El perro que no calla, de Ana Katz (2021)

La primera media hora de la sexta película de Ana Katz muestra lo mejor de su cine: un diálogo con gente afectada bajo la lluvia por el llanto de una perra, un joven que debe resignar su trabajo porque no puede dejar al animalito solo y una labor en medio de La Pampa como salida libre a tanto agobio de la ciudad. En todo este segmento, el humor en sordina, el extrañamiento y el absurdo gobiernan la escena de una película brillantemente fotografiada en blanco y negro. Hasta un plano se atreve a ponernos en la perspectiva de la perra. Esta secuencia de viñetas fluye a un ritmo perfectamente manejado y se encuentra entre lo más rico de su filmografía.

No obstante, una desgracia habilita otra dimensión en la historia, ya focalizada en el protagonista, Sebastián, un joven treintañero bastante similar a tantos que deambulan por la geografía de cierta tendencia vernácula en pantalla y sobre todo porteña. A partir de este momento, el relato se volverá deshilachado, con algunos pasajes interesantes, pero un tanto fuera de foco, como si hubiera una acumulación de fragmentos tendientes a resumir parte de una vida en pocos minutos. Acaso, el advenimiento de un mundo que se hace cada vez más problemático le impregne una cuota de tristeza a la película, un mundo sin trabajo, sin estabilidad emocional, donde todo parece transcurrir a la velocidad de un rayo. En este sentido, el montaje mismo trabaja a favor de suprimir los largos tiempos muertos que constituyen el destino de Sebastián para enterarnos de que la vida vuela mientras la transitamos como podemos. De todos modos, existe siempre una veta en Katz que (por fortuna) no abandona: el humor. En medio de la crisis descripta, todavía hay secuencias notables como la posibilidad de utilizar unos cascos para respirar, lo que hace que lo cotidiano ingrese en el terreno de lo fantástico, uno de los mejores recursos que ha utilizado la directora.

Y es esta dualidad el eje que vertebra la propuesta, puesto que uno (de raigambre absurda, lúdica) da lugar al otro (de naturaleza reflexiva frente a la incertidumbre ante un futuro que se manifiesta opaco). De allí que el perro que no calla sea una expresión irónica que funde en una misma identidad a dos silencios prolongados, el del animal y el del joven treintañero, protagonista melancólico y extrañado ante un mundo donde es difícil encajar.

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