ORDEN ALEATORIO: UN ABECEDARIO CAPRICHOSO (ÚLTIMA PARTE)

Última entrega de este antojo movilizado por el azar. Películas cuyo título sea una sola palabra del reservorio de reseñas escritas. No importa el puntaje ni la supuesta calidad, sino que se acomoden al orden alfabético propuesto. Dos por letra. El cierre.

T-

Transit, de Christian Petzold, 2018

El fundido en negro final de Transit da paso a una gran canción. Se trata de Road to Nowherede TalkingHeads. La inclusión es un regalo para todos aquellos que amamos a David Byrne, pero funciona también como una especie de epígrafe tardío, un flechazo irónico al corazón de una Europa atravesada por el miedo, el racismo y la exclusión. Y para contar esta historia Petzold adapta una novela de 1942 sobre la ocupación alemana en Francia pero ambientada en la actualidad, porque las fobias hacia los otros se desparraman por el viejo continente con los mismos problemas.

“Correr hacia ningún lugar” en el contexto de la canción implica avanzar en medio de la alienación que suponen las elecciones de una vida consumista, atrapada en los moldes institucionales capitalistas. En Transit, los personajes corren para sobrevivir en un presente donde escuadrones policiales hacen redradas, castigan, persiguen y expulsan. La ocupación de la que habla la película repite la historia de los nazis dentro de un contexto futurista que nunca aparece señalado más que con la violencia permanente. Ya la primera escena prepara el camino: un hombre le entrega a otro una carta, todo se maneja entre susurros y el resto es como jugar a la escondida por la vida: estar sin ser visto, ser visto sin existir, mientras “el hambre es indecible”. Luego, un quiebre argumental, una situación donde el pragmatismo, esa experiencia inevitable en tiempos de supervivencia, da lugar a una identidad prestada y a una historia romántica con ribetes fantasmales. Parece mucho, pero la puesta en escena desangelada del director hace que los movimientos constantes parezcan estáticos y que, en todo caso, la paleta de colores chillones (una marca en Petzold) invite a concentrar la mirada en los planos para explorar su propia noción de belleza en medio del horror.

El tránsito es múltiple. Está abierto al desarraigo, a las corridas para huir, pero también al intercambio de identidades, de cuerpos y de roles. Y si vamos más lejos, además, el desplazamiento es genérico ya que las acciones se desarrollan con la cáscara de un filme de espías cruzando hacia el melodrama. Y si bien es difícil lograr empatía con los personajes, especialmente con el protagonista cuyo rostro parece decirlo todo con la mirada, se trata de participar de la experiencia de no pertenecer, de ser el hombre de ningún lugar que apenas puede tomar una vida prestada, jugar a ser padre y amante sabiendo que todo ello tiene una fecha de vencimiento. Tal es la desesperación del hombre contemporáneo para Petzold, un realizador que trabaja hace años con estos cruces existenciales y que impregna de política a sus películas sin desdeñar nunca al cine.

Tabú, de Miguel Gomes, 2012

Tabú coquetea con un procedimiento que ya se transformó en un cliché del cine contemporáneo de autor, a saber, la idea de la película partida en dos. Su estructura, sin embargo, no es un recurso arbitrario y, en todo caso, favorece un triple proceso de inversión: cómo contar una historia alterando los carriles lógicos de lo normal, cómo hacer crecer un personaje a medida que rejuvenece y cómo recuperar una idea de cine extinta (para la mayoría) sin resignar el poder de la palabra.

En primer lugar están las posibilidades del relato. Hay una historia de amor contada con total libertad. Las imágenes en un precioso blanco y negro son acompañadas por una hipnótica voz en off, irresistiblemente poética, que mantiene un hilo narrativo a la vez que reivindica las viejas anécdotas de exploradores como las antiguas leyendas tribales. Se trata de un terreno que es reforzado con las referencias librescas (la sirvienta que lee Robinson Crusoe) y la división de los días como si fuera una especie de diario íntimo, donde no son simples separadores sino que fluyen casi en forma imperceptible. Mientras asistimos al misterio de Doña Aurora luego de su muerte, contado por su amante, Gomes tiene en claro que la necesidad de narrar es inherente al lenguaje pero que en ningún caso es sinónimo de celeridad. En este sentido, hace del cine una experiencia placentera donde el goce no es inmediato, sino que es el resultado de un trabajo. El director no devela burdamente los mecanismos que utiliza, por eso puede causar desconcierto pero jamás indiferencia.

