Borom Taxi, de Andrés Guerberoff, 2021

LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES

Dicen que en EE.UU. los inmigrantes se jerarquizan entre ellos según la cantidad de mares que han atravesado para llegar allí. Una vez aguado, dos veces aguado y hasta tres veces aguado. El prestigio aumenta según los obstáculos sorteados para acceder al país de la libertad, no importa cómo (como no importaba en esa genial escena de Chaplin en El inmigrante de 1917, con la gente atada en el barco, bamboleándose de un lado a otro, mientras veían la emblemática estatua). Es el mismo país de la libertad en el que hace una semana se montó un gran show protagonizado por dos actores negros para satisfacer la demanda de los blancos, con la ficción del entretenimiento. En la época de la esclavitud eran obligados a reventarse a trompadas para las apuestas de sus amos; en el Siglo XXI garantizan el rating de la Academia y generan una serie de debates entre respetables críticos de arte y opinólogos. ¡It’s showtime!

Pero más allá del espectáculo televisivo y de EE.UU., hay otros paraísos artificiales repartidos por el mundo para acoger a millones de necesitados que huyen de sus entornos hostiles, de prácticas abusivas y políticas aberrantes y hacerlos funcionales a las necesidades del capitalismo en su etapa más salvaje. Argentina es el destino que han elegido, por ejemplo, los habitantes de Senegal. De esto se ocupa, en parte, el documental de Andrés Guerberoff, con una distancia respetuosa y con intención de recuperar esa dimensión subjetiva que se ve amenazada por todo exilio. El protagonista al que la cámara seguirá se llama Mountakha, quien ha dejado Dakar, también su trabajo como camionero y a su familia, en busca de un destino que le deje un alivio económico. Claro está, y tal como sucede en situaciones similares de exclusión obligada y arribo a otros países, solo se encuentra la otra mitad del infierno que se deja. Los primeros planos bastan para confirmarlo cuando el joven se instala en una especie de reducto urbano impropio de un ser humano. Y en esa búsqueda de oportunidades, la dificultad con el idioma, la indiferencia de la gente y la persecución de la policía (otro ente del espectáculo, capaz de desarticular solo un eslabón de la economía informal de este país), hacen que veamos transitar por las calles a Mountakha, intentado establecer vínculos con propios y ajenos, con la voluntad de conseguir un trabajo digno sin caer en las trampas del estereotipo y la estigmatización, o solo servir de extra para alguna publicidad o película por su color de piel.

Pero si bien el documental por momentos parece estancado en un registro un tanto estático, ofrece un aspecto muy valioso a partir de privilegiar un discurso en off donde la fe y las creencias de la comunidad senegalesa surgen como consuelo y resistencia frente a la adversidad. No hay victimización y sí una fuerza de voluntad admirable en esas evocaciones al Dios Bamba en los momentos más difíciles. Por otra parte, hay pasajes donde la observación cobra mayor ímpetu y entonces los diversos espacios mostrados hablan por sí solos en cuanto a lo mal que estamos como país, el grado de precariedad que venimos arrastrando y que no cesa, un espectáculo dantesco de lugares desgastados, rotos, improvisados, donde otros comen la verdura que tiran los blancos, como refiere Mountakha azorado a su mujer por teléfono. Acaso en la mirada de los otros podamos entender qué somos. Pero para ello, hay que verlos y escucharlos. Tal vez sea la mejor intención del documental de Andrés Guerberoff.

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