Carlos Saura y El jardín de las delicias (1970)

En 1962 se habla de nuevo cine español pero se trata de una nomenclatura tan artificial y poco estable como tantas alrededor del mundo. Es un momento importante en la medida en que ya se han conocido los primeros largometrajes de una generación, incluidos Los golfos (1959) de Carlos Saura, y Viridiana (1961)de Luis Buñuel, lo cual es mucho decir, el mejor film español de la historia. No obstante, el panorama no resulta favorecedor. Saura confesará en una encuesta sobre el presente del cine español: “(…) la característica general de nuestro cine en 1961 sigue siendo la apatía y la mediocridad. Seguimos inmovilizados en una espera angustiosa.” La solución que propone es “(…) el cambio total en la estructura cinematográfica nacional.”, es decir, “la renovación total”.

Todos sabemos que cuando los planetas se alinean, salen cosas grandiosas, o al menos, deberíamos creerlas. Para el cine de Carlos Saura fueron decisivos tres nombres. Uno es el de Elías Quejereta, el amigo y productor en la mejor etapa de su carrera; el otro, el de Rafael Azcona, un escritor/guionista de la puta madre; por último, el de Geraldine Chaplin, la chica al que todo el mundo subestimaba nombrándola “la hija de”, pero cuyo encanto le permitió al realizador español dar un salto cualitativo y lograr una serie de películas que desde Peppermint Frappé (1967) hasta Mamá cumple cien años (1979) constituyen una cadena de historias necesariamente alegóricas, de discontinuidad narrativa (fragmentación, segmentación temporal y espacial, con estructuras abiertas y cerradas), pero también con el desdoblamiento de roles como pérdida y búsqueda de la identidad, como proyección, como separación entre  el yo y el no yo, como descubrimiento del individuo en la sociedad. Además, el juego constante entre realidad y apariencia, objetivo y subjetivo, naturalidad y artificio, reflexión sobre el cine y los reflejos. Son tiempos de erotismo y muerte, hijos obligados de la represión franquista, de casas que hablan a través de sus objetos, de dinámicas intrafamiliares sombrías y de Cría cuervos (1976), por supuesto, obra maestra de la cual tanto se ha hablado.

No obstante, un poco más escondida, en 1970 Saura hace El jardín de las delicias, un título que muchos han asociado a El Bosco, pero que puede ser un interesante mecanismo de desvío. Protagonizada por el genial José Luis López Vázquez, aborda un conflicto que hace honor a su puesta en escena surrealista. Hay una familia que intenta por todos los medios que Antonio, un industrial millonario, recupere la memoria. Para ello recrean escenas de su pasado a la manera de un psicodrama. Más allá del interés afectivo, el que prima es el económico: quieren la guita depositada en un banco suizo y para ello necesitan las claves. Entonces, la película se dispara en dos líneas simultáneas. Una es esperpéntica, irrisoria, absolutamente desesperante y está dada por todos los esfuerzos inútiles de una galería de personajes patéticos. La otra, de una oscuridad terrible, afecta a la memoria y va en consonancia con un contexto innombrable y una realidad opresiva de la cual solo queda estallar en mil pedazos.

Saura ha declarado en más de una ocasión que la idea de la película provino de la frase del protagonista cuando tiene el accidente y dice que no quiere que le toquen la cabeza. Es un aspecto interesante y se vincula directamente con la memoria, la invitada de gala a El jardín de las delicias. Todos los intentos por hacerle recordar algo al pobre López Vázquez fracasan porque no hay lugar para el recuerdo en esa casa abarrotada de objetos y de visiones fantasmagóricas. El personaje parece anclado en un momento del pasado y no querrá salir de allí. Y en esos mundos del pasado lo que prima es el escenario barroco. A la manera de Fellini, pero en un sentido menos festivo, la memoria se desenvuelve entre la niebla de los recuerdos y entonces asoma la infancia para cuestionar la idea de hombre maduro, que es más bien una entelequia. Y esa inmadurez donde más se muestra es en las relaciones entre las personas.

Saura introduce dosis de humor en toda esta locura, pero le esquiva a la felicidad. Sus viajes al pasado revuelven los cimientos porque en las raíces está la podredumbre, la guerra, el franquismo. Lo que resta es eludir la censura y encontrar una voz posible. Esto habilita una dimensión freudiana, irresistible para las lecturas que se hacen de sus películas en los sesenta y los setenta principalmente. La mayoría de sus personajes suelen presentar aspectos patológicos o regresivos, e incluso desdoblamientos de personalidad. Parecen una cosa pero son otra: reprimidos, crueles, primarios.

Como nunca la idea del pasado visto a la luz de un espejo deforme se vuelve determinante. El espejo encierra toda la memoria de un pequeño pasado memorizado, vivido y recordado. Se trata de revivir determinada etapa de la vida de Antonio, pero se hace mal. Son simulacros, pertenecen a un orden fingido, porque la memoria transforma. Con lo que no cuenta la familia es que los símbolos pueden ser interpretados de muy distintas maneras, y la relación entre los estímulos y los recuerdos no siempre se establece de modo mecánico. En una de las mejores escenas de la película Antonio es obligado a dar un paseo en barca con su mujer. Comienzan a dialogar y ella cree que empieza a recobrar la memoria, cuando lo que recuerda realmente es a Montgomery Clift intentando deshacerse de Shelley Winters en Un lugar al sol (1951, George Stevens).

Uno de los puntos más fascinantes de El jardín de las delicias es esa tendencia “hacia la indexación del tiempo que sitúa la historia no como algo alojado en el pasado, sino más bien como aquello que se abre en y hacia el presente. El cine también está constituido por una lógica de fractura temporal: funciona sobre la base de capturar el lugar en un tiempo y proyectarlo en otro; maniobrar a través del tiempo y esculpirlo en la triple conjunción de localizar, dislocar y reubicar”. Patricia Keller, en Ghostly Landscapes (2016), uno de los mejores estudios que se han escrito sobre Saura, dice al respecto: “Aunque muchos de los contemporáneos de Saura compartían esta ansiedad por las latencias, los atroces lapsos en el tiempo y el clima general de intemporalidad y asfixiante insularidad de la dictadura, lo que quizá más le diferencia de sus colegas puede condensarse en la única pregunta que subyace en gran parte de su obra (podría decirse que en todas sus películas hasta finales de la década de 1980): ¿Cómo se incrustan en el presente fragmentos de no contemporaneidad? En mi interpretación, el cine de Saura trata la visión como un acto político e intenta arrojar luz sobre la cuestión de la no contemporaneidad. Su cine es profundamente deudor y está profundamente preocupado por el problema de las heridas: cómo abren espacios de posibilidad para imaginar una historia alternativa, pero también cómo arrojan luz sobre las heridas y, en ocasiones, las mantienen.” En El jardín de las delicias, opresión y represión son motores para esos lugares fantasmagóricos y surgen como el resultado directo de todo lo anterior. Gran parte de su filmografía en los sesenta y en los setenta se estructura sobre vínculos entre represores y reprimidos. Una de las consecuencias será la violencia; luego, la muerte. Pero lo verdaderamente importante es que Saura encontró una forma cinematográfica para mostrarlo.

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