La cámara alcohólica de Agresti. El amor es una mujer gorda (1987)

En 1988, el año en que se estrenó El amor es una mujer gorda, la mayoría de las ficciones cinematográficas argentinas no podían salir del círculo vicioso de la declamación, de la emulación de esquemas dramáticos televisivos y de no poder dar cuenta de la reciente dictadura si no era por la vía de un maniqueísmo forjado a través del policial, con brochazos de sexploitation. Salvo casos contados, solo el documental había metido el bisturí donde debía.

Lo anterior supuso que la película de Alejandro Agresti cayera como un meteorito, con todos los vicios incluidos, pero con un saludable ruido capaz de sacudir un poco el tablero. Ya desde el comienzo se advierte esa voluntad por tragarse la realidad con una estética en blanco y negro que no parece desdeñar un valor documental. Sin embargo, los primeros trazos gruesos asoman con la música elegida para meter ironías de todo tipo. Un avión pasa por sobre la estatua de la libertad en EE.UU, un director yanqui filma en picado mientras un narrador nos habla desde el suelo. Luego, un personaje en tránsito, José, el periodista al que despidieron por negarse a escribir un artículo sobre un equipo estadounidense que debe filmar en Buenos Aires.

Nada es estable ni tranquilizador con esa cámara alcohólica heredera de John Cassavetes que se arrastra por variados ángulos. Como si se opusiera al enfoque norteamericano al que muchos parecían rendirse incondicionalmente, Agresti (que paradójicamente se instalaría más tarde en Hollywood) persigue una ética diferente a la de las imágenes del cine clásico, con cortes donde nadie los espera y haciendo prevalecer el punto de vista inquieto de su protagonista, un flâneur a la deriva que se ve obligado a comerse la ciudad desprolijamente del mismo modo que el ojo de Agresti. No hay un espacio central, no hay un hogar, no hay centro, todo transcurre entre cuartos sucios, paredes descascaradas y húmedas donde el amor es apenas un fugaz resquicio de oxígeno.

Un punto interesante es qué está pasando con el habla en el cine argentino. Pese a algún tono de solemnidad o voluntad sentenciosa, es evidente la búsqueda de lo coloquial, de apresar ciertas formas directas de un porteñismo que se diferencia de las películas que circulan comercialmente. El otro, por supuesto, es el modo en que se inserta la memoria frente a las llagas de la dictadura y que encuentra en frases dispersas y resonantes (un rasgo que se incrementaría en títulos posteriores) su desbocada razón: la gente no desaparece, están pasando cosas raras. Y por supuesto, los temas de la responsabilidad y de la complicidad: Yo no tengo la culpa, un sintagma que puede verse en espejo con un cartel que se pone uno de los personajes de Buenos Aires Viceversa (1996), Yo no fui. El contexto, además, se corporiza en la televisión (un villano potente en el cine de Agresti), en esas tapas de Clarín sobre la obediencia debida y otros signos diseminados en medio del barro existencial de una sociedad confundida.

Pero lo cierto es que cada personaje que aparece tiene necesidad de hablar de contar su historia, de convertir un relato en una forma de desahogo cuyo escenario puede ser la calle, una plaza o una cárcel, escenarios tristes pero propicios para contrarrestar los culos sentados, las zonas grises de una sociedad que miró para otro lado. Ambas posturas suelen confluir en los bares. En el medio, los espectros como Claudia, la novia que el gil sigue buscando mientras le dicen que la mataron los milicos. Entonces, la película escenifica su propio dilema con respecto a la tradición: ¿cómo organizar las imágenes que surjan de la memoria individual y colectiva a la vez sin que estalle el discurso? En el medio, Buenos Aires, la ciudad gris, un contenedor de zombies atrapados en el olvido.

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