36 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. CUARTA PARTE

Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi

Una gran adaptación es la que logra Hamaguchi del cuento homónimo de Murakami, incluido en su libro Hombres sin mujeres. Y esto no tiene que ver con cuestiones de fidelidad, sino con tomar elementos del relato y potenciarlos en un universo aparte, el de la pantalla cinematográfica. Durante este viaje de tres horas (nobleza obliga: le sobra una en el medio) se cuenta la historia de un actor y director teatral, Yusufe Kafuku que, tras la muerte de su mujer, acepta realizar un montaje de «Tío Vania» en un festival en Hiroshima. Y allí conoce a Misaki, la conductora que le asignan y con la que empieza a mantener largas conversaciones en el coche. Uno de los ejes que atraviesa a los personajes es la dinámica propia del teatro (arte enfatizado de modo permanente en la ficción, una especie de herencia de las películas de Jaques Rivette), a saber, actuar/simular, ser, ¿dónde empieza cada intención y cuándo finaliza? Se refuerza esto con la condición actoral de los protagonistas, dispuestos a confundir los términos, a jugar si tomamos la doble acepción del vocablo play. “Todos actuamos, entonces”. Los personajes de Murakami hacen honor a la sentencia de que “nadie parece ser quien es a simple vista”, pero Hamaguchi envuelve esta cuestión en hermosos pasajes de ensoñación, tristeza y soledad.

Otro elemento importante es el contrapunto hombre/mujer. La trama devela ciertos patrones asociados a uno y otro. El resultado es que los hombres sin mujeres gozan de un infantilismo sano, se pierden en la ingenuidad y están detrás de ellas, aunque pueden caer en acciones torpes de consecuencias que los sobrepasan. Son los hombres quienes encuentran su propio ser a partir del conocimiento de las mujeres, de aprender a mirarlas, a escucharlas y a decodificar sus gestos. Esto va más allá de las condiciones sociales: Kafuku tendrá que leer progresivamente (como los textos teatrales que estudia) a Misaki, la joven chofer con un traumático pasado, y entender la vida más allá de su ombligo (como no pudo hacerlo con su difunta esposa), para reencontrarse interiormente. Los personajes femeninos son intensos y representan la alteridad, las que se van, el doble. Los personajes masculinos las buscan para encontrarse a sí mismos.

No obstante, el amor verdadero parece ser, por lo menos para los hombres, un ente abstracto, idealizado, que solo ellos creen comprender, hasta que la realidad les cae encima. Esto es parte también de esa incomunicación de base, de la imposibilidad de entender un cierto misterio femenino que los sobrepasa. Y esto va in crescendo: las dudas de Kafuku con respecto a su mujer revelan cada vez más su ingenuidad/desprotección, pero lo mismo le sucederá con las otras mujeres que conocerá en diversas circunstancias. Todo es quizá en materia de explorar la interioridad femenina y bastan algunos primeros planos gloriosos del director para enfatizarlo.

Incluso, en el mismo viaje del auto (marco de la historia), a medida que se conocen Kafuku y Misaki a través de la palabra, hay silencios que son más fuertes. Y aquí viene el otro elemento clave, la palabra como desahogo, que no necesariamente es verdad, no solo por la cárcel que representa el lenguaje en sí mismo, que expresa y desecha al mismo tiempo, sino porque se constituye como una máscara que desinhibe, pero siempre es insuficiente. Palabras y silencios que escamotean el deseo y generan los sustitutos, las máscaras temporales, como en el teatro. Generalmente, unos tienen lo que a los otros les falta. Y esto excede a la cuestión del amor.

Sumado a lo anterior, la experiencia de la soledad asoma como un horizonte ineludible. Este es el mundo que traza la película, un mundo contemporáneo signado por la soledad de la gente que se muere sola, enferma del alma y en este punto trasciende lo regional con aquellos temas que recorren la historia tales como los suicidios, los amores prohibidos y las razones del corazón. Pero siempre hay un tiempo cinematográfico que permite el pasaje. En una estructura a base de secuencias narrativas y dialogadas, la conversación es el registro por excelencia dentro de un orden cotidiano de aparente banalidad. De lo simple parece derivar lo complejo. Y entonces surge el auto como ámbito privilegiado, un espacio simbólico, ligado al cine, con sus ventanas/pantallas, sus reflejos y encuadres reforzados.

