ORDEN ALEATORIO: UN ABECEDARIO CAPRICHOSO (TERCERA PARTE)

Tercera entrega de este antojo movilizado por el azar. Películas cuyo título sea una sola palabra del reservorio de reseñas escritas. No importa el puntaje ni la supuesta calidad, sino que se acomoden al orden alfabético propuesto. Dos por letra. Aquí va la tercera parte.

O-

Office, de Johnnie To, 2015                                                   

Debo confesar que cuando me dieron los anteojos antes de ingresar a la sala casi huyo, pero le aposté unas cuantas fichas a la posibilidad de que estuvieran justificados. Hay que decir que To aprovecha inteligentemente el 3D y potencia el espacio donde se desarrolla la historia, una gigantesca oficina con forma de set cinematográfico donde las estructuras que dividen los ambientes se perciben en sus diferentes dimensiones de profundidad. La cámara del director es un ojo que explora coreográficamente el lugar de manera tal que nuestra percepción baile con los desplazamientos de los personajes. Y claro, la película retoma los musicales de la época dorada, sin embargo, el efecto que producen las canciones es extraño. Primero por el idioma; segundo, por la condición social de los personajes, empresarios voraces y ambiciosos, sumidos en esa burbuja virtual de enredos pasionales.

La elegancia y el oficio del director están muy por encima de la cuestión ideológica que a muchos les resultará profunda (las consecuencias de la locura financiera y los manejos inescrupulosos del dinero) pero que no deja de ser una mirada juguetona más al servicio de la puesta en escena que otra cosa. Todo está en la superficie y la oficina es el reflejo de lo que la existencia misma se ha convertido: seres que deambulan en un espacio inmaterial sin registro del otro.

Orlando, de Sally Potter, 1992

La película trabaja un modo de representación basado en la ilusión de una biografía, o mejor dicho, en la pretensión de veracidad que esta tiene. Tres dimensiones aparecen conjugadas: la literaria (en tanto se trata de un ejercicio de adaptación que ofrece un constante diálogo con los espectadores/lectores, con los géneros, con la crítica, con el estilo), la histórica/social (aborda un período de la historia de Inglaterra y de las corrientes artísticas de un momento determinado) y la individual (donde se inscribe la cuestión de la identidad, el hombre, el cuerpo, el vestido, la maternidad). Esta última es la que guiará preferentemente nuestras reflexiones.

Puede entenderse, incluso, como una parodia al discurso histórico, a la biografía, sobre todo en lo que representa como un saber manipulado por la lógica masculina. Orlando se pasea a través de los siglos, siempre joven, sin que haya un Dorian Gray en el ático. Y en este proceso, la directora consigue un efecto similar al del realismo mágico, en escenas como las que se refieren a la relación con la joven rusa. Los amores del isabelino y de la rusa corresponden son las máscaras de esos otros amores de la vida, aún cuando más tarde el Orlando embajador en Constantinopla se convierta en gitano durante unas noches en una clara alusión a la sangre de Vita. Y en el transcurso de los siglos, y al albor de una noche toledana despertará mujer. Una híbrida carta de amor encubierto, donde la identidad sexual, los estilos literarios y los grandes períodos históricos quedan minados por la risa que nos advierte que todas esas cosas son construcciones estructuradas como lenguaje. Y como tales carecen de una relación fija o natural con otra cosa que no sea ellos mismos y su propia sucesión.

