Hellbender, de Zelda Adams, Toby Poser y John Adams
La película de la familia Adams ofrece muy buenas imágenes para tapas de discos y estampas de remera. También algunas canciones potentes. Su estética gótica a base de brujas, hechizos y signos demoníacos conforma un imaginario que cruza al cine con ese estilo musical de caras pintadas y muchos gritos. Es decir, lo primero que se advierte es la búsqueda de la conmoción con efectos (bien logrados, por cierto, sin presupuestos ruidosos). Luego hay una historia, la de una señora y su hija que viven en medio del bosque. La joven no tiene contacto con los humanos porque le han dicho que posee una enfermedad. Su vida se limita a tocar en una banda con su propia madre, quien ostenta poderes ancestrales y maléficos (hay un prólogo bizarro que da cuenta de ello). En una escapada, conocerá a una joven llamada Amber, que ocupa la pileta de natación de una casa con sus amigos. Esto le dará a Izzy un soplo de curiosidad y de deseo, suficientes como para intentar romper los lazos matriarcales y descubrir por sí misma los poderes que posee. De este modo, la “brujita” adolescente crecerá de golpe con ansias de explorar el mundo. La vuelta de tuerca es que se aborda la tan mentada temática de los vínculos familiares y la herencia cultural, pero con la cáscara genérica del terror. ¿Cuántas mujeres sienten que su madre es un monstruo y quisieran “matarlas” (si se me permite el atrevimiento freudiano)? ¿Cuántas madres quisieran conservar a sus hijas en cajitas de cristal o tenerlas como princesas? Bueno, la película se hace cargo de estas cuestiones y las lleva para su propio barro, sin ánimo de que los discursos prevalezcan por sobre las imágenes. Con ecos de The wicker man, Raw y Midsommar, Hellbender es una sucesión de viñetas inquietantes que explora lo aterradora que puede ser la relación madre-hija. El marco siempre será ese contraste entre la belleza del bosque, aún en su estado más salvaje, y una ensalada de fluidos, materiales gelatinosos, vómitos y gusanos proteicos, conformando una extraña armonía. Sin embargo, a la hora de considerar la naturaleza de las mismas, da la sensación de que están guiadas por un montaje cuya regla principal es cierto efectismo gratuito: mucha pichicata sonora y algunos planos que están más en la lógica videoclipera, sin contar un desenlace bastante pobre y obvio.

El otro Tom, de Rodrigo Plá y Laura Santullo
Tal vez el tema que aborden Plá y Santullo sea más importante que la película que lo contiene. Estamos ante una estirada historia más de las tantas que circulan por un cine latinoamericano que trabaja cuestiones serias y bien vistas a nivel internacional, sobre todo si los personajes son inmigrantes y sufren mucho. Aquí, una madre llamada Elena debe lidiar con su hijo Tommy, que ha sido diagnosticado con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad. Su padre está en otro lado y la ausencia se hace sentir. La plata no alcanza, los servicios sociales no ayudan demasiado y la mujer debe sumar horas para (sobre)vivir y atender las demandas del pequeño. El espiral de complicaciones incluye la obligación para que tome medicamentos, sin embargo, los efectos colaterales parecen ser más dañinos que la patología, hecho que obliga a Elena a enfrentarse a las autoridades médicas y a toda institución que atente contra el vínculo con su hijo. Los realizadores no hacen una épica de esto ni mucho menos, pero incurren en esa mirada extrañada, poco empática con los personajes, como si fueran entomólogos de aquello que registran, lo que genera un tono frío, distante y parsimonioso. Este acercamiento (yo lo llamo la “mirada Michael Myers”; quienes vieron Halloween sabrán entenderme) queda patente en una escena. Madre e hijo van en el auto. La cámara toma la parte delantera con la joven manejando, de repente, todo indica que el chiquito se ha arrojado. Lógicamente, su madre baja, pero la cámara no la sigue. Un lento travelling mantiene la atención en la parte (ahora) trasera del móvil mientras escuchamos los pedidos de auxilio. Es decir, el drama, la humanidad, queda fuera de campo. En su lugar, parece más importante la pose de la cámara, un gesto un tanto egocéntrico, como si la lente torciera el cogote a lo Michael Myers antes de liquidar a sus víctimas. Otro inconveniente es que, lejos de centrarse en un conflicto, se abren varias aristas, y en esta imperiosa necesidad de acumulación, la película se resiente, con varias lagunas y momentos donde el ritmo se pierde inevitablemente. No es una cuestión de velocidad, sino de dilatar arbitrariamente aquello que, de modo concentrado y con un acercamiento menos científico, hubiera arrojado un poco más de vida. El punto de vista en la construcción de “los otros” continúa siendo un lindo debate en torno a nuestro cine.