Dentro de los caminos atípicos, la construcción de los personajes también obedece a una sutileza destacable. En la primera parte, asistimos a los últimos días de Doña Aurora, una mujer mayor en crisis con su hija. Es solo la preparación para la segunda parte, donde el personaje se agiganta a partir del registro íntimo y personal del narrador que establece una relación entre la memoria y el tiempo donde los recuerdos se confunden para intentar darle forma a su historia de amor. Este proceso evolutivo se contrapone con la desaparición de Doña Pilar, la mujer que comienza a dominar el relato de la primera parte, vecina de Doña Aurora, un ser solitario y melancólico que deambula  por una Lisboa espectral, y que luego desparece de la película. Gomes juega con la idea de personaje e invierte la lógica constructiva todo el tiempo.

Por último, una actitud netamente política que  hace a un ejercicio de resistencia cinéfila y que involucra al tercer procedimiento aludido en el primer párrafo de esta reseña. La palabra tabú del título, además de ser una clara referencia intertextual con el famoso film de Murnau y Flaherty, es también la imposibilidad de hablar hoy de un lenguaje (mal) considerado para muchos como extinto. Me refiero al cine silente y su ineludible legado. Gomes establece un nexo temático como formal. Desde el prólogo, los personajes gesticulan actualizando aquella época y las palabras ceden el terreno a las imágenes progresivamente. La escena de Doña Pilar, sola, en una sala de cine, es todo un síntoma de la desaparición de un espacio social, un paraíso perdido tal como reza el título de la primera parte. En cambio, la oscuridad es reemplazada en la segunda parte por el verdadero paraíso, el territorio del cine silente, un campo de claridad fotográfica y de absoluta libertad donde la música (atemporal, como en los grandes filmes) y las diversas capas de sonidos ponen el acento en la potencialidad de una película que no necesita de las palabras indefectiblemente. Las intervenciones del narrador son, en todo caso, como intertítulos. Es por ello que el film revitaliza una forma que se cree muerta y lo hace con amor (contando una historia de amor).

U-

Underground, de Emir Kusturica, 1995

«Quería hacer una película sobre la manipulación en la era moderna. Una metáfora de las cosas que hacen manipular los unos por los otros y que les hacen actuar, el sexo, las armas y la ideología. Los regímenes comunistas tenían una manera muy evidente de manipular. Pero, si miramos alrededor, vemos que actualmente estamos viviendo una historia tipo Orwell, en la que los centros de poder en el mundo nos llevan donde ellos quieren».

En este sentido, Underground parece un gag de 2h 50.

Tres periodos históricos (de intencionado enunciado) sirven de marco a la anécdota de la película que protagonizan los personajes principales:

Marko y Peter «Blacky», amigos y rivales. «Marko puede ser entendido desde un punto de vista freudiano, mientras que Blacky obedece a los principios de Jung. El primero simboliza un yugoslavo tipo, capaz de cambiar de posición, según le convenga. Es difícil justificar la existencia de un personaje tan horrible como Marko. No hay guerras sin hombres como él. Creo que forma parte de un sistema que funciona perfectamente bien. Es diferente del hombre de los Balcanes típico, que tiene siempre a varias mujeres a su alrededor y que pasa el tiempo bebiendo y tirando el dinero por la ventana.