P-

Parásitos, de Bong Joon-ho, 2019

Aún con ciertos subrayados, el diagnóstico demoledor sobre el mundo capitalista que Bong Joon-Ho despliega en Parasite posee una fuerza visual arrolladora. De los tres referentes coreanos en la actualidad (los otros son Lee Chang- dong y Hong Hang-soo) es el que mejor conserva vigente la idea de que se pueden establecer conceptos sin resignar el tren de la narración ni el pulso popular. Sus trabajos mantienen una ligazón genérica que le permite transitar aspectos de la sociedad desde un marco más general y si se quiere con mayor ambición. Sin embargo, su poder de intuición le permite trascender una geografía determinada, ya sea para dejar en evidencia las consecuencias de un sistema económico atroz o para poner en escena las aristas más oscuras de la condición humana. En el contexto de un mundo global donde el capitalismo impera, los vínculos humanos están dirigidos de manera tal que la descompensación desmesurada entre quienes más y menos tienen derive progresivamente en una locura capaz de justificar cualquier cosa. En Argentina nos han hecho creer que está bien dormir en los cajeros; en Parasite un personaje agradece vivir confinado en un sótano. Organizar todo lo anterior en un relato y explotar los matices es parte de la genialidad del director.

Y la lógica inicial para llevar a cabo tal proyecto es la del contraste espacial agresivo. El comienzo de la película bien podría verse como el espejo reverso de La ventana indiscreta, ese tratado cinematográfico sobre la mirada que Hitchcock nos legó en 1954. Una ventana, unas medias colgando y una familia que en condiciones de hacinamiento ve pasar la vida desde un subsuelo. Mientras el orden de los objetos se corresponde con una pila indiferenciada y caótica de ropa, utensillos y cajas desparramadas, lo más importante es obtener señal de WIFI y sacar provecho de todo lo que pueda obtenerse gratis. En determinado momento, y por sugerencia de alguien, el joven de la familia consigue hacerse pasar por profesor de inglés en una millonaria mansión. Y aquí se introduce ese otro espacio, el de la riqueza exacerbada y el de la obscenidad económica. Este punto de partida binario sostenido desde la oposición espacial (sótano/casa) y humana (clan de los pobres/individualismo de los ricos) deviene en una zona de confluencia que habilita los matices con los que trabajará Bong. La idea de irrupción, de intrusión, cuando la familia empieza a travestirse laboralmente para ocupar el lugar de los otros, le sirve al director coreano para explorar las apariencias, desenmascararlas y concluir en la mismísima condición humana, en las miserias existenciales para pelar la cáscara de un mundo sin rumbo. Sobre todo, cuando se descubre que siempre hay alguien que está peor. Un punto de quiebre en medio de la trama (un descubrimiento) pondrá en jaque toda la situación y replanteará el juego de roles. La disputa por el espacio será una clave reforzada y la preservación de la cofradía familiar, un objetivo de tintes bélicos.

Más allá de ciertos delices que algunos cuestionarán seguramente como un trazo grueso, lo importante es que Bong construye discurso con la puesta en escena y con detalles relevantes. No es de los directores que proclama, y lo que a priori parece claro y diferente, termina confundiéndose de modo ambiguo. En esa casa, en la lucha por el dominio territorial se cuela la Historia, se filtra por sus paredes lujosas el estado actual de un mundo donde los ricos huelen a los pobres, que serán pobres pero no boludos, donde el desprecio es moneda corriente y todo parece conducir a la locura desatada. La gran ventaja es que Bong no se pone serio, se vale de la ironía, del humor negro y de la confianza en las posibilidades de un lenguaje que atesora sus orígenes populares. Y si bien hay planos y secuencias que se enlazan con una tradición pictórica de la cual varios se sentirán reconfortados, nunca pierde de vista Bong el gusto por los géneros, ese puente que cobija a todos los amantes de relatos sin pose.

