Mundo Perrone: materialidad y sensorialidad de las imágenes

Raúl Perrone no tiene nada que demostrar. Cualquiera que se jacte de hablar de cine independiente sabe que en su trabajo continuo encontrará una respuesta. Hay allí un cineasta que ha defendido a ultranza una manera artesanal de concebir el oficio, sin levantar banderas de apoyo económico y con la firme convicción de entender el cine como un trabajo motivado por la pasión. La frontalidad poco complaciente de sus palabras a la hora de declarar  y la visceralidad de sus sentencias con respecto a cómo se posiciona frente a sus coetáneos lo define como un auténtico outsider. Además, como los grandes autores, logró convertir en mítico un lugar, una patria propia y singular: Ituzaingó. Y lo que es más sorprendente, frente a tanto ruido estético vacuo y festivalero, todavía tiene mucho para decir. Desde la aparición de P3nd3jos (2013), existe en su filmografía un punto de quiebre, un alerta vital que abre nuevos caminos de revisión y de reflexión en torno al estatuto de las imágenes cinematográficas así como una notable exploración en el campo del sonido. El mismo Perrone se autodenominó en alguna entrevista como un “Videojockey” a propósito de esta inspirada etapa de su carrera. Esta prolífica labor creativa que incluye tantas películas en el lapso de unos años propone un ejercicio que lo aparta (en principio) de una cierta noción de realismo buscada en su anterior etapa pero que tiene implicancias muy interesantes en cómo se piensa el cine en la actualidad. Cuando refiero “implicancias”, hablo de una segunda lectura, el momento posterior al visionado de las películas que, lejos de intelectualizar las cuestiones, son experiencias sensoriales únicas.

Desde que el cine ha modificado el soporte analógico por el digital, la idea de registro ha entrado en crisis y por ende, el mismo oficio de cineasta. Esta modificación produjo un cambio de paradigma en torno a ciertos conceptos. En la medida en que las imágenes han mutado en cuanto a su naturaleza, la misma noción de plano se vuelve difusa en torno a lo que vemos. Se podría pensar que a partir de P3nd3jos (2013), Perrone se preocupa por reformular los materiales con los que estábamos acostumbrados a ver. Lejos de asumir una postura apocalíptica, se trata en todo caso de un desafío: recuperar cierta magia de los inicios del cine, no descuidar su poder hipnótico y mantenerse a salvo en este presente evanescente de continuas variaciones tecnológicas. Y fundamentalmente, salvar la idea de sala cinematográfica, sin la cual, es imposible advertir la compleja red sonora que ofrecen sus películas.

Favula (2014) es un ejemplo elocuente. Ciertamente, se trata de una experiencia sensorial  alucinante. Sensorial porque invita a ser vista a partir de un creativo y particular manejo de signos que remiten al imaginario silente, con personajes y situaciones propios de un territorio maravilloso, con esa sensación de atracción siniestra que encierran sus relatos y atmósferas. Alucinante porque el efecto es hipnótico. Pero además es notable por la materialidad que adquiere el sonido. Es en este campo donde la experimentación se hace más rica porque sugiere, al mismo tiempo, un nuevo horizonte de exploración en este terreno. Si la historia del cine se ha ocupado (lógicamente) de las imágenes, empecemos ahora a valorar la materia sonora como parte del juego. Favula crea una pared cuyos sonidos y efectos, atraviesan la pantalla, se expanden como gases, puntúan y marcan la respiración de esa lente/ojo que parpadea al ritmo de DJ Negro Dub, Che Cumbe y reposa con la exquisita música de Sebastián Wesman. Por momentos, se escuchan resonancias psicodélicas de los sesenta; en otros, las imágenes juegan con el marco auditivo como si de un remixado se tratase. La sensación es sorprendente. Curiosamente, mientras miraba y escuchaba Favula (un film para ser “audiovisionado”, en términos de Michel Chion), no pude dejar de asociar este efecto con una versión del Fausto de Murnau, musicalizada con rock gótico. En ambos casos, la sincronización entre imagen y sonido es amplia y creativa, lo que les otorga un efecto menos naturalista, pero más poético y descansado. Los sonidos en el trabajo que logró Perrone conservan una fuerza tal que persisten, incluso, más allá de la atracción visual. Nunca son estereotipos sino entidades con presencia material (una manera de marcar territorio frente al dominio histórico de la voz y de la música). Me parece una decisión inteligente en la medida que piensa las posibilidades tecnológicas actuales como una forma de pensar, no solo su propio cine sino el que vendrá. En este sentido, la escasez de diálogos (curioso para un director que indagó siempre en pos de una forma de hablar creíble en los personajes) y de una historia en el sentido convencional, expresan una linda paradoja: el cine como narración está agotado, lo mejor ya se contó y se mostró durante la década del 20, pero a la vez está la posibilidad de recrearlo, de reinventarlo.

