta, porque lo que prevalece más allá de esos instantes es un dejo de tristeza desparramada, como si extrajera el jugo de una fruta para esparcirlo a lo largo de la pantalla. Abstraer un sentimiento de ese modo no es nada sencillo. He aquí la clave, el corazón de la película, y una posible respuesta al efecto que me generó.

Hoy, por diversos motivos, el cine como experiencia es una idea que está en crisis. Un desafío importante es captar la concentración de los espectadores. Desde siempre, la sala oscura fue el espacio de rituales y de sueños, hoy multiplicado en infinidad de pantallas y plataformas. Por cuestiones lógicas, no pude ver Catorce en las condiciones ideales, sin embargo, podría decir que la película trabaja sobre el flujo del tiempo de un modo tan eficaz que cumple con algo inherente al cine y que tanto anhelamos: la posibilidad de sustituir el devenir vital del espectador por el de los personajes, como si se nos arrebatara nuestra identidad para confundirnos en ellos. Y no se trata del tradicional mecanismo de empatía con un héroe o una heroína precisamente. Va más allá, es un lazo metafísico a través del cual nuestra vida se impregna durante una hora y media de una sensación y de un espacio/tiempo que provienen de la misma ficción. Es otra abstracción, quizá, difícil de traducir en palabras.

Mara y Jo son dos amigas que se conocen desde el colegio, y por alguna extraña razón continuaron con ese vínculo después de varios años. Sus vidas se están armando. Una trabaja y estudia, la otra no puede acomodarse a las rutinas laborales y afectivas, tiene ataques de ansiedad y acude a su amiga cuando se desborda. La primera escena presenta esa demanda (que será constante) cuando Mara atiende el teléfono en medio del trabajo y acude a la casa de Jo. Es el eslabón inicial, el punto de partida, ya la parte visible del iceberg. Jo es un enigma y Mara está cuando la necesita, pero su diminuto cuerpo se va desgastando ante la intensidad de la otra. Sin embargo, por algún motivo, ella siempre está (¿será porque Jo la defendió en la secundaria ante las burlas del resto, o porque existe en ese otro una dimensión misteriosa que fascina y le da sentido a la propia existencia?). Los años pasan, los diálogos y las situaciones también. La vida de Mara se modifica, la angustia de Jo no. Y si la naturalidad nunca fue un asunto fácil en el cine con pretensiones realistas, acá funciona bárbaro. Mientras la demanda de Jo tira como una soga y “mastica y escupe” a los diversos doctores, Mara permanece, escucha, pero no logra descifrar el enigma de la locura de su amiga (¿pero acaso se entiende a sí misma?). Repartidos entre los hechos, dos planos son significativos. El primero de ellos parece condensar el carácter enigmático de la película y su propio devenir temporal. Se trata de un plano en picado sobre una estación. Su duración probablemente tenga que ver con la idea del tiempo en el cine. Los trenes siempre han estado vinculados con este arte desde que los Lumiere pusieron la cámara para filmar su llegada. Luego de unos minutos donde la mirada se sostiene imperturbable como si esperara algún acontecimiento extraordinario, la vemos a Mara. Lo importante no es lo que sigue (una escena donde visita a los padres de Jo), sino el sentido posible de ese plano fijo. La joven nunca logró disponer de su tiempo ni dejar de acudir inmediatamente a los requerimientos de su amiga. Tal vez sea el momento en que nosotros, los espectadores, debamos esperarla. ¿Un acto de justicia de Sallit? Posiblemente.

El segundo es apenas revelador de un estado que jamás podrá expresarse con palabras, pero lo que se dice y lo que vemos es un acercamiento al núcleo emocional de Jo, el recorrido de una tristeza que proviene de su adolescencia, el tránsito por una cantidad de doctores que “desvían la mirada y no escuchan” más allá de medicar, y un llanto entrecortado desgarrador. Es una ola en ese mar de tristeza que se dispersa durante la película, pero pega fuerte. Como también pegará fuerte una confesión de Mara hacia el final ante su hijita. No hay exacerbación en estos momentos dramáticos, son signos estratégicos en un conjunto donde los lugares comunes (las drogas, los médicos) quedan fuera de campo. Lo que queda es el misterio de la existencia y el enigma que no puede resolverse como si se tratara de un policial, porque da cuenta de una raíz imperceptible, aferrada al propio ser: la tristeza.

Fausto de Andrea Bussmann, México, 2018

Dentro del conjunto de producciones fílmicas con intenciones visiblemente formalistas se encuentran aquellas que transitan por terrenos híbridos. Hay una pregunta que las atraviesa en relación con qué hacer con las imágenes, cómo hacerlas entrar en juego en el desgastado mundo del audiovisual. En los últimos años, una cantidad considerable de películas transitaron estos senderos por diversos festivales, entre ellas, Rastreador de estatuas (Jerónimo Rodríguez), Santa Teresa y otras historias (Nelson Carlo de Los Santos Arias), o Las letras (Pablo Chavarría Gutiérrez), por citar solo algunos ejemplos. El puente que las une es la búsqueda, la posibilidad de resignificar lo que vemos a partir de una disociación referencial con el sonido y la palabra. De este modo, ingresan en un campo más cercano al experimento, con diversos resultados estéticos.

