37 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. APOSTILLAS 2

Alcarrás, de Clara Simón

Los mundos antagónicos de la última película de Clara Simón quedan en evidencia en la hermosa secuencia de apertura. El juego de la niña protagonista y sus primos en un auto abandonado inmediatamente se interrumpe por la llegada de una máquina que lo remolca. Es el principio del ocaso, el de la estadía de una familia que ha cultivado las tierras durante ochenta años, pero que deben entregarlas porque los códigos de las nuevas generaciones ya no tienen que ver con las palabras sino con los papeles y otros intereses. Sin embargo, lejos de centrarse en una trama que se concentre exclusivamente en el litigio, las intenciones dan cuenta de los vínculos y las reacciones ante el cambio inevitable, y allí están los dos universos atravesados por el juego: los niños actúan como adultos con sabia inocencia y los adultos lo hacen como niños con torpeza. Más allá, los abuelos con sus historias y toda su humanidad. En Alcarrràs hay un universo consagrado al mundo de la cosecha. Ambientada en una zona rural de Cataluña, la amenaza externa (la lógica del mercado) repercute en el seno familiar que no es ajeno a precarizar las condiciones laborales para su propia conveniencia. Nada escapa al capital, solo cambian las formas. Los paneles solares, aún con sus supuestas buenas ambiciones, terminan por conformarse en una plaga que requiere de la tala de árboles. Con trazos sutiles, Simón conjuga esta problemática con la del propio crecimiento de los niños y las niñas, un terreno que le viene de maravillas, y con el resquebrajamiento de tradiciones y de vínculos. Al mismo tiempo le otorga una importancia vital al respaldo femenino allí donde los hombres también lloran. Lo mejor que hace Simón con el cine es capturar la vida y trabajar con un núcleo de actuaciones no profesionales de modo comunitario, para extraer de sus miradas, sus gestos y sus cuerpos una potencia fotogénica que solo la lente de una cámara que sabe mirar puede llevar a la idea de un mundo que, pese a las adversidades, todavía es capaz de iluminarse en pantalla.

Living, de Oliver Hermanus

He aquí una versión elegante e inglesa hasta los huesos de una de las obras maestras de Akira Kurosawa, Vivir (1952).  De Tokio nos trasladamos a Londres y paseamos por lugares emblemáticos, al mismo tiempo que respiramos la formalidad y la cortesía exacerbadas. A principios de los años cincuenta, la rutina laboral de un grupo de hombres que trabajan en Obras Públicas es el punto de partida para que surja la enigmática y enjuta figura de Mr. Williams, un hombre en edad de jubilación, que viste de impecable traje y al que todos respetan en demasía. Cuando se entere de que porta una enfermedad incurable, su apretada vida de rituales y de contenciones se modificará. La temática podría dar lugar a un campo minado de lugares comunes, pero Hermanus privilegia un tono amable y mantiene una atmósfera similar al ritual de tomar un té con amigos, sin reclamos ni gritos, y si hay emociones, se ocupa de que sean dosificadas sin perder distinción. Mucho tiene que ver la voluntad por no romper nunca ese cerco estético prolijamente construido, lo cual lleva a pensar que, más allá de la historia de vida y de aquellos momentos donde el personaje podría lucirse dada su situación dramática, todo queda relegado a igualar esas vidas inmersas en la repetición. Hermanus parece más preocupado por mantener su pulso expresivo que para otorgarle matices a sus criaturas. Allí, donde el cálculo inofensivo domina, se relega humanidad, más allá de algunos momentos de ligereza y humor entre el hombre mayor y una joven compañera de trabajo, testigo de su enfermedad, simpática y fotogénica. Es el encanto de la discreción.

Tres hermanos, de Francisco Papparella

Parte de la escuela de la sordidez en el cine contemporáneo, con mejores y peores resultados, comparte patrones. Generalmente se advierte una solidez de laboratorio en la puesta en escena, con colores apagados, y una idea de mundo atroz que se construye por acumulación de desórdenes, patologías o problemas familiares. El ambiente es hostil y por ende, como si se tratara de un naturalismo exacerbado, los personajes no tienen salida. Esta marca registrada no escapa a la película de Francisco Papparella que, pese a su potencia, no logra despegar de un encierro asfixiante. A falta de uno, son tres hermanos los que arrastran una historia tremenda en lo profundo de la Patagonia. Y como si no hubiera tesis sociológicas suficientes en el cine, los traumas del pasado los han convertido en personajes cuya masculinidad tóxica encubre dolor y se manifiesta en poses violentas, algunas de ellas, extremas.

Gran parte de la frialdad que se desprende de las imágenes radica en una sumatoria de inconvenientes que no permiten atisbo alguno de humanidad. Los tres personajes atraviesan cuestiones muy pesadas y no hay uno que escape a un modelo de vida donde la falopa, el cáncer, el miedo y la represión son invitados de gala para que todo se vuelva oscuro. Además, ni siquiera la naturaleza perdona. Esta sumatoria provoca saturación en una película que debe lidiar, incluso, con actuaciones poco satisfactorias en determinados picos dramáticos. Antes que la fluidez prevalece la necesidad por contribuir a una demanda cada vez más visible: la exhibición forzada de atrocidades. De este modo, muchas películas terminan siendo la misma.

Coma, de Bertrand Bonello

Un producto más de esa especie de subgénero que provocó la pandemia. A favor, hay que decir que Bonello no elige la típica estructura del encierro para dar lugar a planteos existenciales o para invitarnos a la nada misma con pretensiones reflexivas. En contra, que se trata de un proyecto difuso cuyo límite es la vaguedad misma de la propuesta, el límite de aceptación de quien se encuentra frente a la pantalla. Una secuencia con imágenes que se niegan a encontrar un referente permite escuchar en off una carta que el director le escribe a su hija. En la misma se siente la desesperación del presente por la situación de confinamiento, pero al mismo tiempo se abre un intersticio lumínico depositado en las nuevas generaciones. A partir de allí, la película se arma fragmentariamente y alterna imágenes de encierro con situaciones ficcionalizadas, donde no falta inclusive el humor. Y en ese combo de arbitrariedades, se incluyen testimonios de índole académica que conviven con las directrices de una influencer llamada Patricia Coma. La solemnidad del academicismo se conjuga con la aparente ligereza de una virtualidad tendiente a descomprimir, pero al mismo tiempo acentúan un estado de ánimo constante que fluctúa entre el pánico y bordea el terror, sobre todo cuando Bonello anticipa otro tipo de confinamiento provocado por el calentamiento global o el avance desproporcionado de la lógica del mercado tecnológico. No sé si alcanza para sostener un ejercicio de aproximadamente una hora y media, pero tiene sus momentos.

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