Paterson, de Jim Jarmusch, 2016

Paterson es el nombre del protagonista, un chofer de colectivos que vive con su novia y un perro muy particular, y también del pueblo que habitan,  exponente de la América profunda en New Jersey. Su vida transcurre entre la rutina laboral, hogareña y los intersticios que le sirven para anotar poemas en su libreta de apuntes. Con estos escasos elementos el director construye una historia cuyo tono homenajea a una tierra de escritores inspirados. Cuando las imágenes muestran la monotonía de la ciudad se ve que no puede haber otra cosa que enfrentarla con literatura y con esas imperdibles conversaciones que los personajes mantienen en un espíritu de camaradería que no da lugar a la clásica mirada de buenos y de malos. Si hay algo que poseen las criaturas de Jarmusch es humanidad, nobleza y sensibilidad. De allí que el ritmo de la película siga una especie de cadencia poética y conserve una sobriedad que no da lugar a exabruptos emocionales. Todo aparece en su justa medida. Paterson trabaja y desea que las horas pasen para poder escribir y estar con su novia, anclada en pequeños sueños de grandeza gastronómicos y musicales. Es un sujeto perceptivo, capaz de asombrarse por las constantes duplicidades que la realidad del lugar le ofrece (nótese la galería de personajes idénticos, una influencia acaso de la fotógrafa Diane Arbus)  y de crear sus versos mientras maneja. Al mismo tiempo, cada aporte sonoro de los pasajeros en el colectivo favorecerá su propio universo de interpretación. Por otro lado, la lógica minimalista de la repetición de los días y de los actos siempre agrega casi imperceptiblemente signos que se suman para dar paso a variaciones dentro de una misma melodía narrativa. Pero hay algo más: la visibilidad del mundo del trabajo y la posibilidad de conectarlo con la poesía, una visión que muchos cineastas del presente serían incapaces de relacionar con sus jóvenes insatisfechos y conflictuados del Siglo XX.

Q-

Quinquin de Bruno Dumont, 2014

¿Un policial con humor? ¿De Dumont? Para muchos, las respuestas a estas preguntas parecen imposible , sin embargo, el terrible joven francés lo hizo sin perder un ingrediente de su universo cinematográfico.  El paisaje es similar al de la mayoría de sus historias, tranquilo, luminoso, siempre con la calma que precede a la tormenta. Allí vive el pequeño Quinquín, quien hace de las suyas: le gusta tirar petardos, juntarse con sus amigos para algunas travesuras y mantener una tierna relación con la pequeña Eva. Hay que decir que Dumont sigue siendo un especialista en hallar actores no profesionales cuyos rostros parecerían haber nacido para la pantalla. Tal es el caso de este chico, con su rostro parecido al de un adulto, cuya mirada será difícil de olvidar. Una serie de crímenes disparatados quiebra el estatismo pueblerino (gente mutilada e introducida dentro de vacas) y provoca la aparición de otro personaje que será recordado por mucho tiempo, el detective, un señor rellenito con varios tics nerviosos en cuyo rostro están todos los gestos de los grandes comediantes de la historia. Junto con su ayudante Carpentier incurrirá en razonamientos absurdos e hipótesis vacías. Su forma de caminar (al estilo Tati) y sus torpes movimientos desfasados son apoteóticos. Además, hay dos  escenas antológicas en una iglesia y en un almuerzo que trabajan el humor con diversos procedimientos tan efectivos que dan ganas de que no terminen nunca. La duración es excesiva (tal vez le sobren algunos minutos) y hacia la segunda mitad las sombras ganan terreno por la acumulación (inverosímil) de cadáveres y ninguna resolución. La historia se encuentra estructurada en actos cuyos títulos solemnes (“La bestia humana”, “El corazón del mal”, entre otros) son inversamente proporcionales al disparate de las situaciones. Pese a ciertos signos que continúan la línea de incomodidad en su cine, y aunque muchos no lo crean, este film tiene momentos de saludable ternura. Recomendable para detractores.

Qué?, de Roman Polanski, 1972

Después de esa obra maestra llamada Cul de Sac, la otra cumbre del absurdo es un emblema del caos, la libertad y el desenfado, aún jugando en el terreno de lo saludablemente fallido. Para muchos un collage berreta de arbitrariedades; para otros, entre quienes me incluyo, una película divertidísima. La mirada de Polanski recorre oscuros senderos, se nutre permanentemente de signos que se vuelven extraños pues están sacados de sus contextos originales y a través de diferentes estrategias aparecen cuestionados, invertidos, problematizados al punto de tornarse irreconocibles. En este caso, los resortes del drama están puestos patas arriba, del mismo modo que los estereotipos del cine industrial, empezando por un Mastroianni más grotesco que nunca. Los fantasmas de Buñuel se alzan en esta locura donde una villa aristocrática es el escenario dramático para enredos, desencuentros, placeres y perversiones.