Esta búsqueda de la audiovisión continúa en Ragazzi (2014), film que comprende dos movimientos. El primero, vinculado con el universo de Pasolini y su asesinato; el segundo, con el mundo de chicos, santificados en su propio ámbito de marginalidad y de libertad (la soledad de los jóvenes y la relación con el entorno como predilección temática no desparece en esta etapa). Si las imágenes en blanco y negro invitan en principio a pensar en un registro realista, el plano auditivo se corre de las convenciones a partir de una banda sonora que fusiona ruidos naturales, loops de música y susurros. Los diálogos ubican a los personajes más allá de los estereotipos mediáticos consumidos cotidianamente. Perrone acude a distorsiones sonoras que borran cualquier ligazón referencial de las palabras con los gestos o con significados estables; en cambio, inserta poesía en los subtítulos que aparecen en pantalla. Es un cambio notable con respecto a otro momento de su filmografía: el director obsesionado por hallar la forma más creíble de habla en sus actores/personajes, abre aristas verbales con otra potencialidad, la de la cadencia musical y con ello hace justicia a esos cuerpos, ubicados en el sentimiento universal de la experiencia poética.

Samuray-S (2015)  recupera la tradición del cine silente y apuesta por una concepción plástico-musical basada en la cultura japonesa (el género propiamente dicho al que alude el título y el teatro kabuki). Lo interesante aquí es la confirmación de que nunca las referencias al cine silente dejan de hablar del presente o de remitirse a representaciones de la cultura argentina. Pese a los temas y a los signos que atraviesan la pantalla cuya conexión con el imaginario de oriente son evidentes, también hay un modo de representación que remite al mundo de compadritos, malevos, tantas veces recreados en la literatura y el cine argentino. Perrone nunca pierde de vista que los actores de sus films son profesionales pero además alumnos de sus talleres, lo cual le otorga un efecto interesante ya que pese a utilizar máscaras y maquillaje, y vestirse como samurays, no dejan de ser personajes urbanos reconocidos en nuestro imaginario. Visual y musicalmente es de una belleza cautivante. Las sobreimpresiones y la búsqueda de encuadres pictóricos dotan a la proyección de un misterioso sentido, con un poder de hipnosis hacia el espectador que esté dispuesto a entregarse. El plano sonoro también es en esta película una  forma de indagación que enriquece notablemente a un tipo de percepción auditiva que tiene su propia autonomía. Aquí figura como eje rector el susurro. Primero en la continuidad de un efecto parecido a los discos de pasta; luego con voces superpuestas en distintos tonos. Cada plano es una invitación y un cuadro diferente.

