In Memoriam. Margot Benacerraf (1929-2024) Sobre Araya (1959)

Margot Benacerraf es conocida como Madame Cinema y es la única realizadora venezolana que figura en el Diccionario de Georges Sadoul. El primer dato es anecdótico; el segundo revela la poca importancia que se les ha otorgado a las mujeres en las historias oficiales, a veces, incluso, con deliberadas omisiones y con datos alterados. El caso de Alice Guy en Francia fue paradigmático en este sentido. Los tiempos que corren permiten, más allá de la obediencia que establece la agenda, (re) escribir nuevas historias para develar películas maravillosas. La reciente desaparición física de Benacerraf es una buena oportunidad para recordar una obra maestra.

Araya (1959) es el resultado de una poderosa observación sobre la faena de unas salinas en esta región al este de Venezuela. Si bien se reconoce la impronta neorrealista -principalmente, La tierra tiembla (1948) de Luchino Visconti-, hay una búsqueda poética personal a través de la cámara que define su propia sensibilidad. Concentrada la trama en la jornada laboral de tres familias dedicadas a la pesca, el espacio de las salinas adquiere protagonismo paulatinamente. El día consiste en una serie de actos repetitivos que pueden resumirse en la cadena de “la sal, comer en silencio y luego dormir”. En todo caso, esas 24 horas funcionan como sinécdoque de una rutina de quinientos años que impacta sobre los cuerpos. Y si bien el devenir parece perpetuo, también lo es el respeto por lo que la tierra da. Así, al menos, lo deja entender el punto de vista que construye Banacerraf, siempre tensionando la voluntad del registro con el espíritu de creación. En otras palabras, no es un documental en el estricto sentido de la palabra, dado que la intervención sobre las familias obedece a un propósito de dramatización -al estilo de Flaherty en Nanook el esquimal (1922)- y a un intento de construcción artística de la realidad más allá de lo antropológico. Entonces, el dato objetivo deviene en signo poético y la referencia geográfica en experiencia universal. De este modo, el espacio parece extraviado en el tiempo, al margen de la velocidad en que crecen otros modos de producción cosmopolita.

No obstante, este cuidado formal y este sesgo diletante no impidieron numerosas críticas acerca de un posible acercamiento romántico hacia modos de explotación laboral. Anticipaba así un debate caliente entre estética e ideología que cruzaría gran parte de las décadas del sesenta y del setenta en Latinoamérica y que aún hoy están vigentes. Como toda obra maestra, Araya es corrida por izquierda y por derecha. Para muchos fue el ejercicio posible de una intelectual con recursos que podía pagar sus estudios en Francia, condicionada por un determinismo climatológico, con una visión ahistórica del mundo; para otros, una sabia transición a la idea del Tercer Cine. A pesar de lo anterior, una posición no excluye a la otra. La película es poética y su contenido social ocupa un plano estratégico, más bien alejado de la demagogia, ese camino vicioso que alguna vez el gran Luis Ospina denominó pornomiseria, sobre todo cuando la crítica marxista no perdonaba que no se denunciara directamente la explotación.

Araya contiene escenas memorables y abre siempre la posibilidad del debate. Podríamos preguntarnos, en todo caso, si existe sólo una manera de denunciar la opresión o si la búsqueda de belleza puede soltarle la mano a los discursos sobre la dignidad del trabajo. Pero seguramente jamás quedaremos indiferentes.

elcursodelcine

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