Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon), de Martin Scorsese, 2023

Martin Scorsese filmó siempre de modo heterodoxo y visceral la historia, especie de  violenta remake de tiempos pasados. Si hay una característica que atraviesa toda su obra es una tensión entre el gran espectáculo del cine genérico y la vanguardia, un intento por compatibilizar la inmersión en la industria con la cristalización de sus deseos estéticos, rasgo que compartió con una generación de realizadores surgidos en la década del setenta. La cinefilia en Scorsese tiene que ver con una formación a base de películas antes que libros y sobre todo con esa experiencia decisiva de la infancia cuando a los cuatro años vio Duel in the sun (1946), película que en A Personal Journey (su pedagógica y fascinante aproximación a la historia del cine norteamericano),  toma como ejemplo de sabia alternancia entre los proyectos de encargo y la realización de otros más personales por parte de King Vidor.

Scorsese ha seguido el lema “Un film para mí, un film para el sistema”. Por eso, la categoría que esboza (y prefiere) en este documental es la de “cineasta contrabandista”, el que tiene asumido que siempre hay que luchar con el poder financiero y sus ideas sobre el público. Sin financiación no hay film. La mayor parte del gran cine americano se ha fabricado desde Hollywood, por más que en muchos casos gloriosos se hayan hecho contra Hollywood. El reto está en ser un cineasta personal aún estado inserto en el sistema, aprovechando sus intersticios, los resquicios que este siempre deja. (Por ello, incluye como ejemplos a Tourneau, Lucchino, Lewis, Ulmer y Fuller, directores mayormente vinculados con la clase B, con mayor libertad creativa, que fuerzan la imaginación en condiciones menores de producción, con películas audaces y modernas). ¿Cómo pensar Los asesinos de la luna en este marco?

Algunas reseñas hablan de compendio de obsesiones estéticas y formales, un argumento que parece hablar más de la destreza del crítico que de la película misma, con argumentos que vuelven a estar condicionados por los espectros del autorismo. Otras, de manera llamativa, festejan como signo saludable una suerte de síntesis de virtudes, y para ello califican de obras menores a Buenos muchachos, Casino, El irlandés por ofrecer una mirada glamorosa de la mafia. Me atrevería a decir al respecto que tal reduccionismo es, por lo menos, alarmante. Justamente, si hay algo que destaca a esas películas de esta épica de tres horas y media es la intensidad, una mirada más personal y menos complaciente. En la tensión planteada en el primer párrafo de esta reseña, estos títulos, minimizados para destacar la gesta de Los asesinos de la luna, ganan por goleada para el lado de la vanguardia. De igual modo se presta a una ilusión creer que, por el tema y el contexto, está última es una película política y las otras no. Scorsese siempre trabajó las cuestiones del poder y en sus historias (más allá del género),  el dinero, el capital, suelen circular a la misma velocidad que la narración. Luego, ganar dinero y convencer a los demás de ello, convierte a ciertas situaciones en un desquicio similar a una ceremonia oficiada por un pastor (El lobo de Wall Street) o en una lenta y progresiva maquinaria de manipulación (Los asesinos de la luna), pero no por enfatizar una época y una matanza colectiva se es más político en un planteo. En síntesis, si palabras como oficio, jerarquía y épica sirvieran para sostener a una película, el cine estaría lleno de maestros y maestras. Seguramente Scorsese lo es por otras razones más nobles y menos prestigiosas.

No hay un héroe scorsesiano que pueda escapar al martirio de mantener una dialéctica interna entre razón y espíritu. El pastor, en este sentido, de Los asesinos de la luna se llama Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio). El rótulo, que lo convertiría en un héroe típico, es el de veterano de la Primera Guerra Mundial; la verdad es que se ha desempeñado como cocinero de infantería, lo cual le confiere un rango más humano. Esta ambivalencia es parte de su subjetividad, que se partirá a medida que avance el plan del que forma parte. Se trata de un personaje perfectamente moldeable y manipulable, condición que su tío aprovechará. William The King Hale (Robert De Niro) es un ganadero absolutamente decidido a conquistar sin escrúpulos a los Osage, un pueblo originario que ha encontrado petróleo  y se ha enriquecido. El plan de Hale se inicia con una persuasión: su sobrino debe casarse con Mollie (Lily Gladstone), una de las hijas del clan. Es el primer eslabón de una cadena de acciones calculadas y siniestras cuyo fondo es la ambición desmedida y la locura que engendra todo esto. Los códigos de la mafia, las reglas del deseo salvaje que despiertan el poder y el dinero, están diseminados en dosis que, además de acciones concretas, se vislumbran en extensos diálogos de perversa intimidad. De este modo, la encarnación maligna del Padre utilizará a su Criatura para conseguir sus objetivos, con fundamentos religiosos propios de un fanatismo y un dogma sectarios. Lógicamente, en el habitual esquema de Scorsese, el camino está lleno de dudas y de contradicciones. También de rebeliones. El final, como una especie de exilio, es una constante en sus películas: un protagonista que es expulsado para habitar al este del Edén. Entonces, ser relegado al ostracismo parece peor que ser. La cárcel y sus sombras son apenas un consuelo ante la maldad perpetrada, pero lo suficientemente duras para quienes se creen eternamente impunes. William The King Hale es un arquetipo de las versiones más salvajes del empresariado. Detrás de sus buenos modales y de su falsa gentileza, se escriben los nombres de tantos poderosos crápulas y corruptos que manejan los destinos de la economía y de la gente.

Pero, más allá de todas las virtudes que puedan destacarse con las banderas de la maestría, los grandes momentos, los más personales, se encuentran en la primera media hora y en la maravillosa secuencia final donde interviene el propio Scorsese. Son dos formas de eludir convenciones, de reemplazar la información enciclopédica por modos cinematográficos, sea para acelerar narrativamente el recuento de hechos históricos o exacerbarlos expresivamente, como para eludir las típicas leyendas finales con aclaraciones que son de dominio público en cualquier sitio de interés. Hay una fuerza allí y una intensidad de la que carece el resto de una película arrítmica, de picos alucinantes y de pasajes inertes.

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