R-

Rocky, de John G. Avildsen, 1976

«Porque una cosa es aprender a ver películas de manera profesional-para verificar por otro lado que son ellas las que nos miran cada vez menos-y otra cosa es vivir con los films que nos vieron crecer y que nos miraron, rehenes precoces de nuestra futura biografía, atrapados en las redes de nuestra historia.» (SergeDaney, El travelling de Kapo)

Entré en el universo de Rocky cuando el mito ya estaba instalado. En 1982 tenía diez años y veía el mundo en contrapicado, sobre todo las puertas de los viejos cines donde pegaban fotogramas de las películas que daban. Recuerdo pasar una y mil veces con el colectivo y mirar las imágenes de Rambo, intrigado por saber qué carancho le habían hecho a Stallone, que aparecía todo inflado y torturado en la foto. Pero eso fue después. Antes, dieron en el cine Gran Mar Rocky III. Yo salía del colegio y cuando entré, el mundo se transformó. Yo me mandé como el pibito de Los clowns de Fellini al circo mientras se abrían las cortinas, pero con el tiempo me figuro que mi caminata por el pasillo entre las enormes filas de butacas fue como cuando se le abrió el mar a Moisés.Luego, se desplazaban los créditos en amarillo de la película con la clásica música de apertura: ahí estaban las escenas sangrientas del combate con Apollo Creed en la segunda parte. Y ya nada fue igual, la picadura del cine no tuvo retorno y Rocky sería el personaje de por vida.

Después vi la película unas quince veces más, salí boxeando, disputé mil batallas con mi hermano, les dimos batalla también a la pobre vieja con los quilombos que hacíamos dramatizando las peleas de Rocky, nos íbamos a ver a un café en video las versiones anteriores. De esa inocencia, de esos primeros relámpagos cinematográficos jamás renegaré (después vendrían todos los gigantes, desde Dreyer a Godard, de Ford a Hitchcock, más los festivales, más esto, más lo otro). Lo supe cuando encontré el rostro que estuve buscando en el de la pequeña Ana Torrent mirando Frankenstein en El espíritu de la colmena, esa obra atemporal de Víctor Erice.

La tercera entrega de la saga, dirigida nuevamente por el propio Stallone, es un punto de inflexión manierista en el que el hombre le cede el paso a diversas máquinas. La primera es la que se corresponde con el propio Rocky, transformado a partir de su coronación en una estrella publicitaria. Una sucesión de imágenes con Eye of Tiger de fondo musical, confirma que la pobreza ha devenido en fortuna material. Claro está, el tema será cómo manejar ese paraíso artificial. Sin embargo, por lo menos al principio, el protagonista tiene en claro cuáles son sus orígenes y su solidaridad no cede ante nada. La primera escena lo encuentra en la cárcel sacando al simpático cuñado Paulie de la cárcel con una crisis de personalidad. Más adelante, se suman los otros sustitutos artificiales. En primer lugar, una estatua en Filadelfia en honor al campeón, un hecho que parece enfrentar al hombre con el mito, reflejado en la azorada mirada del campeón. Luego, las peleas. Una a beneficio, una especie de espectáculo circense con el luchador HulkHogan (que bien podría anticipar las pavadas actuales de Floyd Mayweather para seguir acumulando dólares), que se transforma en una secuencia divertidísima y grotesca. Está claro que Rocky, el campeón, se encuentra en una zona de confort absoluta. La pelea con Creed ha sido devastadora y nada hace pensar en un desafío inmediato, más allá de unos cuantos boxeadores mediocres. El hombre de sombrero se ha aburguesado inevitablemente. Entonces aparece ClubberLang, la máquina faltante, la máquina de matar. Pone a prueba el coraje de Rocky y logra concertar a base de provocaciones el desafío.