Este marco histórico intencionado y estos personajes emblemáticos están encuadrados en una anécdota nada inocente respecto a las intencionalidades precisas de la obra:

Se inicia con los bombardeos de los alemanes sobre Belgrado. Marko, comerciante marrullero, y Blacky, partisano brutote, llevan a sus familiares y amigos a un sótano para refugiarlos. Tras tres años de ocupación alemana, Blacky, ayudado por Marko, recupera a su amante, la actriz Natalija, de los brazos del oficial alemán Franz e intenta casarse con ella. Blacky es detenido y torturado por los nazis, siendo liberado por Marko, que lo lleva al sótano. Los aliados echan de Belgrado a los alemanes y Tito es proclamado máximo dirigente del país. Marko es uno de sus hombres. Diecisiete años después, Marko, dirigente político comunista, mantiene a los del sótano (entre ellos a un Blacky casi «embalsamado») engañados respecto al final de la guerra, mientras disfruta de los favores deNatalija. Pero, se ve obligado a bajar al sótano con motivo de la boda del hijo de Blacky. La celebración es un delirio al estilo eslavo, y el chimpancé Soni abre una brecha en la pared del sótano, lo que permite a Blacky salir y comprobar el engaño de Marko.

Los instrumentos policiales intentan acabar con él, sin conseguirlo. Marko dinamita el sótano, intentando borrar las huellas de su engaño. Y, unos años después, Iván, internado en unpsiquiátrico, intenta reencontrar a Soni para acabar suicidándose. Blacky acaba con Marko, traficante dearmas en una guerra fratricida y cruel, sin sentido, de la que mucha gente intenta sacar partido (entreellos, miembros de la OTAN, ONU o algo así. Kusturica hace su aparición), para acabar ahogándose en el pozo que intenta ahogar la Historia. “Una guerra es una guerra hasta que un hermano mata a su hermano”, dirá Marko.

«El título Underground se refiere al subsuelo de Dostoievski». En el comienzo de todo estaba la pieza teatral de Dusan Kovacevic, «uno de los más grandes dramaturgos actuales y no solamente en Yugoslavia». Existía la idea de un sótano donde los eslavos escondían sus cabezas bajo la almohada, donde estaban confinados por el poder mentiroso y manipulador. «Hace cinco o seis años, antes de la guerra, escribimos un primer guión con Kovacevic que, después, hemos reactualizado».

Lo que Kusturica tomó de la obra de Kovacevic, coautor del guión, es la idea espacial, fundamental en Underground, como su propio título indica. El sótano, la carretera internacional en el subsuelo, el exterior (tierra, aire y agua), están en la esencia de la idea de Kusturica. El sótano (notable decorado, creado por MiljenKljakovic «Kreka», autor de los decorados de Delicatessen) simboliza el engaño al que el pueblo yugoslavo ha estado sometido durante decenios, concretamente a la aplicación práctica del comunismo. Del mismo modo, la carretera subterránea responde a una idea de Yugoslavia que ya hemos indicado anteriormente. Los elementos físicos y espaciales también son utilizados con una intencionalidad precisa. La salida de Blacky y su hijo Jovan al aire libre, tras tantos años de cautiverio, y el encuentro por primera vez con la luz natural y el amanecer por parte de Jovan, personaje nada circunstancial, que nació en el sótano… como Kusturica. El agua, tanto en el baño de Jovan (bautizo letal), como en su representación como aguas subterráneas en las que se reencuentran los diversos espíritus. La tierra, cuyo significado en una película pocas veces ha sido tan intenso como cuando en el epílogo se desgaja el islote del continente. Y el fuego, que pocas veces ha sido tan destructivo como en esta película.

