Hay una fuerza misteriosa que determina el orden del universo. Está en todas partes, pero puede manifestarse repentinamente. Podemos sentirla. El protagonista de la última película de Petzold, Leon, la intuye en medio del bosque. Se ha quedado solo por un momento mientras su amigo Felix se ha alejado momentáneamente para buscar la salida. Se han quedado varados, con el auto a mitad de camino. Ambos deben llegar a una casa ubicada cerca de una playa. Allí se alojarán para pasar unos días y trabajar tranquilos. Pero eso lo sabremos luego de que Leon mire hacia lo profundo del bosque, desde donde asoma algún orden incomprensible y se respira un aire feérico. La cámara lo confirma: ocupa el lugar del contraplano de su mirada. Y ocupa por un instante el rol de la naturaleza, ese agente siempre inquieto, el vínculo fiel de una estética que no reniega de su tradición romántico pero tampoco le rinde pleitesía.

Hay una fuerza misteriosa que se apodera de los seres humanos y es el amor; o la falta de amor. Leon permanece esclavizado en su arrogancia. El libro que intenta escribir es como su propia vida: no arranca, no cuadra, no encuentra el molde de felicidad, aunque la felicidad sea un asunto de la ambición desmedida. Quienes lo rodean (Felix, Nadja, el guardavidas, el editor) arman su guión y sus vínculos son un escándalo para Leon, desafían su verdadero deseo. Allí donde nadie se complica, él se enrosca como una serpiente, porque su mente es otra fuerza misteriosa a descifrar. Su cabeza es confusión y esa confusión se traduce en irritabilidad, desconfianza. El gran golpe de Petzold es mostrarnos el mundo desde esa perspectiva atormentada ante el placer de los demás. La cabeza de Leon es ese cielo rojo que reza el título, un infierno amenazante como el fuego que abrasa los bosques, pero también su cuerpo, desde el primer momento que ve a Nadja, la joven rusa que comparte la casa con los amigos. Su goce lo perturba. No ver el mundo, no saber mirar, no entender de qué va, es lo que separa a Leon del resto.

Esa fuerza misteriosa también está presente en Nadja. Es autónoma, vive sensitivamente, disfruta los días y es el centro a través del cual giran los hombres. Irradia una luminosidad que la vuelve imperceptible: está en todos lados al mismo tiempo. Hace. Es la belleza materializada. Ellos pueden nombrarla, imaginarla, pero no conocerla, como nosotros, los espectadores. Nadja es el típico personaje de Petzold, propio del imaginario de los relatos tradicionales, una ninfa que no es de este mundo y que obedece a la lógica del discurso poético y a una noción azarosa del tiempo, lejos de las relaciones causales. Son las magistrales elipsis las que dan cuenta de sus movimientos, aquellos que desconciertan la férrea voluntad de Leon, su estructura hermética. Pero será quien logre algo importante en Leon, una confesión. Solo cuando logra desatar ese nudo, aparece la escritura , se libera, para acabar con la ficción pretenciosa del escritor profesional y pasar a ser un hombre que escribe con pasión.