Los poderes de la ficción. Un recuerdo sobre el cine de Abbas Kiarostami. (A propósito de las películas disponibles en la plataforma MUBI)

La muerte de un cineasta no es la muerte del cine. La desaparición física de un artista arrastra una extraña paradoja: la desazón porque ya no podremos acceder a creaciones futuras y la firme expectativa  de que la revisión de una obra puede deparar sorpresas. Se sabe, la tristeza tiene sus tretas, tal como el destino. Abbas Kiarostami estaba en un punto alto,  en la delicada instancia en la que un director se reinventa. Con Copia certificada (2010) y Like Someone in Love (2012), maravillosos tratados sobre la ambigüedad, y sin resignar un ápice de talento, fue capaz de trasladar el horizonte de representación para demostrar que una mirada personal va más allá de cuestiones de latitud. Acostumbrados a una etapa donde los intercambios verbales iraníes mostraban la riqueza lingüística y sonora hasta las últimas consecuencias, de repente aparecen estas parejas que comienzan a jugar/actuar roles en un universo donde la ilusión y la verdad se funden y el deseo oficia como motor.

En cuanto a la primera de ellas,

insiste en espectadores que miren, descubran, a la vez que recrea los rasgos de una estética propia de autor, que no envejece,  en un filme que muchos temieron y hasta desdeñaron como occidental, de una vitalidad notable.  El primer plano ya representa una apuesta en ese sentido: mientras transcurren los títulos, vemos una mesa, un micrófono preparado, un libro y la pared de fondo. No hay música y se escuchan los sonidos fuera de campo de gente que habla. La duración permite armar el marco paulatinamente; luego, alguien aparece por el borde de la pantalla y se dirige al auditorio (que aún no vemos) para anunciar la llegada del hombre que dará la conferencia. A continuación, el contraplano general muestra al público sentado y bien atrás, apenas perceptibles, los tres personajes que serán relevantes en esta historia: el escritor, una mujer y un niño. El director no utiliza artilugios manipuladores para dar vida a sus criaturas, las coloca para que las descubramos, para que indaguemos en el interior del espacio/pantalla (no necesariamente en una primera visión). Esto implica una determinada concepción de la realidad cinematográfica como una entidad compleja, sin efectos deformantes,  el signo propio de una tensión entre ficción y documental que el director iraní ha sabido construir desde su primer largo, a saber, una cierta idea de transparencia a través de la cual las cosas se muestran como son mediante el registro de una cámara. Esta idea, por supuesto, nada tiene que ver con el reflejo de la vida, sino con la posibilidad, en todo caso, de acentuar su carácter ambiguo o el encanto propio de la incertidumbre. Lo maravilloso es que Kiarostami no recurre para tal fin a ningún recurso que apele a lo sobrenatural. En efecto, esta pareja (en más de un sentido posible) conformada por William Shimell y la extraordinaria Juliette Binoche  inicia un recorrido por Toscana durante un día, sin embargo, en algún momento del trayecto, en una escena memorable dentro de un café con una lugareña, lo aparentemente cotidiano cede el lugar a un juego de apariencias, a otra instancia de lo real que progresivamente ganará terreno en el relato. Es allí donde las preguntas surgen y se produce justamente la interrogación sobre la naturaleza de aquello que consideramos lo real. Como si se tratara de un procedimiento cortazariano en literatura, Kiarostami produce un extrañamiento en la mirada del espectador y lo involucra en el mismo juego que sostienen los personajes. Hay un momento en que lo cotidiano se abre hacia otro ámbito y el tiempo se suspende. Aquí aparece otra de las constantes de su filmografía: la suspensión temporal iniciada a partir de un viaje o recorrido (como en otra obra maestra del director, ¿Dónde está la casa de mi amigo?). El trayecto que desarrolla la pareja tiene como fondo la hermosa ciudad italiana, sin embargo, se elude en todo momento la postal turística, ya sea a través de imágenes que apenas se filtran por los vidrios de un auto o por la intromisión a ciertos rituales que acentuarán la ambigüedad de la situación. Son momentos en los que el tiempo se dilata, donde cada parada (corta en su duración real) tiene una densidad que la hace eterna. Ciertas líneas de diálogo refuerzan lo anterior. Él le dirá dentro del auto “no es nada sencillo ser simple” o “prefiero viajar deliberadamente sin rumbo”, dos frases que pueden vincularse con el cine del director. Por otra parte, como en todo viaje, las identidades se transforman (al igual que la alteración de una obra de arte); la genialidad aquí consiste en disimular dicha transformación.