Los diarios de Tsugua, de Miguel Gomes y Maureen Fazenderio
Se podrá decir que es una especie de jam session cinematográfica, una propuesta lúdica en tiempos de pandemia y tantas cosas más para justificar que lo que vemos “no es una película”, sino el intento de algo que no pudo ser, a esta altura un argumento flojito de papeles. También se podrá pensar en un documental sobre una filmación frustrada durante ese mes de agosto que nos remite a los grandes títulos anteriores de Gomes. La cuestión es que el resultado está más cerca de un Gran Hermano a la portuguesa. Bastante decepcionante es este film cuya cronología a la inversa propone 21 cuadros. Cada uno de ellos no narra absolutamente nada más que a tres personajes en busca de un autor, improvisando, viendo qué hacer en una comunión que alterna algún divertimento, pero que parece un backstage extendido. Salvo ciertos pasajes donde la lógica cromática imprime algo de vida o algún encuadre nos salva del confinamiento (el verdadero, el del público), el resto no pasa de ser un ejercicio de amigos para amigos, un aviso permanente sobre esa historia de amor con tres que debió ser y guiños con escenas paralelas, líneas de diálogos que se reiteran. En el día 22, los dos chicos y la joven bailan en penumbras mientras toman cerveza, luego dos se van y el otro los encuentra besándose. Mientras sucede la escena, los colores varían. No obstante, en el retroceso, inmediatamente sabremos que la posibilidad de una historia cede el lugar a un despojamiento progresivo que se centra exclusivamente en los tiempos muertos del rodaje. Del caos pasamos también a la resignación. Captar esa atmósfera sea acaso uno de los objetivos. Quien quiera hallar reflexiones sobre el tiempo, la percepción y tantísimos tópicos, está en todo su derecho. Si me quieren hablar de estas cuestiones, me quedo toda la vida con Hechizo del tiempo.

Una mujer, de Jeanine Meerapfel
Cuando un ser querido se va de este mundo, una tendencia recurrente es hurgar entre sus objetos, sus fotos y otros tantos signos que activen la memoria (pero también el olvido), alguna que otra revelación y la ilusión de restituir una identidad. La película de Meerapfel propone un viaje a través del tiempo a partir de la muerte de su madre, no para erigir un modelo ni mucho menos, sino para hablar de la épica de los descalzos, la de los inmigrantes que llegaron a la Argentina y su descendencia a través de generaciones. De modo tal que el documental trabaja siempre entre lo general y lo particular, para que las historias privadas sean visibles y escuchadas como parte del derrotero de un país. Las paradas son varias y los materiales heterogéneos. No obstante, la película asume dos desafíos en su misma puesta en escena. Uno es común a toda esta variedad genérica, a saber, el modo en que un retrato íntimo o un álbum familiar logra la empatía de los espectadores, materia que debe inscribirse en el terreno de lo subjetivo (siempre y cuando el ombliguismo de la pose no se imponga); el segundo es la omnipresencia de la voz en off que, en este caso, no da respiro prácticamente y le otorga un tono monocorde a la propuesta pese a contener puntos de verdadero interés. Como todo viaje, tal vez, sea bueno aprovechar los mejores momentos.

Azor, de Andreas Fontana
Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra, viaja a Argentina en plena dictadura para sustituir a su socio, extrañamente desaparecido. Desde su llegada se convertirá progresivamente en un personaje que bien podría pertenecer a Kafka. Observará con sigilo y temor creciente la siniestra estructura de poder con la que debe negociar: militares, familias ricas, curas y unos cuantos brutos más en un país oscuro. Y un banquero afligido no es algo que, en principio dé pena, pero hay que decir que uno acompaña el desmoronamiento emocional de un tipo que transita un laberinto sin saber cuál será la puerta por donde le clavarán la puñalada. Porque si hay algo que sugiere bien la película es que el terror de Estado, además de llevarse puesta a una generación, también limpió a los propios o a aquellos que ocupaban lugares sociales jerárquicos, incluidos extranjeros. Pero más allá de la cuestión política, Azor forma parte del conjunto de varias ficciones recientes (entre ellas La larga noche de Francisco Sanctis, de Francisco Márquez y Andrea Testa, con la cual comparte la misma estética de colores apagados) que parten del marco de la última dictadura para trabajar atmósferas y moldes genéricos. En este caso, siempre es más importante el derrotero agobiante del protagonista que profundizar sobre el contexto, generalmente sugerido con detalles y líneas de diálogos que contribuyen a su armado, por momentos, un tanto empaquetado. En todo caso, prevalecen los gestos del banquero y de su mujer, perdidos en una red de contactos perversos. Dos cuestiones se podrían pensar en torno a cómo se resiente el proyecto. La primera, el oportunismo de la época escogida (un clisé del cine argentino) en pos de un objetivo que funcionaría igual en otro marco; la segunda, la carencia de una resolución acorde con el resto de la historia.