Si todas las películas referidas anteriormente constituyen un bloque que encierra búsquedas y nuevas posibilidades en el terreno de la audiovisión, Hierba (2015) es el momento culminante. Están los procedimientos aludidos pero en un sentido más radical. Desde el punto de vista de la puesta en escena, el rasgo más llamativo es la vuelta al color. En una decisión que confirma el amor por el trabajo artesanal, los planos adquieren el formato de las polaroids y los fondos son pinturas impresionistas sobre las cuales se moverán los personajes. La alusión a este estilo de fotografías no es casual, obedece más bien al mismo carácter de captación espontánea en busca de una historia que ese tipo de máquinas proponía. Dividida en dieciocho actos, la película se presenta como una sucesión de viñetas, de cuadros vivos, donde la yuxtaposición visual y sonora vuelve a ocupar un lugar central.  La ausencia de diálogos es el horizonte de llegada que anunciaban los films anteriores y, por ende, la confianza en las imágenes y en los sonidos para narrar por sí solos. Los actores pueden estar vestidos como en el siglo diecinueve europeo pero jamás perdemos la referencia del mundo al que pertenecen en la realidad (observamos tatuajes, pearcings, arreglos dentales). Del mismo modo, los temas recurrentes, el deseo y la violencia, de desarrollan en dos planos que se imbrican. Uno es el natural. Los seres que habitan el espacio lo transitan azorados, con la actitud curiosa de quien habita un entorno edénico a descubrir. No es un efecto continuo ya que la presencia de dos entidades siniestras pondrá en jaque la contemplación. El otro es social. La violencia expresada en duelos masculinos y el deseo cuya resultante puede ser el abuso, permiten asociar las situaciones narradas a signos del presente en nuestro país y remiten a un problema que atraviesa todo el tejido social. La diferencia con otros directores es que Perrone no resigna creatividad y sutileza para mostrarlos. Cabe añadir que, incluso, podría asociarse al imaginario literario gauchesco el transitar de los personajes (hay allí dos cazadores intercambiando vino y carne en actitud pendenciera), o las caminatas de otro por una especie de llanura al atardecer que tantas veces recreó Borges como escenario metafísico en sus cuentos.

Hacia el acto 12, el color azul se adueña del plano y los personajes se mueven coreográficamente bajo la música de Dj Negro Dub y Che Cumbe. Se trata de una de las tantas combinaciones felices entre ambos dominios (visual y sonoro), que parecen nacer del azar y adquieren una fuerza única. De estas epifanías aisladas se nutre el nuevo cine (¿?) de Raúl Perrone, donde el trabajo de edición es una eterna caja de pandora. Esto lo convierte en una rara avis dentro del cine argentino: como dijo Lennon, todos hablan pero nadie dice una palabra. El perro sí: el cine está mutando y hay que hacerse cargo para no olvidar.

Uno habla de sus pasiones con amigos. Por ejemplo, de rock, y dice cosas como “son tres y suenan como veinte” (varias veces nos hemos referido a bandas como The Police de este modo, por citar un caso). Se me cruzó esto por la cabeza mientras veía el final de la última película de Raúl Perrone, Expiación(2018). En el contexto de un Festival de Cine Independiente como el Bafici, uno puede hallar luego de cada visionado una larga lista de participantes involucrados: nombres, nombres y más nombres. De este modo, pueden transcurrir más o menos diez minutos de créditos hasta que uno se levante de la butaca. A veces, el resultado, incluso, no parece reflejar un esfuerzo colectivo tan grande. La antítesis de esto es Perrone: son pocos, pero parecen que fueran cien.

Pensar en lo anterior me lleva a contextualizar una película como Expiación. Primero como una especie de objeto extraño en medio de una competencia argentina que no pasó, en términos generales, de fórmulas conocidas, poses y algún que otro grito de cotillón, con mejores o peores resultados. Pensar en esta etapa del cine de Perrone, también me conduce a verlo como un outsider en medio del glamour propagandístico de ciertos sectores del cine argentino actual, confirmando porqué fue y es un modelo de verdadero cine independiente, desde el modo en que produce, exhibe y se muestra a sí mismo. Mientras otros hablan de proyectos y financiamientos, Perrone no para de filmar y de reinventarse; mientras otros arman el circo con películas de catorce horas y desfilan como estrellas, Perrone aparece solo a escuchar comentarios, reacciones y preguntas en un pasillo.