Copia certificada no sólo participa del conjunto de películas que hacen grande al cine  sino que también actualiza el comentario de Godard luego de ver Viaje a Italia de Rossellini: para hacer una película sólo se necesitan dos personajes y un auto.

Y de mirar se trata la ética que trasunta de sus películas. Si el mundo es un reducto de efectos ópticos al que todos estamos expuestos, el cine de Kiarostami encierra algo de pedagógico, siempre consagrado a la idea de que uno debe saber mirar, saber ver, ya que «el secreto reside en el conocimiento de este mundo de visión, de mirada», tal como declarara en alguna ocasión. Porque, pese a la aparente transparencia que destilan sus filmes, en ocasiones un imperceptible agente desestabiliza la comodidad racional a favor de una intuición y entonces la única certeza es que siempre hay algo más de lo que parece. ¿Cómo interpretar sino el extraordinario plano final de Detrás de los olivos (1994), baziniano hasta la médula, en el que los personajes se alejan a través del prado luego de que uno le proponga matrimonio al otro? Aquí, del mismo modo que en otros filmes de su autoría, somos invitados a elegir una vía posible de interpretación mediante un plano general que apenas nos permitirá imaginar lo que ocurre y lo que vendrá. La prolongación temporal de ese momento trabaja la espera como sustrato del espectador, encerrado en la misma nitidez de lo que ve, intrigado mientras fluye el tiempo y se desvanece la película.

Por ello, la línea difusa que separa el documental de la ficción ha sido uno de los ejes centrales de sus películas dado que es la pureza misma de la pantalla la que prevalece más allá de los géneros, la captura de un tiempo y de una dimensión de lo real que se materializa gracias al cine. Basta ver El sabor de las cerezas (1997) en la que un conductor permanece fuera de campo e interroga a los peatones que cruza con su auto como si de una encuesta se tratara. Sabremos que busca a un enterrador ya que ha decidido terminar con su vida, pero las razones permanecen veladas. Las respuestas llegarán a modo de conjeturas por parte del espectador, nunca de quien muestra. De allí que el principio de incertidumbre siempre sea el movimiento: traslados en moto o en auto (ese elemento cargado de connotaciones cinematográficas), caminatas, corridas, serán los puntos de partida y de tensión para ceder el terreno del misterio, sin efectos de ningún tipo. En todo caso, serán las ventanas y los espejos, aquellos que reforzarán las ideas de encuadre y abrirán aristas en torno a la representación.

La cámara de Kiarostami siempre ha sido perezosa para buscar al objeto o sujeto que todo espectador espera encontrar. Por el contrario, si algo alimenta a su cine es el fuera de campo como espacio privilegiado, cubierto por el sonido. Este alcanzará una materialidad sustancial a la hora de suplir las imágenes elididas. Un caso notorio es el de Shirin (2008), un compendio de miradas femeninas y de primeros planos consagrados a una película que no vemos pero que viviremos a través de sus rostros. La escucha es el motor que nos vinculará con la experiencia cinematográfica de la pantalla.

Y si el tiempo es la materia de la que se alimenta el cine, habrá que decir que pocos directores han trabajado tan enfáticamente esta cuestión con todas las implicancias que tiene. Si existe una obra maestra en este sentido es Primer Plano (1990). ¿Cuántas acciones quedan condensadas y son reiteradas como principios estructurales en esta historia de máscaras? Ese tiempo que se demora hace que la película se transforme en una nueva experiencia donde la realidad se recicla y se expande hacia el espectador, no como una montaña rusa de sedantes, sino con el debido respeto para que elija entre todos los elementos presentes y se pierda en ese inextricable laberinto llamado realidad.

Take me home, una pequeña joya rodada en el sur de Italia, entre valles y escaleras, sin diálogos, en un perfecto digital en blanco y negro cuya acción principal es una pelota que cae y que veremos caer durante un rato porque “la repetición hace la poesía” en las películas del recientemente fallecido director. El espacio se torna infinito gracias a la ilusión que genera el montaje y la cadencia de imágenes musicalizadas delicadamente nos introduce en un espacio fantástico (“Todas las escaleras, la escalera”) hasta retomar el equilibrio inicial. Una pelota que cobra vida y un niño que la persigue. Parece un gag de los inicios del cine o un homenaje al famoso globo rojo de Lamorisse del que hablaría Bazin, objetos que se rebelan ante sus dueños. Pero es sobre todo una delicia.