Algo que impresiona fácilmente en una primera visión de Underground, es su alocado ritmo, una cierta atmósfera de constante delirio. «Soy como un músico. Esta vez he utilizado una música que expresaba los sentimientos de las gentes, lo que me ha dado mucho potencial para dinamizar el film y los actores y encontrar el ritmo de la guerra. He utilizado esta música con la trompeta de un tiempo muy rápido. El film está lleno de cambios de tempo, hay una especie de aproximación maniaco-depresiva, se pasa sin cesar de un modo a otro… creo que este film expresará lo que yo sentía cuando tocaba en ungrupo de música». En ese sentido, las secuencias en el barco, en la casa de Marko bailando con Natalija y, sobre todo, la de la boda en el sótano, son momentos inolvidables de una película a cuya seducción esdifícil sustraerse. «En cada uno de mis films, entre todas las secuencias que contienen, hay siempre cuatroo cinco que, para mí, son fundamentales. En Underground, la boda de Jovan y Jelena es una de esas escenas. Está constituida por una acción central y, al menos, cinco acciones paralelas: niños jugando al fútbol, una mujer obesa trabajando, un mono que utiliza un tanque para hacer un agujero, etc.».

Una vez más, en Underground, la música ocupa un lugar primordial en el cine de Kusturica y modula gran parte de su expresión. Aunque recopilada por Goran Bregovic, no fue compuesta originalmente, sino que, de nuevo, está tomada de la música zíngara. «La música forma parte de la vida de mis personajes, que participan sin cesar en manifestaciones colectivas, banquetes, bodas o bautizos».

Viudas, de Marcos Carnevale, 2011

Viudas es un claro ejemplo de cine argentino que atrasa y que es condescendiente con las exigencias de una industria que no se resigna a dedicar gran parte de sus subsidios

(con los inestimables aportes multimediáticos) para sostener productos complacientes y banales. No está mal que esto exista, pues tiene su legión de espectadores demandantes; en todo caso, es discutible que exista una fachada de película seria, defendida por una de sus actrices en algún programa de televisión en desmedro de otro filme que, al menos, es más sincero en sus planteos de divertimento.

Pero más allá de la anécdota, la última creación de Carnevale adolece de una serie de vicios que representan, a mi criterio, un defecto visible y comprobable en parte de la tradición cinematográfica de nuestro país: un conformismo atroz. Los motivos:

-Parte de una idea dramática al borde de lo inverosímil (un hombre tiene un infarto; en el hospital se juntan su mujer y su amante joven; antes de morir, él le pide a su esposa que la cuide; la joven se instala en la casa), un disparate que sólo se puede sostener con una decisión genérica a la altura de las expectativas creadas (hay, al principio, algún atisbo de comedia negra que luego se abandona). Sin embargo, Carnevale elige uno de los géneros populares más sentidos, el melodrama, pero sin un ápice de visión crítica y cayendo en todos los lugares sensibleros que uno pueda imaginar. Con ello, hace honor a una larga lista de programas televisivos insufribles donde los personajes declaman y lloran en primer plano.

Tiene criaturas muy pobres. Graciela Borges está desaprovechada y es conducida todo el tiempo al juego de las lágrimas que el guionista le ha preparado, haciendo hincapié en una infinita aflicción; Valeria Bertucceli se suma a la agenda de actores y actrices que no componen un personaje, sino que se repiten y hacen de sí mismos en cada una de sus interpretaciones, con signos recurrentes (en este caso, una puteada y un tono inexpresivo); Martín Bossi, en su patética performance de una travesti paraguaya, hace honor a la necesaria inclusión en esta clase de filmes de referentes televisivos de moda como una necesidad de captar telespectadores (en su aparición se conjugan su reconocimiento como el imitador del programa de Tinelli y la Electra de Infama).

La música subrayada por un cuestionable piano de dudoso gusto puntúa permanentemente los momentos dramáticos, cayendo en una lógica saturación. Por otra parte, está ese horroroso clip con la versión de “Paisaje” a cargo de Vicentico.

No se incluye un solo plano que se justifique estéticamente por algo; todo es arbitrario y televisivo (abundancia de planos medios, planos y contraplanos en los diálogos sin matiz alguno, primeros planos llorosos y poses dignas de una publicidad).

Se podrían añadir más razones, pero se transformaría esto en una especie de manual para encontrar defectos. Por lo pronto, me animo a decir que, de prosperar esta línea de películas en la taquilla, el que se queda viudo es el cine.