Stallone, conocedor de la historia y en concordancia al devenir de la década del ochenta, introduce estratégicos golpes de efecto que provocan cambios significativos en la trama, como si se adelantara a los famosos finales de temporada de las series actuales. Entre las dos contiendas con Lang suceden dos hechos significativos. Uno es la muerte de Mickey Goldmill (el genio Burgess Meredith); el otro, la aparición inesperada de Apolo Creed, para mantener vigente el mito del hombre que lo destronó. Y la única forma de hacerlo es devolviéndole su humanidad. Allí vuelven a los barrios, a los gimnasios semilleros, a la música negra y la película recupera la veta carnal, más allá de la publicidad, la estatua y el éxito. La máquina de Clubber, en apariencia implacable, es un obstáculo casi sobrenatural (como lo será Drago en la siguiente película). Los ideologemas americanos empiezan a funcionar a pleno en las dos partes manieristas de la saga: el triunfo del individualismo, el sacrificio a toda costa. Todo es posible. El entrenamiento será la secuencia inolvidable mientras suena Gonna Fly Now. Por último, la pelea (más artificial que nunca, pero qué importa a esta altura) y una vez más Rocky llamará desde el ring al amor de su vida, Adriana Pennino, más conocida como Adrian.

Roma, de Alfonso Cuarón, 2018

Miércoles, 3 A.M. Insomnio. Siempre me acuerdo de Funes el memorioso, ese gran cuento que Borges confiesa haber escrito en sus eternas noches de desvelo. Mi problema no es el de Funes, porque yo, lejos de recordar, tengo la cabeza activada en lo que vendrá. Tampoco puedo ser Borges y escribir relatos tan perfectos. Así que lo que suelo hacer es prepararme un té con unas yerbas poderosas y aguardar a que el sueño se digne a aparecer. Mientras tanto, elijo una película para combatir la situación. Me decido por Roma de Alfonso Cuarón, a la cual evité durante el último Festival de Cine de Mar del Plata. Si bien el director me parece el más rescatable de la tanda de mexicanos que trabajan para EE.UU (Del Toro, Iñárritu; bueno cualquiera es mejor que Iñárritu), el afiche con esa imagen perfectamente publicitaria no me convencía demasiado. Uno siempre guarda títulos para ver cuando está al pedo, así que era la ocasión perfecta. Me metí en Netflix y la vi.

Roma es de una belleza abrumadora. Negar esto es tan ridículo como no emocionarse con ET en bicicleta cruzando la luna. ¿Qué duda cabe? Además, es una película hecha para eso, para hipnotizar con su exquisita e hiperrealista fotografía en blanco y negro. Ya desde el comienzo se nos mete en ese regodeo estético como si fuera una cárcel: el agua que corre sobre un patio y un avión que se refleja, deslizándose lentamente. Más adelante, también se verá otro avión, con un movimiento llamativamente parsimonioso en otra situación. La lentitud del desplazamiento es la misma que caracteriza los travelling laterales de Cuarón para introducirnos en esa casa de clase media/alta mexicana donde trabaja Cleo, la protagonista. Como en sus filmes anteriores, volvemos a la lucha de una mujer en medio de su entorno. Es difícil no resistirse al poder de las imágenes y prácticamente no hay respiro al respecto. Calculo, cálculo y más cálculo. Una especie de preciosismo llevado hasta las últimas consecuencias, donde todo, absolutamente todo, queda igualado bajo el mismo patrón estético. Entonces, en el contexto de la película, Cuarón filma del mismo modo el plano detalle de un sorete de perro como un parto dramático (muchos hablaron de esta escena con objeciones; yo la veo igualada con otras por el mismo hecho de que la labor estética nivela todo, como si fuera lo mismo) No existen los matices porque están agobiados, invalidados, por un ojo riguroso que elige ahogarse en la forma.