En 24 Frames sus preocupaciones y sus búsquedas formales persisten. Lo primero que se percibe es la naturaleza experimental del proyecto, un compendio de imágenes que perseguirán un fin común. Al inicio leemos una declaración del director donde habla de fotografías capturadas en los últimos años donde imaginaba el antes y el después de cada imagen. Lo que precede a tal enunciación es un problema ontológico que Kiarostami retoma de AndreBazin acerca de la evolución del lenguaje cinematográfico y a partir de allí entramos en el juego exploratorio que consiste en una secuencia de 24 cuadros donde la yuxtaposición es el recurso privilegiado que hace interactuar a la pintura, la fotografía y el cine, tanto en su condición analógica como digital. De todos, se destacan fundamentalmente el primero y el último. Uno porque parte de un cuadro de Peter Brueghel en el cual los sonidos y los imperceptibles movimientos liberan a la imagen pictórica del estatismo reinante; el otro, porque es portador de una belleza absoluta y misteriosa: una joven dormida sobre un escritorio frente a una ventana a través de la cual vemos (una vez más) a la nieve y a los árboles sacudidos por el viento, mientras una película clásica finaliza en un monitor de computadora. Fusión de tiempos y de percepciones, posibilidades diversas de registros: Kiarostami nunca fue un llorón melancólico ni cultivó las telarañas de una cinefilia tardía. Por el contrario, fue un cineasta capaz de trasladar el horizonte de representación para demostrar que una mirada personal va más allá de cuestiones de latitud. Como Tarantino (un director en las antípodas) y Perrone (un realizador incansable) y otros grandes, supo transmitir la felicidad y el amor por el cine continuamente en sus respectivos procesos creativos.

Y de mirar se trata la ética que trasunta de sus películas. Si el mundo es un reducto de efectos ópticos al que todos estamos expuestos, el cine de Kiarostami encierra algo de pedagógico, siempre consagrado a la idea de que uno debe saber mirar, saber ver, ya que «el secreto reside en el conocimiento de este mundo de visión, de mirada», tal como declarara en alguna ocasión. Y 24 Framesdemanda un gesto noble por parte del espectador en un presente donde el silencio y el descanso parecen ser un lujo de la civilización, nos invita a mirar, y no solo eso, a permitirnos el goce estético de lo que vemos con una mirada despojada de la celeridad audiovisual berreta.

De allí que el principio de incertidumbre siempre sea el movimiento. En todo caso, serán las ventanas, los espejos y otros, aquellos que reforzarán las ideas de encuadre y abrirán aristas en torno a la representación. En el segundo cuadro, un auto sigue el recorrido de un caballo por la nieve; de pronto se baja la ventanilla y la vista se aclara. Cuando los caballos salen del dominio visual, el auto prosigue. En otros se refuerza la idea de encuadres con bellísimas imágenes donde la profundidad de campo cobra especial relevancia. A través de recovecos, siempre habrá una abertura para aprehender con la mirada.

La cámara de Kiarostami siempre ha sido perezosa para buscar al objeto o sujeto que todo espectador espera encontrar. Si algo alimenta a su cine es el fuera de campo como espacio privilegiado, cubierto por el sonido. Este alcanzará una materialidad sustancial a la hora de suplir las imágenes elididas. La escucha es el motor que nos vinculará con la experiencia cinematográfica de la pantalla. Hay canciones de diverso géneros cuya inclusión puede pensarse de diferentes modos, ya sea como interferencias, amplificaciones o portadoras de sentido. También sonidos delicados y otros abruptos que atraviesan las situaciones que, casi en su totalidad, ofrecen conductas de animales (los humanos solo están connotados y a veces negativamente, con disparos o ruidos de motores que alteran el orden natural).

24 Frames es una película que transcurre sin una idea absolutista de registro, pero sí con una dinámica particular en torno a la representación, un eje que ha sido estructural del cine de Kiarostami. El trabajo sobre las fotografías, intervenidas, manipuladas, no es otra cosa que la tentativa por explorar nuevos territorios, una búsqueda que lamentablemente se interrumpió por la desaparición física del director y que nos privó de un maestro reinventándose en la era digital.

Se fue el cineasta que mejor pensaba el presente del cine, no tengo dudas. Gracias por tanto.

elcursodelcine

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