La pesadilla de un insomne. Sobre Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese

En la historia del cine los planetas también se alinean y surgen películas maravillosas. Taxi Driver o la pesadilla de un insomne (como se la ha llamado con frecuencia) es el resultado de varios intereses y de milagros inesperados. Se trata de la primera colaboración profesional entre Martin Scorsese y Paul Schrader. A uno lo marcan decisivamente la experiencia personal en Nueva York, una cierta fascinación por las armas de fuego y la influencia de Sartre; al otro, de origen calvinista, quien recién pudo pisar un cine a los 17 años, la escritura del guión lo salva de la muerte. Ambos, además, comparten la fascinación y el espanto por el ritual litúrgico y la preocupación por el tema de la redención. A esa suma de malestares personales hay que añadir la magistral fotografía de Michael Chapman para que las calles, con sus texturas y colores, nos sumerjan en la pesadilla urbana, y la soberbia actuación de un joven Robert De Niro en estado de trance. Taxi Driver es sinónimo de hipnosis. En su pálida inmovilidad, en las nebulosas noches de la ciudad que nunca duerme, maneja Travis como un zombi, un personaje cuya dinamita interior está a punto de explotar. Solo falta la chispa que lo encienda. Antes de la erupción sangrienta (como refería Pauline Kael), la imposibilidad de ser, de coger, de hablar, de ser advertido entre fantasmas, son eslabones de una cadena en descomposición cuyo destino es la catarsis violenta, producto de una sociedad perdida en el humo de Vietnam.

Taxi Driver, tiene como protagonista al más emblemático y ambiguo héroe scorsesiano. Travis Bickle, un tipo solitario, antiguo marine en el Vietnam, combate su insomnio conduciendo un taxi por las calles neoyorkinas. Todo le inspira asco. Dos mujeres cambiarán su rutina. Betsy, una pulcra y angelical rubia, le provoca una fuerte atracción, pero su mundo es distinto e Iris, una prostituta adolescente, a la que intentará salvar de este sórdido mundo. La línea argumental es apenas la punta del iceberg para que surjan las capas más profundas en una película de atmósfera principalmente, con una sensación similar a esos sueños donde uno quiere despertar o a un mal viaje alucinógeno. Los ojos permanecen atentos a la crónica de sucesos y de signos que marcan el contexto sociopolítico, pero al mismo tiempo, los fantasmas del horror gótico aparecen guiados por la música de Bernard Herrmann y las pálidas imágenes de una pálida vida.  El arranque del film es, de hecho, de una poderosa abstracción: un taxi aparece de entre una profusa humareda que se levanta del asfalto. Parece, literalmente, surgir de una nube de humo o del infierno. Y todo será difuso desde la perspectiva de Travis. Sus ojos son los nuestros. Formamos parte del mismo paisaje mental. Ojos que devoran la ciudad con rabia, ojos que se mueven como una cámara, ralentizados, para conferirle al mundo un estatus de parálisis alienante y de miseria humana, una especie de mugre que solo puede ser lavada con mares bíblicos. Scorsese y Schrader tienen en claro que la cosa solo funciona si nos internamos en la mente del protagonista. Desde el habitáculo del taxi, Travis mira la noche neoyorquina con desprecio, es testigo de un paisaje que percibe como escoria y que nos es remitido con tintes oníricos. La materialización de la paranoia en el desgarbado cuerpo de De Niro, el héroe existencial cuya impresión de la gran ciudad (y de la vida) es la de un universo en ruinas. Sus intenciones son las de un místico, pero con el estilo de Charles Manson, a la espera de que la potencia se transforme en acto.

El otro aspecto destacable es la manera en que la película revisita ciertos mitos fundacionales de América y su potencial para generar una exteriorización de la violencia. Scorsese despliega un sistema de referencias que provienen del cine negro americano y del western, licuadas por la impronta de la Nouvelle Vague. Es decir, vemos la iluminación expresionista en colores, nos subimos al taxi de Travis que es como un caballo en el Oeste y asistimos a la frialdad y al laconismo de tantos títulos franceses. Todo, tamizado por los ojos de un director que ha devorado la historia de este arte y que conjuga, como pocos, las diversas fuentes sin pudor. Para Travis (como para Scorsese) el único refugio es el cine (porno), no como lugar erotizante sino como espacio de tranquilidad o de fuga. Al final Travis tiene dos objetivos redentores: condenar al político y salvar a la chica desconocida. La soledad le ha perseguido toda la vida y ahora es hora de dar paso a la acción. Pero previamente, la famosa escena en el espejo, una de las más comentadas desde y para siempre. Espejo, que en la filmografía de Scorsese, habitualmente es la antesala de un hecho trágico y que devuelve imágenes deformantes, idealizadas, convulsas, inmersas en un presente absoluto. Los personajes se miran y construyen un momento de intimidad que incluye un desdoblamiento y puede transformarse en espacio donde prima lo siniestro. Ya en The Big Shave (1968), tercer cortometraje de Scorsese, más allá de su función como metáfora política, un tipo se afeita hasta rebanarse la cara. En Taxi Driver es un momento bisagra. Es la prolongación del brazo en arma, la transformación en cuerpo como máquina de guerra. Entonces, viene el estallido. Entonces, ya nada será igual para el cine norteamericano.

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