Y si bien se presentan aspectos de la historia que son conmovedores, siempre prevalece la mirada distante, el reposado acercamiento a un mundo perdido en el pasado, observado de modo documental pero para empalagar la vista. Que los mercados comiencen a incluir en sus plataformas estos proyectos bajo el “rótulo de directores independientes” o para legitimarse como “cine arte” es lógico en los tiempos que corren. Roma arrastrará con los premios y está concebida su luz para los enormes televisores hogareños. Es un eslabón de la tendencia que nos gobierna en el mundo de fantasías digitales, propensas, incluso, para tocar temáticas sociales, extraviadas entre las sombras del buen gusto.

Muchos han leído en el título un linaje con el neorrealismo italiano. Basta ver las motivaciones estéticas, éticas y políticas, para alejar a Roma años luz de cineastas como Rossellini, De Sica y Fellini, por citar algunos. Otros hablan de un homenaje a las empleadas del servicio doméstico, aquellas que el mismo Cuarón conoció de la infancia. Bueno, se me ocurren dos cosas. El punto de vista nunca se sostiene desde la mirada de ninguno de los chicos (lo cual hubiera sido otra historia). Por otro lado, los vínculos entre los personajes, divididos por mundos sociales hasta hoy irreconciliables, parecen extraídos de esas fotografías patéticas de all inclusive donde millones de turistas juegan a ser bondadosos y macanudos con los empleados explotados por las corporaciones hoteleras.

Por ello, Cuarón, no sea careta amigo. Usted tiene gran talento. Pero esta no se la creo. Ay, ese rayito de sol perfecto colándose entre los abrazos!!

PD: los mejores antídotos para Roma:

El Buñuel mexicano, un buen spaghetti western de Sollima, Leone o Corbucci, y encontrarán el cine que no se enseña en las academias. También Molotov y Viva México cabrones!!

S-

Silencio, de Martin Scorsese, 2016

Silencio seguramente despierte reacciones encontradas. No es novedad para un director al que se lo suele asociar con la velocidad, esa especie de narración intravenosa que caracteriza principalmente a sus filmes gangsteriles. Cada vez que ha incursionado en un tipo de cine considerado menor, aparentemente distanciado de ese estilo (La edad de la inocencia, Kundun), las críticas negativas llovieron como flechas. Hoy parece ocurrir algo similar pero sospecho que el fundamento pasa por el tema religioso y por la imposibilidad de tomar distancia acerca de lo que se ve (algunos comentarios apresurados hablan de un tono reaccionario u oscurantista). Esto tal vez sea producto, además, del contexto histórico y del argumento en sí: dos jóvenes misionarios son enviados desde Portugal a Japón para encontrar al padre Ferreira, cuyo paradero es incierto. La llegada ya presagia una larga cadena de obstáculos y tormentos que deberán enfrentar en el país nipón. Hallarán allí la semilla del cristianismo expandida en varias aldeas y sufrirán el acoso inquisidor de las autoridades, dispuestas a ejercer la tortura para erradicar la creencia y convencerlos de convertirse en apóstatas.

