Las trampas de la fe. Sobre De dioses y hombres (Des hommes et des dieux, Francia/2010). Dirección: Xavier Beauvois

“Tu película no está hecha para pasear los ojos, sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero” Robert Bresson

De dioses y  hombres (en otro despojo de sentido por parte de los distribuidores locales que alteraron los términos en la traducción con respecto al título original) se basa en un hecho verídico, a saber, un grupo de monjes secuestrados y asesinados en Argelia, en plena guerra civil. Que los datos más referenciales sobre el hecho en cuestión aparezcan recién al final es un acierto, pues Beavious no elige el camino testimonial como centro de su película, sino la recreación estética de lo supuestamente acaecido un tiempo antes de la tragedia en el monasterio, mostrando los quehaceres cotidianos de los protagonistas, su misión, la relación que entablan con los habitantes de la comunidad y los rituales que sostienen. Toda esa aparente calma no deja de obviar la tormenta que se avecina: la constante presión de los fundamentalistas sobre el lugar y el miedo que se activa a partir de ello. Pese a que el gobierno los quiere proteger, éstos se niegan. A partir de allí, la película trabaja un argumento signado por la espera y por las decisiones que deberán tomar los monjes frente a las acciones sangrientas que allí afuera los desbordan, es decir, dos mecanismos bien efectivos para mantener la tensión en el espectador. No obstante, lejos de encadenar en forma desenfrenada los acontecimientos, Beavious se toma el tiempo suficiente para trabajar los espacios con cuidadosos movimientos de cámara que observan el claustro con sus silencios, la calma de la naturaleza, representada plásticamente a partir de una fotografía inobjetable, en contraste con el bullicio exterior donde predomina la muerte y la violencia, es decir, la amenaza. Esto se condensa en una escena que alterna un rezo de los monjes mientras un helicóptero merodea encima del monasterio y que se potencia a partir de los efectos de sonido. Si bien existe la contraposición, ciertas líneas de diálogos son un esfuerzo para evitar un maniqueísmo en la exposición del conflicto político y en la construcción de los personajes. En un momento, un representante del gobierno les dice que gran parte de la culpa por los desastres internos en el país la tiene Francia y su afán colonizador que produjo un atraso en la región.

Ahora bien, tomar decisiones tiene implicancias morales, y si se es religioso, más todavía. Por ello, en el seno mismo del grupo surgirán los conflictos por decidir qué es lo que está bien o qué es lo más conveniente, si irse y proteger las propias vidas o quedarse y consagrarse a una idea. Es aquí donde no solo aparecen las trampas de la fe que invaden a los protagonistas (la vacilación sobre el sentido de convertirse en mártires, de sostener ciertas creencias) sino también las del director. Las primeras son lógicas; las segundas, acaso, son discutibles. El punto de vista escogido nos coloca indefectiblemente del lado de los religiosos en el plano discursivo como formal, los muestra a partir de encuadres y planos que emulan pinturas de carácter sacro, nos determina con colores claros el ámbito por el que se mueven, confiriéndoles una pretensión de trascendencia. Es también otra escena clave la que evidencia este procedimiento, una tentativa de dramatizar  sin palabras la satisfacción por haber hallado la certeza de por qué permanecer y tal vez sacrificarse. Los monjes compartirán un vino, se verá en sus miradas la risa y el llanto, mientras suena El lago de los cisnes. No hay más lugar para las dudas, todos han decidido quedarse. El resultado es un momento emocionante pero con la salvedad de que aparece enfatizado con elementos expresivos subrayados con la composición de Tchaikovsky. ¿Alcanza esto para hablar de una película religiosa, espiritual, atemporal, como varios críticos expresaron? A mi criterio, no. Sigo prefiriendo las formas de entender la trascendencia tal como lo hicieron, entre otros,  Bresson, Pasolini o Buñuel; ellos sí tenían a los hombres en la tierra y con legítimas dudas sin necesidad de embellecerlas. Más que “pasar los ojos”, uno se sentía “absorbido”. Este es, tal vez, el aspecto menos convincente en De dioses y  hombres, cuando la incertidumbre se transforma en seguridad, en emoción inducida, en espectáculo. Eso sí, con calidad.

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