W-

Western de Valeska Grisebach, 2017

La película de Grisebach no privilegia una historia sino un estado de situación, la exploración de un territorio donde parece prevalecer la ley del más fuerte. El universo retratado es masculino y el western como género es adoptado como tal para resignificar sus elementos estructurales  e iconográficos. Ha sido y es tan noble esta modalidad para el séptimo arte que, a primera vista, todo lo que evoque su nombre parece estar bien, aunque en este caso el despojamiento sea la herramienta de la que se vale la directora para dejar fuera de campo algunas reglas básicas.

El protagonista (excepcional) es Meinhard, un tipo de rostro imperturbable, obrero de la construcción, que no se lleva muy bien con sus compañeros. Está siempre al margen y no participa necesariamente del primitivismo en que estos incurren y que se presenta como opción posible en el lugar que habitan circunstancialmente. Están construyendo un sistema hidráulico en un pueblo de Bulgaria, lugar que les resulta hostil. Sin embargo, Meinhard se las ingenia para cruzar frecuentemente la línea fronteriza e incursionar en las costumbres y rituales de los lugareños. Su condición de forastero solitario le otorga ciertos privilegios pero al mismo tiempo lo pone en peligro frente al recelo de sus pares y a la desconfianza de los otros. Hay una tensión y una incomodidad constantes que le sirven a la directora para excluir estallidos emocionales como acciones explosivas. La morosidad para captar el paisaje y los progresivos encuentros dilatan un final épico, legendario, para ofrecer el mejor segmento de la película, hacia el final, abierto como la geografía misma que funciona de marco.  Pese a ese continuo trabajo de despojamiento, sutilmente se incorporan referencias que recrean tópicos y figuras del western (juegos de salón, desafíos,  enfrentamientos, desplazamientos, demarcación de espacios, paisajes abiertos), pero también se habilita un eje interesante que, subterráneamente, configura la principal confrontación entre los dos hombres alemanes que forman parte de la construcción hidráulica. Se trata de sujetos que se mueven a partir del deseo. Uno (el jefe) de manera salvaje, carnal; el otro (Meinhard), movilizado por una misteriosa pulsión que lo lleva a regresar siempre al mismo lugar, ya sea por diversos intereses, por amistad, por amor o por orgullo. Ambos persiguen a una mujer, pero las consecuencias en uno y otro caso son diferentes.

Son varios los tramos en los que el protagonista nos recuerda los impasibles rostros de los héroes que dignificaron al género. Su trabajo es extraordinario porque física y gestualmente combina la tradición con un distanciamiento propio de directores como Fassbinder o Kluge. Hay un pasado familiar doloroso y una necesidad de afecto que no pueden ser compensadas más con el aislamiento o la posibilidad de vincularse afectivamente con los animales, sobre todo en un espacio donde la violencia simbólica imposibilita cualquier relación humana de intercambio. Si hay algo que destierra la película es la falsa pintura de encuentros multiculturales que tanto deleitan a los papers académicos de turno. Los núcleos familiares de los lugareños son muy férreos y mantienen un cerco difícil de traspasar, pese a momentos donde la amistad se desarrolla como escenario posible. En todo caso, las relaciones que se establecen y que posibilitan los cruces entre ambos países pasan por el dinero o por el deseo sexual. Meinhard es un sujeto cuya ética se rige por el deseo en mundo de barbarie. Tal vez eso justifique el enigmático plano con el que cierra la película.

Wind de Tamara Drakulic, 2016

Al comienzo, un espacio edénico pero con mucho viento. Luego, una mirada que contempla y que transmite tranquilidad, goce. Más tarde, personajes que se van sumando: un padre y su hija y una pareja. Estos dos frentes son materia de registro sin saber a dónde conducen. Una tierra que parece gigante, apenas ocupada.