Pero además hay una cuestión crucial que atraviesa toda su cine y es la capacidad de reinventarse y de indagar en las posibilidades de las imágenes y de los sonidos en tanto materia significante, sobre todo en una época donde el cine, herido a más no poder por la proliferación digital, aspira a un grado de hiperrealidad que, paradójicamente lo vuelve irreconocible. En este sentido, Expiación y los filmes precedentes de Perrone en esta etapa de su carrera hacen el camino inverso: intentan restituir formas, sin renegar de los mecanismos actuales, para devolverle a este arte lo que tuvo de artesanal y de experimentación en algún tiempo (por ejemplo las vanguardias del veinte). No obstante, Expiación se distingue en aspectos que la ponen aún más lejos del resto, empezando por la textura y el color de las imágenes asociadas a un momento y a un modo de ver películas en color en la década del setenta, un hermoso engaño que con tal decisión cromática nos traslada desde el presente a una época donde encerrase podía significar miedo pero también negación. Esto se acompaña desde el plano sonoro con el registro verbal, una jugada arriesgada como desconcertante (a las que muchos se resistieron tal vez): los personajes hablan y recitan sentencias poéticas y filosóficas en un espacio decadente, un caserón que recuerda la asfixia del Torre Nilsson de La casa del ángel, por el que los protagonistas se mueven como fantasmas. ¿Qué supone esta estrategia? ¿Cuál es el alcance de dicha elección? Se podrían alegar varios argumentos. El primero, parecerse en nada a todas las tendencias del nuevo cine argentino y posicionarse desde un lugar que sacuda los convencionalismos: el hombre que durante gran parte de su cinematografía buscó que los personajes hablaran como personas, cedió el trono cuando todos empezaron a hacer lo mismo y se manda en esta etapa a partir del juego con los anacronismos y el extrañamiento. Segundo: hay fórmulas gastadas, por ende, reinventemos las relaciones entre imagen y sonido como significantes. Tercero: revisemos el estado actual del cine argentino. Desde esta perspectiva, las últimas películas de Perrone minan cierto estatus displicente y cuestionan en su búsqueda un modo de concebir una película, más allá de las poses. Cuarto: pero también revisemos la tradición de un cine que ha representado  a la última dictadura militar en la Argentina desde un costado netamente referencial y acomodaticio a la explotación melodramática (sobre todo en el mainstream durante los primeros años de la vuelta de la democracia). Aquí el camino elegido es distinto y nunca inocente, por supuesto. El habla parece inscribirse de un modo parecido, pero el objetivo es otro. Por un lado, porque los actores no responden a los modelos de entonces ni se enmarcan en un perfil industrial; luego, el espacio y la sensación de temporalidad flotante los justifica. Entramos y salimos desde lo privado a lo político, desde la intimidad al contexto, pero siempre a partir de indicios que armen el camino de una experiencia particular a una general (no puedo dejar de recordar esos versos de Neruda “Sucede que me canso de ser hombre./Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza.) Al respecto, el comienzo de la película es sintomático. El horror surge de la percepción de un acto poéticamente presentado pero cuya resonancia tiene un peso simbólico y político evidente. En medio de un bucólico paisaje de jardín, un travelling sigue a una pareja con una carretilla a modo de procesión. Al frente del cuadro, recostado aparece un joven leyendo. Miramos a la pareja y notamos los semblantes de la angustia (así como recordamos a tantas personas que tuvieron que deshacerse de libros entonces, así como recuerdo  al chico de siete años entonces escuchando a gente querida que le contaba de qué modo se vieron obligados a deshacerse de la mitad de la biblioteca). Esa imagen fundacional de la película es ese verso de Neruda, capaz de transmitir desde su especificidad un sentimiento generalizado: resistir, “cansarse de ser hombre” en medio de la resistencia. Frente a la desaparición y la opresión, solo se puede ser un muerto en vida. Lo que queda luego es el interior de una casa donde “las cosas ya no nos pertenecen”. Los libros son el primer signo de despojo que progresiva y metonímicamente se trasladará a los mismos habitantes de la lúgubre mansión que se desmorona como en una novela de Mujica Láinez. Así, cada sector habilita sensaciones y experiencias diferentes cuyo horizonte es la demolición de la identidad individual como hogareña. El terreno es la poesía, la indeterminación, el juego con los colores, los sonidos que cobran cuerpo, la interpelación, la deriva de esos seres encerrados y que nunca saldrán de allí por temor, por obligación o por salvar sus vidas. Y como toda experiencia diletante, Expiación invita a entregarse a ese estado de alucinación, para atreverse a sus imágenes superpuestas, variadas, salvadas del caldo de repeticiones e inmersas en un cruce de representaciones pictóricas y fotográficas, pero que son del terreno del cine. Y del perro, más independiente que nunca.