Tal vez, en esta línea debamos entender Fausto de Andrea Bussmann (Mención Especial del Jurado en la Sección Cineastas del Presente en la reciente edición del Festival de Locarno), una huida de la gran urbe para refugiar el ojo en la costa oaxaqueña de México y sumirnos en un cuadro onírico donde se conjugan el pacto fáustico, las leyendas ancestrales y el presente, sin saber bien a dónde vamos ni dónde estamos. Esta desorientación es productiva cuando el registro poético gobierna las imágenes a través de un acercamiento que combina el relato en off con una mirada de corte etnográfico. A propósito del marco narrativo, más allá de sus connotaciones milenarias (esto es,  alguien que le cuenta una historia a otro y esta se transmite por generaciones), se destaca la neutralidad tonal de esa voz que guía como si fuera un ordenador, una entidad impersonal que devuelve el tiempo, depurada de emociones, como si trascendiera el estatuto de lo humano (otro rasgo visible en varios trabajos contemporáneos). Podría ser la naturaleza misma.

El escenario es una playa que alberga varios misterios provenientes de la época precolombina. Lejos de la postal turística paradisiaca, Bussmann elige teñirla de oscuras texturas digitales tendientes a instalar incertidumbre y buscando explorar ese espacio para convertirlo en otra cosa. Los personajes que intervienen (actores no profesionales) son utilizados en una trama que guarda sutiles conexiones con el clásico literario, pero enseguida se percibe la estrategia orientada a priorizar, antes que una adaptación en términos convencionales, una atmósfera. Y sobre todo, un interesante mecanismo de asociación que involucra la vieja historia europea del pacto con el diablo y los mitos indígenas que deambulan como el viento por la isla.

La búsqueda como motor expresivo no es algo decorativo y también se relaciona con los personajes. Se cuenta que buscan sombras, cuerpos; en definitiva, develar enigmas. Por ende, es un eje rector que abarca, incluso, las posibilidades técnicas de filmar con una cámara digital y ver qué ocurre. Un sesgo de improvisación envuelve todo el proyecto, como si se tratara de un presente continuo, que es el tiempo de los fantasmas, de la misma atemporalidad.

Por último, hay otra asociación posible y es la manera en que estas historias arrojan una luz sobre el engaño en que nos han sumido los relatos colonizadores (“de cómo Cristóbal Colón se robó la luna” cuenta uno de los hombres) y se constituyen como una pared que resiste en medio de una región tan rica como intrigante.

G-

Garoto, de Julio Bressane, Brasil, 2015

No es de fácil acceso el cine de Bressane. Esto, lejos de ser un impedimento, va como elogio en un mapa donde predominan los lugares comunes, aún en festivales de prestigio. A lo largo de su carrera ha construido un modo de expresar con imágenes que se sostiene siempre en los bordes de un cine experimental, poco complaciente con el gusto masivo y más preocupado por establecer una genealogía con grandes nombres a través de la cita o de la representación en pantalla. De este modo, en Miramar (esa película que escandalizó a varios en una edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata por el año 1997) un personaje nos muestra un libro de Sergei Eisenstein y cita a Cocteau. Luego, en Díaz de Nietzche en Turín (2001), el filósofo es retratado en la intimidad durante su estadía en la ciudad italiana en 1888, etapa donde escribe los mejores textos. Bressane obvia las reglas de cualquier biopic convencional para captar la sensibilidad del hombre en un lugar que se le presenta propicio para sus desbordes intelectuales. Se trata de un notable ensayo, sin diálogos, en el cual se destaca la imponente figura de Fernando Eiras con exacerbados bigotes y  ceñuda mirada.