Cuando la narración asoma tímidamente sabremos que la protagonista, Mina, no tiene las mismas expectativas que su padre con respecto al lugar. Se niega al disfrute y ni siquiera accede a aprender surf con Sasa, el joven instructor que deambula por el lugar con su novia. Si hay algo que no escatima la cámara es entregarse a la naturaleza abierta y ofrecernos un tiempo para mirar. Sobre todo para elevar la vista más allá de nuestro horizonte frontal para ver el accionar del viento y escuchar su sonido. Sin embargo, mientras asoman tímidamente los encuentros verbales entre los personajes, sabremos que el lugar puede ser un paraíso o un infierno” según como se mire, a juzgar por Mina, escéptica y alejada del desprejuiciado andar de los otros. La directora filma los encuentros de la pareja como si fueran Adán y Eva, al mismo tiempo que ofrece planos donde la solitaria protagonista evidencia su tristeza. Pero elige un camino saludable. Por un lado, no explotar dramáticamente al triángulo amoroso que bordea la trama de manera tal que nada es forzado porque lo que importa es la atmósfera creada; por otro,  no regodearse en el sentimentalismo y ejercer libremente el ojo de manera tal que por momentos parece que habitáramos un universo idílico al estilo de una canción de los primerizos Beach Boys. Por eso no faltará oportunidad de escuchar el clásico de “Needles and pins” versionado por Jackie de Shannon mientras los personajes regresen en moto luego de un ritual playero (tal vez, la escena de la película). La pesadez del pensamiento de Mina se trasmuta en la imagen de la princesa que cabalga con su príncipe, una versión moderna/hippie del imaginario de los relatos maravillosos tradicionales.

Son esos lapsos los que posicionan a la película como una excusa para compartir instantes fugaces. Y es una mirada que ama la naturaleza de la que habla, que hace descansar la cámara sobre el paisaje, no para congelarlo en una postal, sino para internarse afectivamente. El tiempo se consume por estos lados lentamente.Es un egoísmo saludable huir de vez en cuando de la civilización e internarnos en una playa del Mediterráneo aunque más no sea para ver el amanecer. Ese parece ser el espíritu juguetón de este inocente film de que intenta impregnar de melancolía cada fotograma de un verano adolescente, pero que también busca activar la conciencia sobre la posibilidad de descubrir lugares en donde la mano del hombre aún no ha hecho estragos.

Z-

Zelig, de Woody Allen, 1983

Uno de los rostros que Allen nos ha regalado esconde detrás de su cómica apariencia un toque oscuro, siniestro. Es el del héroe absurdo e inmóvil que tan bien describiera Kafka en sus personajes convertidos en insectos y enmarañados en tramas burocráticas invisibles y perversas. En pantalla, es Zelig la película que extrema esta condición de inferioridad, de perfil desvalido, en un mundo donde más vale pasar desapercibido para no ser perseguido o ejecutado.

Los innovadores logros técnicos para la época en que se rodó (con mezcla de archivos y material filmado y degradado adrede para conservar un granulado similar) están al servicio de una idea: crear un antihéroe anónimo, un hombre sin cualidades, capaz de integrarse de modo camaleónico en todas las circunstancias que vive. Para otorgar verosimilitud a la historia hay un formato (recurrente en Allen), el de falso documental, apoyado por la opinión de intelectuales de la talla de SusanSontag, entre otros. Zelig es un personaje sin personaje. Tal paradoja se funda sobre la idea de un hombre que existe solo como imagen porque su único propósito es agradar. Este don de ubicuidad lo convierte en la clase de individuo capaz de acomodarse  a cualquier grupo solo para caer bien ante los demás, es decir, la expresión más pura de la pasividad. Con el objeto de no incordiar, resigna su condición de sujeto arraigado a una época y se despersonaliza en cuestión de minutos. Sin embargo, como es de esperar, sus anhelos de indiferencia se difuminan cuando se transforma en un fenómeno observado y analizado por la ciencia o en una figura estelar mediática.