No es la primera vez que Perrone alude a Pasolini, pero lo que hace tan singular a Corsario (2018) es la posibilidad de construir una biografía icónica. Por supuesto no se trata de una sucesión de hechos cronológicos ni mucho menos, sino de la captación de dos o tres aspectos que representan la genial naturaleza del gran director italiano. El primero de ellos es la combinación del cine con la poesía. Ambos lenguajes recorren toda la película en diversas circunstancias, ya sea en un prólogo cuyo marco es un cásting donde los candidatos leen versos, son observados en sus movimientos para un filme potencial o en esa voz que recita en ciertas ocasiones estratégicamente incluidas. Segundo, porque allí están los raggazzi di vita comidos por la cámara a medida que caminan por la calle, dialogan y son seducidos. Tercero, porque se da cuenta también del trágico final pero en una secuencia maravillosa donde el reflejo de unos chicos en skate atraviesa el cuerpo tendido del Pasolini actor. Nuevamente Perrone sorprende y actualiza signos del universo del cineasta con las marcas del presente, no solo de la patria, Ituzaingó, sino con los chicos cuya identidad sexual se abre de un modo impensado en los setenta pero que hubiese sido celebrado por Pier Paolo. A todo ello, y tal como viene ocurriendo en esta etapa de su carrera, hay que añadir el carácter experimental de las imágenes, que oscilan entre fragmentos con el foco al límite y otros cuya nitidez naturalista contrasta fuertemente. El uso de una cámara estenopeica confirma la movilidad incesante y la exploración de Perrone, más inquieto que nunca.

Ituzaingó V3rit4 (2019) es una especie de Dolce Vita vernácula nos ofrece el gran comienzo de la última película de Perrone con una galería de personajes excéntricos perdidos entre selfies, miradas y seducciones, atravesados por una compulsiva necesidad de registro. El perro se mete en los festivales para desenmascarar la pedantería, el esnobismo, de un modo feroz, sin concesiones. Un grupo de personajes por Ituzaingó que avanza en círculo, como si estuvieran encerrados en un espacio atemporal al estilo de El ángel exterminador de Buñuel. Varios son los niveles expresivos que se conjugan para dar origen a una película tan divertida como extraña, acompañada por una banda sonora en sordina espectacular. Por un lado, existen diálogos desopilantes (uno sobre el proyecto de una joven acerca de filmar un gato muerto en un placard es extraordinario) que introducen el registro de la comedia. Estos vampiros del celular y del automatismo acentúan su carácter patético en medio de desencuentros generacionales y banalidades de un presente empaquetado por poses. Paralelamente, se genera un enrarecimiento visual que evoca los fantasmas del cine italiano, ya sea por los aires fellinescos y esos chorros de luz en medio del blanco y negro, sino por una nueva evocación de Pasolini. No es casual que su fantasma aparezca. Es la misma sensación que causa la inclusión de las máscaras de Perón y Evita. Son solo íconos en un mundo de caretas, una imposibilidad en la inmediatez frívola. Por último, el carácter experimental presente en ciertos tramos confirma la onda expansiva de un Perrone cada vez más personal y ajeno al común de los realizadores argentinos.

Al principio de Hasta la muert7 (2019), hay un plano que son muchos planos. Desde una distancia considerable y con una angulación en picado, una cámara registra un momento durante la noche o la madrugada en una plaza. Apenas se perciben movimientos dentro del cuadro, las luces de la farola, los sonidos de los autos y gente durmiendo. La imagen parece presa del dominio de lo impersonal. Su prolongada duración invita a pensar tanto en el sueño baziniano de la ambigüedad de lo real como en un monitoreo de vigilancia. Hay desconcierto, hay pura representación, pero sabemos que es una criatura de Perrone, un director que trabaja constantemente sobre las posibilidades del registro, que no se queda quieto y que filma a una velocidad proporcional a la de los cambios tecnológicos y su impacto en este lenguaje. No obstante, mientras otros se mueven en territorios seguros, aquí hay otra cosa: una voluntad por recuperar formas, reciclarlas, tensionarlas, desde un orden artesanal (que no se desentiende de la rigurosidad y del compromiso) capaz de desafiar grandes presupuestos y recuperar seres humanos antes que marionetas existencialistas en la gran ciudad o víctimas de la pornomiseria.

