Mamma Roma (Italia – 1962), de Pier Paolo Pasolini Estreno en Cines de una versión restaurada en 2022.

Hay películas con historias simples. Mamma Roma es una de ellas y se puede esbozar en menos de dos líneas: una prostituta abandona su pueblo en compañía del hijo para llegar a la gran ciudad. Lo que no es fácil expresar con palabras es la fuerza poética que transmiten sus imágenes, una sinfonía cuyo halo trágico crece en perfecta armonía y en cuyo centro está la figura desbordante de Anna Magnani, ese huracán que irradia pedazos de fotogenia como si fueran meteoritos.  Porque si hay algo que destaca a Mamma Roma es la tensión entre dos fuerzas en colisión, no solo en el interior de la trama sino en la misma experiencia actoral. Desde el inicio, desde la escena del casamiento de Carmine (inspirada en La última cena), la excentricidad de la Magnani parece fulminar la tranquilidad del resto. Su entrada con los cerdos en medio del ritual, su risa descocada, constituyen un centro desde el cual surgen los demás personajes, que parecen satélites girando a su alrededor. “Soy libre yo” les dice, mientras se ríe, porque es la risa del carnaval. “Hago la calle, hago la vida”. Los planos secuencia, con Magnani caminando a oscuras a medida que personajes diferentes se le acercan y se alejan, tienen una cadencia y forman parte de una estructura coreográfica. Son los sonidos en medio del silencio atroz de la marginalidad.

Y frente a ese carácter festivo, demoníaco, aparece Ettore, el joven que da vueltas en una calesita. “Mi hijo es un ángel” profesa la mujer, el primer eslabón de una sobreprotección como si de una figura lorquiana se tratara. No obstante, para esta mujer, como para la mayoría de quienes habitan la periferia, el destino está marcado en la frente. Por ello, cada vez que abre su ventana está el mismo paisaje desde donde se ve el cementerio. Paisaje como fondo, porque lo que importa es cómo se insertan los cuerpos.

Esto no impide, claro, que Pasolini, poeta absoluto, ponga la lente y el corazón como un compromiso con los arrabales. El hallazgo y el misterio de la película están en la fuerza que adquieren los espacios, filmados lejos del pulso edulcorado en el que el Neorrealismo había saciado su sed, sino como materia viva, como energía irracional. La periferia es el escenario en ruinas de la tragedia griega, una tierra devastada, cuya música operística marca el tiempo del relato y ensombrece el rumbo de los protagonistas, a pesar de la claridad de las imágenes. A medida que ella enfatiza la necesidad de remarcarle a Ettore que “la única mujer para ti es tu madre”, más crece la sensación de la inminente fatalidad. Porque la unión forzada promueve la distancia. Son las reglas de juego en un universo que ha vuelto podrido la desidia política. Entonces, ocurre lo inevitable y Pasolini nos regala una de las más hermosas escenas que puedan verse en la historia. Acostado, afiebrado en el encierro, dialoga con su madre a la distancia, a través de los pensamientos. El joven se ha inmolado. Su pose en cruz es el modo en que expía todas las injusticias humanas. Mientras tanto, ella se aferra a su ropa, antes de mirar por última vez el paisaje a través de la ventana. ¿No será el castigo por el sueño de un mundo pequeñoburgués? Tal vez sea un tributo, el precio a pagar por abandonar un mundo primitivo pero legítimo en pos de un mundo impostado. “Héctor fue educado por su madre para tener una visión un tanto pequeñoburguesa del mundo; había estado en un internado cuando era niño, por lo que descubrir que su madre es una prostituta le causa un trauma, al igual que a cualquier chico de clase media si se entera de algo malo de su madre. Así que tiene una crisis, una verdadera crisis que finalmente lo lleva a la muerte.” diría Pasolini. En este sentido, Bruna es un personaje fundamental. “Es ella quien en un momento dado señala el lugar en el que vive; mientras camina con Ettore por las ruinas a lo largo de esa especie de terraplén, cuando se van a hacer el amor, dice: ¨Mira ahí arriba¨ y señala un gran grupo de bloques de pisos de INA-Casa. Por supuesto, en esas casas hay de todo: televisión y radio y todo eso. Bruna no pertenece al subproletariado porque en Roma no hay subproletariado al que pertenecer, porque no hay industria; pero sí hay, por así decirlo, un subproletariado superior, un subproletariado en la fase en la que tiende a convertirse en pequeño burgués y, por tanto, tal vez, en fascista, conformista y demás; el subproletariado en el momento en el que ya no está atrincherado en su burguesía sino que está expuesto y abierto a la influencia de la pequeña burguesía y de la clase dominante a través de la televisión, la moda y demás. Bruna es subproletaria y ya está corrompida por las influencias de la pequeña burguesía.”

Y en ese campo de fricciones, hay dos posturas con respecto al cine. La omnipresencia de Magnani es la del fantasma de una tradición que Pasolini quería correr para dar cuenta de otra Italia, la de la década del sesenta, con actores no profesionales, con sus ragazzi di vita, con una espontaneidad que funcionara como un motor expresivo diferente al registro naturalista. Los suburbios como cuestión antropológica. Un subproletariado como inmune a los valores burgueses. El gozo de vivir aún no contaminado pro estructuras de poder capitalista. Los personajes jóvenes de la película son una fuerza bruta no manipulada. Michel Foucault lo expresó con claridad:

“Pasolini no veía a esos jóvenes como adolescentes conflictivos que han de ir al psicólogo, sino como la forma actual de aquella «juventud» que nuestra sociedad —desde Grecia, Roma, el Medievo, etcétera— no ha sabido integrar nunca, una juventud que ha tenido siempre bajo sospecha o ha rechazado, y que no ha logrado nunca someter, si no era haciéndola morir en la guerra. Cada cierto tiempo.”

Es otra de las luchas en Mamma Roma, la de la actriz descomunal y consagrada frente al infante terrible, el joven Pasolini.

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