Más allá de los artilugios cómicos, hay dos lecturas que podrían pensarse en torno a la película. Una es familiar e involucra su procedencia judía nunca disimulada en pantalla. La extraña capacidad de desarraigo, traducida en los intentos del personaje por adaptarse a los cambios, asoma como una proyección de su condición étnica y una evocación de la escena familiar de la infancia cuando sus padres se instalan en Brooklyn. Hay también en ese contexto una imperiosa necesidad de agradar en una nueva tierra donde muchos judíos debieron afrontar la experiencia de desarraigo. La otra, es política. Leonard Zelig es víctima del oportunismo  y una especie de chivo expiatorio del ascenso y caída de diversas representaciones del fascismo. Prevalece en su idea una referencia a los regímenes totalitarios cuyos hipnóticos discursos provocan la resignación del hombre como individuo, lo despojan de sus principios para convertirlos en el caldo de cultivo de su tiranía. En este sentido, Allen vuelve a pensar el humor como cosa seria, capaz de develar el entretejido de un inconsciente social y macabro.

Zoology, de Ivan Tverdovsky, 2016

Fascinación, extrañamiento, chantaje, son algunas de las palabras que se transforman en significantes rotativos mientras se suceden los minutos de este particular filme ruso, tan cautivante como irritante. Estamos ante esa clase de películas en las que la mirada del director fluctúa en el tratamiento de sus personajes, de manera tal que ciertos momentos en los que acompaña la historia (por más bizarra que sea) al lado de ellos, la cosa funciona. El problema es cuando se coloca por encima y a través de la lente transpira un aire de superioridad más cercano al que goza con el sufrimiento ajeno que al que intenta comprenderlo. En ese límite difuso y riesgoso se mueve Tverdosky con resultados desparejos.

El comienzo ya traza la sintonía típica del personaje miserable cuya vida será recreada con la prolijidad estética de quienes prefieren modelar una pose antes que recrear un drama humano. Natasha tiene 55 años y su vida no sale de una rutina asfixiante, de esas que vemos desfilar unas cuantas veces por los festivales. Su trabajo en el zoológico es un martirio porque las compañeras la hostigan con una frecuencia poco soportable y cuando regresa a su casa la espera su anciana madre, perseguida por delirios místicos y paranoias religiosas. Dentro de ese esquema tortuoso, el director nos regala de vez en cuando alguna dosis de oxígeno. Son aquellos momentos en los que la protagonista descansa, fuera del infierno laboral, frente al mar. Es el único lugar en el que puede reencontrarse consigo misma. Sin embargo, un malestar en la zona inferior de la espalda, la conduce al médico. Mientras espera acostada boca bajo en la camilla vemos que asoma un apéndice en forma de cola, una escena que haría reír al mismísimo Cronenberg. El tema es que la aparición no supone un escándalo para la vista del doctor, quien se mostrará interesado y atraído por Natasha. Al mismo tiempo, esta adoptará una actitud más vital frente a la posibilidad de un amor inminente. Por supuesto que todo este renacimiento en la protagonista es momentáneo ya que en el panteón de Tverdosky no hay lugar para la felicidad. El momento clave será un intento de relación sexual (dilatado) en el zoológico, filmado de modo que caigamos en ese terreno intermedio entre la risa y la bronca, situación que provocará una profunda decepción en Natasha. Dentro del marco narrativo disperso-que ya se afianza como un rasgo propio en la actualidad-hay lugar para otra historia: en la ciudad se habla de un espíritu maligno que posee a las personas, hecho que activa en la madre la necesidad de generar un exagerado santuario en la casa para ahuyentarlo.

Los pocos instantes de ternura que manifiesta la película son engañosos y confirman una vez más las verdaderas intenciones. Se dan cuando ella interactúa con los animales, una maniobra para mostrar que es una más de ellos. El problema es cuando el director se posiciona más cercano al tipo piola que al que denuncia el carácter monstruoso de un cuerpo social que discrimina y se corre espantado del que se ve diferente o escapa a la lógica de lo mismo. Y este es el riesgo constante al que se expone el director.

Fría, manierista, con una paleta de colores variados que seducirá a varios estetas, por momentos un drama, por otros una comedia negra, Zoology gana cuando está más cerca de un Tod Browning que de Todd Solondz.

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