La primera escena es el prólogo que se completa con un recorte. De ese plano general, vamos a la pareja de protagonistas, dos cuidacoches llamados María y Bonifacio. Serán apenas unos segundos más hasta que irrumpa un registro con cámara en mano de video con defectos deliberados que le imprimen un particular sello. Es el contraste perfecto con la imagen lavada del comienzo; es el contrapunto deseado ante un cúmulo de películas que se refugian en el digital para perderse en un mar de indiferenciación. Esto es otra cosa, es una película sobre cómo registrar y volver a esas formas imperfectas creadas intencionalmente. Es la subjetividad que hace estallar el prólogo. Y en esos signos defectuosos está la poesía.

A partir de ese momento, la cámara no los suelta más. Los adopta, los acompaña, los escucha y los sigue mientras recorren el espacio urbano ante la mirada escrutadora de los transeúntes, capaces de observar sus carritos antes que sus cuerpos. En las reacciones de la gente, hay otra película posible. Cada vez que paran, se abre un mundo de promesas de amor, de fantasías de bienestar y de autoprotección, que puede incluir a otros personajes que ellos se cruzan (como si fueran el Quijote y Sancho pero por calles desiertas, propias de un Estado ausente).

Otro momento significativo de este viaje, cuya épica descalza pasa por sobrevivir día a día, surge de esos momentos de planificación que corren a la película del género documental, por lo menos en su acepción clásica. La pareja está en una sala mirando un documental sobre Francis Ford Coppola. La alusión parece jugar en un doble sentido. Es la posibilidad de recuperar un espacio de sueños para aquellos a los cuales les han sacado hasta esa chance, pero también opera otro contraste: toda la ambición del cineasta americano frente a la modestia de un film pequeño pero gigante por su humanidad. Un eslabón más en la cadena de la poética antiautor de Perrone, cuyo blanco principal lo representan aquellos que reclaman presupuestos gigantes para filmar. Al Wagner que acompaña las imágenes de Apocalipsis Now, Perrone sumará más tarde un lento ochentoso para que María y Bonifacio bailen apretados en un salón.

Dos indicios son importantes para contextualizar. Sobre la pared de una plaza se lee la patria de Perrone, Ituzaingó. Más adelante, María y Bonifacio comen con dos amigos también en una plaza. Detrás de ellos se ve un cartel con Evita. Tal signo parece condensar la esperanza de millones de personas que son azotadas en la actualidad humanitariamente en el país. Antes se reúnen con otros compañeros de la calle para afianzar su fe en Dios, el único compañero fiel.

(Una digresión personal. Las películas de Perrone siempre me evocan recuerdos. La historia de María y Bonifacio, me hizo acordar de algo reciente: En un negocio estoy comprando unas nueces y unas almendras (dos lujos que me hicieron pensar en pagar con un cheque a treinta días), entra un hombre (de esos que Larreta quisiera eliminar para que no haya cartones y los vecinos porteños no se enojen). La chica que atiende lo abraza con afecto y alegría (adivino que él pasa a pedir una mano por ahí cuando puede). Camino unas cuadras y la panadería que está cerca de mi casa recibió un escrache. Como para no tenerlo: echó a un empleado con cáncer sin indemnizarlo. Los carteles pegados en la vidriera tienen los nombres de los dueños. No es la primera vez que se hacen los giles con los trabajadores. Lo confirmo al ver a una chica despegando como podía los papeles del vidrio en medio del frío. Un viejito se acerca y le ofrece ayuda, a lo que ella responde amablemente que no se preocupe. Intuyo que por miedo a la represalia patronal. Compruebo lo garcas que son: mandar a la chica a hacer algo que en menos tiempo podrían hacer ellos mismos o gente dedicada a eso, pero el local está solo, y la chica hace lo que puede. Al rato tocan el timbre en casa. Es Gaby, una mujer con alma de niña, la Giuletta Masina del barrio. Suele pasar para vender lo que puede y así pagarse la comida, Vive en un local sin luz y sin gas, y los vecinos tratamos de ayudar. Gaby, quien ha tenido numerosos problemas de chica, es sensible, inteligente y soñadora. Se niega a que le regalen plata y hay que hacer enormes esfuerzos para convencerla. Hoy me dijo que si ganaba el quini ponía una pizzería, que ya tenía el pizzero y que cada tres pizzas, iba una gratis. Y que los vecinos no pagan. Cerré la puerta y pensé que solo el amor de estas hermosas personas nos va a salvar frente a tanto destrato y maltrato, frente a la crueldad y a la indiferencia, y que tal vez una oleada humanista, solidaria, pacífica y honesta atraviese sanamente este país, con gente joven, que renueve las esperanzas al menos para nuestros hijos y nietos, antes de que los garcas miserables oportunistas lo destruyan todo).