Dos años más tarde, Film de amor propone una película de cámara, asfixiante, en la que tres amigos pasan un fin de semana encerrados en una habitación. Es la forma que tienen de enfrentar la rutina y entregarse a un juego de representaciones en la que prueban diversos juegos en torno al sexo y al amor. Las pocas palabras que pronuncian los protagonistas son filosas y sientan posición. Una de las mujeres advierte: “Una lengua es un modo único de sentir el mundo”. En el universo creativo de Bressane, la cita es un elemento ineludible para constituir “esa lengua”, por eso no es de extrañar que en Garoto tome como punto de partida a Jorge Luis Borges, el escritor por antonomasia en términos de apropiaciones y de reescrituras. Básicamente se trata de una historia de amor que parte del cuento El asesino desinteresado Bill Harrigan, publicado en Historia universal de la infamia en 1935. La adaptación es libre y las palabras borgeanas son reemplazadas en todo caso por una exploración visual de los estados de una relación de pareja. Ya desde el comienzo, el plano detalle de una tortuga fuera de foco nos prepara para un terreno donde los significantes circulan sin tener que apresarlos en significados ocultos. A continuación, alguien indaga unos dibujos a oscuras y se escucha “secuencia uno, toma uno”.   La voz del director da instrucciones acerca de los ángulos más convenientes, oficiando de intermediario entre la pantalla y los espectadores, cuya paciencia es llamada a hacerse efectiva en el acto de mirar. Y entonces aparecen los actores en pose, como si fueran objetos de representación pictórica, que juegan (una vez más en el cine de Bressane) al amor. Mientras se mueven por un lugar edénico, encantado, ella lee partes del relato de Borges, obedeciendo a una máxima: los lugares de enunciación se dan en situaciones de trance, de alucinación, alejados de la civilización. Pueden ser cuartos cerrados o campos abiertos, pero jamás obedecen a una temporalidad definida. En esos marcos, las pulsiones se liberan y el deseo se suelta creativamente para que la sensualidad y la sexualidad gobiernen sus actos, que van desde la mirada al roce, como de la caricia a una fellatio a la cámara.

De Borges rescata Bressane  un crimen. De repente, la pareja acude a la casa de una mujer, un entorno burgués. Dos hacen el amor y uno mira. Y si el tres es un número importante, no será posible para siempre. Entonces, aquello que se ama también se mata. En el film implica una ruptura y una consecuencia que obliga al cambio de locación, como si los personajes hubieran sido expulsados del paraíso. En este segundo tramo, los recorridos conducen a una típica escena borgeana que el director plasma con enorme sensibilidad: un horizonte al atardecer mientras suena un bolero. Se trata de un momento poético, de fuga radical, de un cineasta diletante. A esta altura, el despojamiento es total y el llamado al espectador, es el de la selva del cine, el instinto primitivo de quedar embelesado por las imágenes y los sonidos. De eso se jacta, fundamentalmente, Garoto. Y con orgullo.

Graduación, de Cristian Mungiu, Rumania, 2016

Una vez más el cine rumano amasa una idea, a saber, que el país se ha convertido en un gran baldío donde los pilares (la educación, la justicia, la salud y la familia) se desmoronan con una rapidez alarmante. Desde esta perspectiva, Mungiu trabaja sobre un malestar connotado desde la primera secuencia de planos: una estructura de monoblocks, un ambiente casero sin vida, con aspecto de museo conyugal, y un piedrazo sobre una ventana. Es la punta del ovillo, la carta de presentación para el pantano narrativo y personal de los seres que deambulan por una tierra devastada, carente de desbordes emocionales, y cáustica por donde se la mire.

El protagonista es Romeo, un médico que vive como puede con Magda, su mujer, que permanece cual zombie como consecuencia de un matrimonio terminado. Ambos forman parte de una generación que vio frustrados sus sueños de progreso y que se sienten cómplices del derrumbe. Por ello, el padre hará lo posible para que su hija rinda los exámenes que le permitan acceder a un colegio en Inglaterra. La presión es constante pero se verá entorpecida por turbios obstáculos. Romeo maneja varios escenarios (también tiene un amante) pero siempre se viste igual y su semblante jamás muta en una sonrisa. Es que no hay tiempo para eso. Para colmo, alguien ataca las ventanas de su casa y el auto. El horizonte de su vida es tan incierto como el del país y apenas puede descargar un llanto brevemente camino a su casa. La monotonía de esta vida es coloreada por la recurrencia a los tonos azulados y marrones y la cámara capta los nervios de este hombre anclado en una estructura asfixiante. La incomodidad gobierna y los placeres aparecen siempre postergados pues ninguno goza de un momento de disfrute en lo que hace.

Dentro del esquema ideológico que la película traza, el microuniverso familiar se transforma en el mecanismo extintor de una mirada trágica: cuando las instituciones no funcionan asoman los pequeños actos de corrupción cuyas implicancias morales son apenas el comienzo de una montaña de decisiones dudosas, donde la ética se ve comprometida. En efecto, la imperiosa necesidad de Romeo por forjar el futuro para su hija se ve amenazada (al principio intentan abusar de ella) y entonces el mismo incurrirá en una serie de pedidos poco transparentes porque el fin justifica los medios. La agonía individual y social nunca es frenética, y se cocina lentamente. Estos signos, propios de una realidad monolítica y de monoblocks, son los yuyos que crecen en Rumania, otro país afectado por el capital salvaje.

¿Por qué se soporta semejante sequedad? Se sabe que en el cine la dictadura de la felicidad como de la miseria triunfan siempre y cuando no se noten las costuras, y si hay algo que sostiene a Graduación es el equilibrio en medio del agobio, la pericia del director para encerrarnos en la cárcel de la verosimilitud sin que nos escandalicemos pese a su crudo realismo.

(Continuará)

elcursodelcine

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