Si bien la religión atraviesa toda la filmografía de Scorsese y hace evidente la fascinación del director por la iconografía católica y la liturgia, ya presentes en su primer largo, ¿Quién ha llamado a mi puerta? y llevada al paroxismo en La última tentación de Cristo, en Silencio retoma explícitamente la senda de la fe pero, más que en las parábolas y en los símbolos, en el cine como acto de creación. Aquí está la pasión por este lenguaje  pero también su compasión. Scorsese, como pocos, acompaña a los personajes en sus deseos y sus sufrimientos. Pero también en las dudas que los sobresaltan. Y esta es una marca particular que excede el rango religioso y que iguala en tanto condición humana al Travis de Taxi Driver como al padre Rodríguez de Silencio. Esto no implica que compartamos como espectadores sus acciones, a veces más cercanas a la neurosis obsesiva, pero sí que podamos entenderlos. La duda es una protagonista más y el martirio un llamado a la compasión. Y no hay forma de que el cuerpo no quede involucrado en esto, un aspecto crucial en la poética del director. El cuerpo como narración, ya sea ultrajado, martirizado, castigado por los excesos o por las faltas. Andrew Garfield (ideal, como WillemDafoe en su momento, en esa mezcla de fragilidad con raptos de locura) se agiganta en el encuadre y leemos su rostro y compartimos la temporalidad de su sufrimiento, que no es otra que la de esa morosidad cercana al sueño, ligada a un paisaje mental de cavilaciones y sostenida por una tenue voz en off. Rodríguez es un héroe existencial como Travis, solo que en lugar de la bruma neoyorkina asistimos a la cortina de niebla nipona, un territorio donde el peligro latente se hace sentir.

Y la compasión de Scorsese no significa el apego a un punto de vista ni la obligación de compartir los preceptos cristianos. Es posible que cierta lógica binaria antagónica dentro de los esquemas narrativos clásicos pueda filtrarse en el modo en que se representa a los japoneses, pero hay decisiones que sobrepasan esta dicotomía de buenos y malos. Una se da cuando el inquisidor le plantea una parábola a Rodríguez sobre la insistencia europea de que Japón se someta a sus creencias; la otra, la más importante, es la presencia de Ferreira (LiamNeeson), quien no solo renunció a la religión cristiana sino que pone en jaque la lógica irracional de una empresa destinada al fracaso y apuesta a un pragmatismo escandaloso. Hay un diálogo notable al respecto que representa el punto culminante de una cadena de dudas diseminadas en la mente del protagonista. ¿Hasta dónde es posible el sufrimiento por un ideal?, ¿cómo puede existir un Dios que permanezca en silencio frente a las atrocidades del mundo? Preguntas que nunca serán exclusivas del catolicismo. Pero también hay breves momentos significativos que complican la empatía con un supuesto punto de vista, en los que la prédica fanática entra en crisis. El primero es doméstico. Los dos padres ingresan a una aldea de fieles. Les ofrecen comida y se arrojan desesperados sobre ella mientras los demás rezan. La cámara (que no solo describe, sino que escribe) toma el rostro avergonzado de Rodríguez. El segundo se da en una situación de cautiverio. El padre es llevado a un lugar con otros cristianos. Le ofrecen un trozo de pepino como ofrenda. Él agradece pero se enfurece al verlos tan tranquilos cuando saben que pueden morir. Es un rapto de locura en el que transfiere un miedo incontrolable. A esta altura, la conclusión parece evidente: el mensaje transmitido es inconmensurable y quienes lo sostienen son superado ante el fanatismo de sus discípulos. Se trata de una razón más para sospechar que la película apuesta por una pedagogía cristiana sin grises. La contradicción que invade a Rodríguez no es  una pantalla y roza el delirio místico (nótese la desquiciada escena en la que contempla la imagen de Cristo en el lago). Esta actitud de Scorsese es un gesto que dista de una caterva de realizadores que creen que son cínicos y superiores, situándose por encima de los hombros. La sensación que se transita en la película es que uno se infecta de la experiencia de sus personajes y no se necesita ser un gángster, un neurótico alienado ni un sacerdote para ello. El sacrificio es una cuestión sobrehumana. Y la cámara trabaja para ello, para hacer carne en nosotros la tremenda belleza austera de las imágenes. Pero también el sufrimiento. No hay un héroe scorsesiano que pueda escapar al martirio de mantener una dialéctica interna entre razón y espíritu. Sus recorridos no son épicos y en este sentido la películase despega de una tradición genérica de filmes religiosos. El tono intimista es funcional al universo que propone la historia, más cercano al silencio que a los gritos urbanos y los tiros de Buenos muchachos o Casino. Hay una encrucijada que Rodríguez debe resolver, un viaje interior entre la duda y la fe. Por ello, al igual que la amplia galería de héroes que pueblan el mundo del director, él está por encima de la historia.

