Los convencidos, de Martín Farina (2023)

Pienso en las dos últimas películas de Martín Farina, Náufrago y Los convencidos. Pienso en la palabra como protagonista en ambas. No obstante, si en la primera alcanza una densidad asociada a la hipnosis, en la segunda asume el carácter llano de la espontaneidad dialógica. Quienes hablan son los convencidos y su interlocutor es la cámara, el segundo o el tercero en cada conversación. Y por extensión, nosotros. Pienso en la aparición de Willy Villalobos en las dos películas, en dos versiones de sí mismo. Pienso en el color y en el blanco y negro. Se me viene a la mente algo que sostuvo Scott Fitzgerald y que recuerdo haber leído en algún lado: “la marca de una mente de primera es la habilidad para sostener dos ideas contrarias a la vez”. Farina demostró hasta el momento ser “una mente de primera”. Nunca concibe su cine bajo la autoridad de algún fantasma autoral, tampoco se entrega a la pereza de la repetición ni descansa en los laureles de los merecidos premios que ha obtenido. Su incesante búsqueda y su curiosidad trazan los rastros de su poética, siempre huidiza al encasillamiento o al centralismo porteño. Farina entra y sale del universo urbano, cruza fronteras como buen cazador de planos y de existencias que se transforman ante la cámara. Cada experiencia (personal, política, existencial), sea la de alguien que se exilia, la de un jugador de fútbol, la de una filósofa, la de un hombre que habita en un pueblo perdido o la de un grupo de tipos charlando de cualquier cosa, es transformada por el registro cinematográfico sin jerarquías morales ni juzgamientos, mientras haya una mirada a la altura de las circunstancias. Y una escucha. Porque Los convencidos también es para escuchar.
Cada segmento de la última película de Farina es como el solo de un instrumento, una performance querible cuya consecuencia directa es relevar los actos de habla sin necesidad de enmarcarlos académica como científicamente, reivindicando un saber que no necesita ser tomado en serio para disfrutar de su escucha. Hablar sin miedo, hablar con frontalidad, hablar por hablar, decir sin reparar en los conceptos. Sí, hay una vida más allá de los conceptos y cada acto de habla se enmarca en una circunstancia. Farina lo capta muy bien y rescata la musicalidad de cada intervención a partir del montaje y de la noción de tiempo (una habilidad que crece conjuntamente con su carrera como director). Cada locución es una especie de canción y cada rostro es filmado con predominio de primeros planos porque los gestos develan la espontaneidad del “hablemos sin saber”, “hablemos sobre lo que se nos canta”, “hablemos de lo que estamos convencidos más allá de otras esferas del conocimiento”. La diferencia es que detrás no hay una cámara canchera, una observadora que escruta para beneficio propio o ridiculiza, sino un ángel protector de cuerpos y voces que la pantalla agiganta, y que por momentos parece confundirse con ellos.
Cuando terminé de ver la película me acordé de la tapa de Let It Be. Los cuatro Beatles separados en cuatro viñetas. Me imaginé inmediatamente que los personajes de la película (el padre, la prima, la abuela, el hermano y los amigos) podían ser una banda de rock llamada los convencidos que, como los Beatles en el disco, estuviera cada uno en la suya pero unidos por un alma mater. Phil Spector se afanó las cintas de Let It Be y las montó como quiso, confirmando su genial megalomanía y la despreciable actitud de creerse más que los cuatro Beatles. Farina es el hacedor de Los convencidos, pero convencido de que son sus personajes los que sobresalen siempre que un cineasta esté dispuesto a descubrirlos y resguardarlos.

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