Viejos (Old), de M. Night Shyamalan, 2021

Con una filmografía sólida (a pesar de los altibajos), M. Night Shyamalan ha regalado algunas certezas: un efectivo dominio narrativo, la construcción de atmósferas otoñales y un conocimiento de recursos heredados del cine clásico. Se sabe, de todas las influencias, la influencia es Hitchcock. Además de citarlo en cada película con orgullo, el realizador indio ha incorporado el truco del cameo como adorno cinematográfico. Sin embargo, en Viejos Shyamalan se entusiasmó y pasó a ser prácticamente un personaje más de la ficción. Esa distancia, entre la breve aparición de los títulos anteriores y la cantidad de minutos de pantalla en esta, acaso dé cuenta de un exceso que atraviesa varias aristas en una película que es, por lo menos, fallida. A sus intenciones la perjudica un cúmulo de decisiones efectistas que, incluso, rozan la pavada dentro de un esquema que no evita la solemnidad y nos prohíbe reírnos del disparate, porque es evidente que Shyamalan quiso ponerse serio.

Si la naturaleza es un motor amenazante a causa del abuso humano (temática presente en algunas cintas precedentes), aquí aparece como escenario excluyente. El lugar elegido por una familia para pasar sus vacaciones es un lujoso hotel paradisíaco, una de las tantas cápsulas espaciales donde todo se iguala a partir del consumo y de la fachada de la felicidad hedonista. Un poco más allá, una playa increíble adonde un grupo de personas elegidas irán a modo de excursión y entonces comenzará una larga cadena de manipulaciones escenográficas con las cuales el director intentará mantener la tensión como suele hacerlo habitualmente. Así como el maestro Hitchcock encerraba en el mar a ocho personajes en Lifeboat (1944) para sacar a relucir las miserias humanas al borde de lo verosímil, Shyamalan enfrenta a un grupo de personas al dilema del envejecimiento prematuro en un escenario en el que fueron puestos siniestramente. La diferencia sustancial es que cada acción se encuentra afectada por un tono que nunca se aleja de la suntuosidad, por una música que jamás cesa para condicionar nuestras almas y por una lógica que parece, incluso, contaminada por los artilugios de tantas series que pululan en el mercado. En términos criollos, a Shyamalan se le quemó el asado: cocinó mucho en la parrilla y se pasó de fuego. Si en otros títulos había respiros para desarrollar a los personajes, aquí se amontonan conflictos familiares e individuales que quedan diluidos ridículamente por las necesidades dramáticas dentro de un imaginario muy trillado de literatura de anticipación. A la sugerencia de gran parte de su cine se la ha sustituido por un subrayado molesto, a las figuras protagónicas fuertes por un elenco multicultural bastante pobre y los mejores momentos logrados por una sumatoria de artificios de costura muy visible. Basta ver de qué modo la omnipresencia de la cámara fuerza nuestra mirada para que advirtamos el énfasis en ciertos encuadres o movimientos donde todo parece rigurosamente vigilado. Y por si fuera poco, un final digno de esos mensajes con mayúscula. De todos modos, no pierdo la fe en el cineasta indio. Un tropezón (importante) no tiene por qué ser caída.

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