Hasta la muer7 (2019) es también una película sobre lo que significa vivir en la calle, sobre las consecuencias que ello genera. El momento culminante del itinerario los lleva a salvar a un hombre mayor tirado en una vereda y a sumarlo a esa noche donde María y Bonifacio descansarán abrazados una vez más en algún lugar que encuentren. Esa imagen cierra el círculo desde la impersonalidad del primer tramo hasta ese humanismo en medio de la adversidad. Mientras tanto llueve.

El cine de Perrone es el rayo que no se cesa, una máquina expresiva que parece no encontrar límites ni derrochar el tiempo. Princ3s4 (2021) desde un lugar lúdico, libre, creativo, que recupera los orígenes cuando todo el mundo está pensando en el final. A la vez, su ilusión es tan fuerte, tan poéticamente fuerte, que un edificio abandonado puede devenir en un universo de samuráis, de leyendas orientales bajo una cortina de agua cuyo artificio incorporamos y asimilamos como si fuera un verso más del plano. Es la misma ilusión de Fellini y el estudio cinco de Cinecittà, pero en Ituzaingó. Y es un trabajo admirable que invita a sumergirse en esas imágenes en blanco y negro, a través de laberintos y misterios, para perderse, para internarse en un sueño donde no faltará un pequeño homenaje sobreimpreso al gran Kurosawa y su Trono de sangre, entre otras pequeñas joyas.

Apenas un breve sustrato narrativo (literario) es la excusa para una experiencia espectral que incluye a una joven nipona cortando cabellos de cuerpos inertes, a un samurái que ronda por allí y se pregunta por tal acto, y a otros cuerpos y rostros que se integran a una sucesión de cuadros que bien podrían considerarse de modo autónomo, dada la planificación visual que evidencia cada uno. Y es aquí donde aparece ese sentido subyugante del cine de Perrone en esta etapa de su carrera, la forma en que conjuga la luz con las atmósferas, el modo en que ensambla las diversas capas sonoras y el protagonismo que cobran las escalas de colores (en este caso a partir del blanco y negro). Cuando muchos se jactan de experiencias inmersivas, acaso deban pegarse una vuelta por la sala oscura y ver Princ3s4, otra notable película que habla del futuro en el pasado.

Me tocó como jurado en la última edición del Bafici (y con enorme satisfacción) premiar a Sean eternxs (2022), a esta altura, un hermoso compendio de razones líricas. No es la poesía forzada ni manipulada en pos de un reconocimiento para quien hace bien los deberes mostrando la pobreza. Perrone habla, vive y siente el cine con pasión y con honestidad. Sus pibes en pantalla son mostrados en función de la belleza que nos pueden dar y no de la miseria que muchos querrían explotar. Hay allí energía viva de rituales colectivos y una voluntad por ubicarlos más allá de cualquier proyecto de homogeneización cultural vampírico. En esto, Perrone vuelve una vez más a Pasolini: esculpe con la cámara. Y además, se hace cargo de una tradición pictórica que elude la pose y se integra a la realidad plástica de las imágenes que crea.  Una maravilla de la habrá que seguir escribiendo.

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