Hay un último aspecto que se vincula con el título escogido para esta reseña. Puede que Scorsese tenga un lindo mambo místico pero es antes que nada un cineasta que pregona el acto de ver y hacer cine como un sacerdote, actitud que tanto deberíamos agradecerle.

Sierranevada, de Cristi Puiu, 2016

Una cámara situada a una distancia considerable como para espiar una esquina en un día más, frenético y plagado de ruidos de autos. Un tiempo para observar también a una pareja que sale de un lugar con una pequeña. Paredes pintadas de fondo sobre tonos azulados. No es una postal de presentación ni la búsqueda forzada de cierta estética complaciente; más bien un golpe de realidad donde el sonido directo altera cualquier idea de nitidez y de tranquilidad. Un plano secuencia que refuerza esa incomodidad sin reparos. Serán apenas los únicos minutos destinados a exteriores. Luego, un auto. Los planos se tornan cerrados y asistimos a una discusión poco soportable entre la pareja con signos de histeria. Todo el camino que circundan no ayuda demasiado para soliviar el clima de tensión, teñido de un cielo gris y con camiones y tractores que pasan constantemente colaborando con la contaminación sonora. Puiu nos da la bienvenida a Rumania y luego nos mete en una casa durante casi tres horas para que ese espacio dramático, sostenido notablemente con la cámara, hable bastante del país aludido puertas adentro.

Ese pequeño universo con mucha gente adentro que transita los ambientes elásticamente es observado por una cámara espía que jamás se entromete y que trabaja sobre un discurso a base de rumores o tonos elevados según la posición que mantenga. Al mismo tiempo que alterna los detalles sonoros, lo mismo hace con los colores azules y marrones. No hay idea de completud sino fragmentos de un ritual familiar cuyos condimentos asoman paulatinamente siempre y cuando nos entreguemos con paciencia a las reglas que el registro propone. Se materializa un encierro familiar, por momentos con un tinte costumbrista, pero paradójicamente ese espacio siempre está abierto a las expectativas de que algo pase. Lo cotidiano deviene como una pesadilla de esas en las que uno tiene los pies empantanados y no puede correr. Hay en Sierranevadauna especie de fascinación que impide que abandonemos el barco antes de tiempo aún con el marco claustrofóbico que utiliza.

Pero también existe un pequeño relato que se arma. El hombre en cuestión, el de la primera escena, es Lary, un médico que acude a esa casa porque allí todos conmemoran la memoria del padre. Como suele ocurrir en los funerales, los estados de ánimo fluctúan y un día transcurre como si fuera una vida entera (al igual que el drama o la comedia). Desde este punto de vista, resulta admirable la forma en la que el director construye un campo minado de tensiones siempre al borde del estallido donde los temas pasan rápidamente. Los planos secuencia siguen los desplazamientos de un ambiente a otro donde los climas emocionales varían y algunas verdades afloran, pero siempre bajo una lógica que evita que las verdades y las miserias se vomiten descaradamente sino que ingresen natural y desapercibidamente en tiempo real.

El contexto es un armado por parte del espectador paciente que sabrá dar forma a una serie de gestos privados cuyo signo recurrente, en medio de la muerte, es la amargura, sentimiento rastreable no solo como consecuencia de la demencial situación europea actual sino por los restos de un país en el que la promesa capitalista reavivó los espectros de un pasado comunista. Las heridas están abiertas y bien visibles en esa coreografía familiar que no es más que un centro neurálgico más de la Rumania presente. Una propuesta radical y notable de un cineasta que con una corta filmografía dejó de ser una promesa.

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