Noche de fuego (México / Alemania / Brasil / Qatar – 2021), de Tatiana Huezo

Estreno en Netflix

Tatiana Huezo había demostrado con sus películas anteriores (El lugar más pequeño, Ausencias y Tempestad) una gran labor como documentalista, además de un compromiso con causas humanas. Noche de fuego es su primera ficción y, a juzgar por las primeras imágenes, no es fácil (y tampoco necesario) correrse del género para integrarlo a una historia, dura, que pega fuerte por su crudeza y por el peso de lo real. Pero lo primero son sonidos. Un fundido en negro permite clausurar la vista para prestar atención a unos gemidos. Apenas se ilumina la pantalla comprobamos que pertenecen a una madre y su pequeña hija, quienes están cavando un pozo. La pequeña, por pedido de su madre, ensaya una postura dentro. Parece evidente que no se trata de un juego. El corte habilita el comienzo de la trama, pero deja en suspenso la atroz circunstancia que le toca vivir a una comunidad en Sierra de Guerrero, México, un lugar asediado continuamente por los narcos y custodiado por el ejército. En el medio, la gente, tratando de vivir de las plantaciones de amapolas y escondiéndose de los embates permanentes que incluyen la posibilidad de secuestrar a las jovencitas del lugar.

Desde el comienzo dos líneas expresivas dialogan en tensión. El ojo documentalista de Huezo apunta al orden de lo natural como si fuera un descanso necesario frente a la vorágine de peligros inminentes. En definitiva, los insectos, las plantas, se comportan de otro modo distinto en contraste con la barbarie de esas camionetas que vienen a arrasar con todo. La armonía de ese reino enseguida le cede el lugar a la explotación laboral, a gente congregada en una zona determinada para usar sus celulares. Y en medio, las infancias. Tres amigas y un chico, captados por las desgracias de los adultos y unidos en rituales lúdicos, porque aún en tiempos de desesperación hay intersticios de felicidad. Inocencia y amenaza. En esos lugares se aprende a los golpes. Ana, la protagonista que veremos crecer junto a su madre, tendrá que cortarse el pelo para que la confundan con un chico y no se la lleven, al menos hasta que su cuerpo manifieste evidencias de que se ha transformado en mujer. Mientras tanto, vivirá breves momentos de alegría con sus amigas y será testigo e interpretará como pueda los horrores cotidianos: violaciones, atropellos varios, vecinos que abandonan el lugar, casas solitarias con restos de comida pudriéndose.

Pese a constituirse en un material que bien podría cuadrar dentro de la sordidez gratuita, la potencia que la directora le imprime a las imágenes compensa un trabajo que no pierde nunca el equilibrio. La narración, a base de elipsis bien insertas, posibilita una fluidez que constantemente se complementa con la observación atenta del entorno. La tensión aumenta, la expectativa sobre el destino de la (ya) joven Ana es la clave para mantenerse en vilo. El gran monstruo fuera de campo es un Estado que perpetúa la miseria, que favorece las conductas bestiales y que se olvida una vez más de la gente, sometiéndola a condiciones inhumanas de vida. No solo las protagonistas resisten frente a los narcos escondiendo a sus hijas, tampoco consiguen trabajar en paz porque los militares envenenan sus plantaciones. Y es tan fuerte el miedo que ni capacidad de organizarse queda. Ver normalizada esta situación es siniestro.

En este contexto, la idea de feminidad es sepultada. Y de esa crisis de identidad también cuenta la película a medida que los cuerpos crecen y las jóvenes no solo no pueden gozar de su sexualidad sino que se ven obligadas a ocultarse, envueltas en una red de complicidad ineludible. Gran parte del pulso vital que imprime la cámara en mano aparece destinado a captar el impacto de estos terrores. Y si el cine no necesariamente tenga que ser un oficial de justicia que reemplace las obligaciones políticas e institucionales, al menos puede acercarse a quienes necesitan ser vistos y escuchados. Un consuelo, que no es poco.

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