¿Cómo se habla de amor en el cine de John Cassavetes? Como se puede, de modo desarticulado, indisciplinado y emocionante. Lo que ocurre es que no se trata de sentimientos convencionales según los fines programáticos de los gurúes que pregonan la felicidad como dogma. Quienes están involucrados en una relación son ángeles caídos, rebeldes, tironeados por la sensación de no encontrarse necesariamente a gusto ni con la promesa de un más allá ni con el vitalismo desesperado de un más acá. En Así habla el amor (1971), Gena Rowlands se llama Minnie y es una mujer desilusionada a raíz de que sus esfuerzos por encontrar una pareja decente (esto quiere decir terrenal, simple, que pueda compartir asuntos sencillos) se ven frustrados permanentemente, ya sea por aburrirse con máscaras de diversión que andan por ahí o personajes trascendentales. Los hombres que se cruzan en su vida son niños en frasco grande, violentos, impulsivos, brutos y con la neurosis urbana cargada a cuestas. Su amante, un tipo casado que interpreta el propio Cassavetes, termina siendo un cobarde a mitad de camino. Pero un día, a los golpes, como suceden estas cosas en el universo del director, conoce a Seymour Moskowitz (Cassel), un bohemio descarriado que busca amor colándose en bares de mala muerte, trabajando de lo que puede y sin centro posible para su existencia. A partir de ese momento nace una relación que bien podría definirse como un retorcido romance cuyo engranaje aparece invertido para quienes respiran sueños impostados, pero absolutamente genuino, donde hay más de combate y torpeza que fría racionalidad. Porque de lo que va gran parte de la película es de la dificultad de amar. Del esfuerzo físico y mental que implica establecer una relación de reciprocidad y de cómo, en tanto seres humanos, no sabemos bien qué hacer con esa cosa llamada amor. Y para poder materializar esa idea sin caer en la banalidad (como suele verse en cantidad de películas actuales deudoras de la apología de aplicaciones para citas) se necesita un registro brutal, cinematográficamente hablando, como el de John Cassavetes, con una cámara inquieta interfiriendo entre los cuerpos y con una lógica en el montaje donde el corte y las elipsis determinan el nerviosismo imperante. También con una sensibilidad única en la construcción de cada encuadre, ya sean planos cerrados para encapsular la angustia o los raptos de excitación en alguna parte del rostro, o planos generales donde los personajes, solos, caminan en una pálida ciudad de barrios y bares con seres reclamando afecto. Nunca la mirada es por encima, sino con.
Y también se necesitan dos gigantes como Seymour Cassel y Gena Rowlands. Cada palabra y cada gesto que emanan de sus cuerpos le otorgan la respiración a una película que te caga a palos en el mejor sentido de la expresión. Podemos pasar de una escena en el cine donde él le dice que tiene el perfil parecido a Lauren Bacall, un halago más que suficiente como para que ronroneen un rato, o terminar batallando a los pocos minutos, mientras deciden si entran a bailar a un lugar de mala muerte. Así habla el amor: obturando entre signos confusos, idas y venidas, su verdadero significado. La imposibilidad de hallarlo, la ambición por poseerlo, el no reconocer que somos como Aquiles detrás de la tortuga, lleva a los personajes de Cassavetes a enfrentarse con sus miedos, sus fobias, a desplegar un abanico de matices que confluyen en la desmesurada ternura de quienes tienen todo para dar, pero no saben cómo.
En uno de los diálogos más jugosos, en una de esas escenas típicas de Cassavetes donde todo parece estar improvisado y lo físico se juega hasta el límite, Minnie, a quien le cuesta ver la humanidad de Seymour, dice “Hay una corriente de locura a nuestro alrededor” y agrega luego “Hay una equivocación. ¿No lo entiendes? Es un lugar imaginario donde va la gente, pero no existe. No hay nada. Nada”. Lejos de los paradigmas de la idealización y de los absurdos teoremas de la media naranja, el desafío es siempre superar la alienación, los diques de contención social y romper con el cerco de quedarse esperando la gran oportunidad que todos profesan. Sólo cuando Minnie puede perdonarse y reconocerse, logra acercarse y aceptar a Seymour, más allá de los prejuicios y de los temores. Que la secuencia emocione es gracias a un registro actoral que hace continuar la vida en la pantalla, sin exclamaciones pomposas, con dos personas que conversan, que se laceran con palabras, que se hacen cargo de la violencia sin atribuirle moralina. Continuar la vida en la pantalla es alejarse del cálculo, no repetir una toma porque uno apoyó accidentalmente el culo en un cenicero, ya que el error es parte de la naturalidad con que se nos ofrecen los personajes.
Pero hablemos de Minnie para decir lo grande que será siempre Gena. La primera aparición es en el cine, junto a su vecina. Basta un primer plano del rostro cuando se encienden las luces para amarla. Una tímida sonrisa, una mirada a su compañera, son leves señales de agradecimiento hacia la película que acaba de finalizar. Minnie dice que le encanta Humphrey Bogart en cualquier circunstancia, mientras que su amiga Florence prefiere a Claude Rains. La penumbra de la sala acompaña a las mujeres. Minnie convive con esa sombra y ella es también espectadora de lo que ocurre alrededor. Solamente Gena Rowlands es capaz de humanizar este cuadro existencial, que bien podría haber sido pintado por Edward Hooper, sin llevarlo al terreno de la miseria expresiva barata. Cada mirada de Rowlands es una película dentro de la que estamos viendo. En su semblante y en su cuerpo se escriben reacciones que dan ganas de atravesar la pantalla para abrazarla. Una mujer de grandes ciudades, refugiada en clásicos del cine, copas de vino y cigarrillos. Cada día es el comienzo de una nueva oportunidad y de la inacabable necesidad de ser amada para descubrir que no es posible aún. La soledad es esto, pero no se grita, se transita, se soporta, se banca. Esa primera escena, de intimidad entre mujeres, es clave. Aparecen en la composición extraordinaria de Rowlands los signos que se reiteran a lo largo de la película con variaciones, como si se siguiera un solo de jazz. Una mujer que no puede sostenerse en pie debido a su borrachera, un amante celoso esperándola en su casa para pegarle y una entrega a la vida que nunca es correspondida. Hasta que cae un ángel rubio de pelo largo, bigotes grandes, tan inestable y torpe como ella.
Cassavetes filma una batalla que no es completamente triste ni desborda de alegría. Lo dice bien Murielle Joudet en un libro consagrado a Gena Rowlands. Fue uno de los pocos que entendió que, en los Estados Unidos de principios de los setenta, las historias de amor tenían que contarse de otra manera. Otras imágenes acordes a un mundo violento en el que las películas de Bogart son un recuerdo digno de comentar. Por ello, este relato se desvía continuamente del gran entorno a la cual se adapte el resto. En este sentido, Así habla el amor es una comedia romántica urdida con los descartes de otras historias con recetas industriales. Es lo que queda en el patio del fondo: escenas en las que los personajes se perfilan no sobre sus habilidades y acciones, sino sobre sus carencias.
No obstante, más allá del duelo por una parte de la historia del cine y por la vida de dos personajes a la deriva, a medida que transcurren las secuencias, la pantalla se llena progresivamente de otras personas que, con patetismo y honestidad, terminan conformando lo más parecido a una familia. En el centro, Minnie y Moskowitz ya no son los mismos aunque ella siga protegiendo su mirada del mundo con enormes anteojos extravagantes y él proteja su boca nuevamente con los enormes bigotes. La felicidad también es esto.