Siempre sugieren correspondencias entre parabrisas y cámaras, entre conductores y espectadores en una sala de cine, solos y con otras personas al mismo tiempo. Las imágenes recurrentes de la visión a través del parabrisas, metaforizan al espectador: ver algo pero al mismo tiempo sentirse separado de lo que se está viendo. Los trayectos en automóvil, además de activar la naturaleza cinematográfica y reforzar la idea de encuadre, aluden a un sentido de privacidad, o de distancia con respecto a lo que se observa, pues es estar como en una sala cinematográfica. El auto se transforma así en un espacio privilegiado, se pasan allí momentos importantes. Se tiene una vida mucho más intensa que en una casa, para algunos, donde se está siempre en movimiento, donde no hay tiempo para meditar.

Pero si todo fuera solamente una sumatoria de conceptos, estaríamos en problemas. Si hay algo que destaca a Drive My Car es un flujo poético, hipnótico, que no hace falta racionalizar demasiado. Solo alcanza con entregarse a sus luces, a sus colores de melancolía y dejarse llevar por el viaje.

Hit the road, de Panah Panahi

Al comienzo de la película, vemos al principal protagonista, un auto. Panahi se carga la tradición de un cine que consagró los viajes como una forma de enfatizar la mirada, homologando las ventanillas con las pantallas, y este caso no es la excepción. En varios pasajes, asistimos a la perspectiva de los personajes como si fueran espectadores, y al mismo tiempo, miramos con ellos aspectos de una realidad que pocas veces es interferida por el montaje. Adentro del auto viaja una familia con algunas disfuncionalidades. A medida que el viaje avance, descubriremos algunos de los motivos de su huida hacia la frontera con Turquía. Pero mientras tanto, conoceremos a un padre huraño con el pie enyesado, una madre afectada por el destino de su hijo mayor (que conduce el móvil) y un pequeño con trastornos de ansiedad que no para de hablar y de moverse. Nunca está claro cuál es el drama del clan, pero ciertos gestos, reproches y palabras dejan entrever un conflicto de base. Pero, a diferencia de otros cineastas mayores de Irán, no es exclusivamente la veta realista la que predomina. Ya desde el comienzo la música de Schubert marca una atmósfera destinada a poner las cosas en el imaginario de la fábula y a superponer los niveles intradiegéticos con los extradiegéticos, recurso que se confirmará posteriormente en algunos excesos musicales (da la sensación de que la cuota kitsch en gran parte del cine contemporáneo intenta cubrir baches). La madre, semidormida, pregunta “¿dónde estamos?”, y el pequeño responde “estamos muertos”. Y el tono de la película busca por momentos generar esa sensación. ¿De dónde vienen, a dónde van? Mientras tanto, es el tiempo del viaje, de la road movie, con paradas de acción, de humor, de fatalidad, de suspensión emocional, de abrazos y reclamos. Y la película también es un compendio de escenas que van desde el registro a lo lejos de un paisaje en el anochecer, que invita a descubrir qué ocurre en situaciones dramáticas, hasta pasajes más íntimos que preparan el horizonte de llegada. Atendible ópera prima.

Kim Min-young of the report card, de Jisun Lim & Lee Jae-Eun

Llamativamente esta ópera prima fue considerada para la competencia principal del Festival, apenas un modesto y estirado acercamiento observacional a un grupo de amigas con la aparente excusa de indagar en aspectos de la juventud coreana. El amague de un conflicto da a entender que la protagonista toma decisiones que ponen en crisis la amistad con sus dos compañeras. Es más, disuelven un grupo de poesía porque se vienen los exámenes de ingreso. A partir de allí surgen caminos diferentes. Filmada principalmente en interiores con un registro bastante asfixiante de lo cotidiano, no sale de un tono monocorde y una falta de voluntad narrativa alarmante, sobre todo porque gira de modo permanente sin encontrar un centro que justifique un esbozo de historia. De hecho, es muy difícil entrar en ese universo de adolescentes que terminan el secundario y parecen resignar rituales e inocencia para internarse en el ámbito académico, algo que las directoras, incluso, lo señalan con cierto dejo de acusación. Y como suele suceder, cuando los temas y las intenciones son más importantes que la película misma, todo se vuelve vacío, apagado, en ese límite impreciso entre la sensibilidad y la pereza. ¿Hace falta carecer de ritmo, extraviarse en lagunas narrativas, para dar cuenta del pensamiento de chicas que sienten pavor ante lo que se avecina? ¿O será que no hay un horizonte más allá de dar vueltas (no con la cámara precisamente, que se mueve poco y nada) utilizando la reiteración, poniendo música en algunos pasajes puntuales y sumando retazos? Lejos de la empatía, fría y distante, la pequeñez, en este caso, no conduce más que a un intento donde quienes explican el film enumeran con orgullo una serie de temas que no necesariamente se corresponden con lo visto.

elcursodelcine

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