Bafici 2024: El cambio de guardia, de Martín Farina

Martín Farina, con una cantidad de películas que lo respaldan, no sólo es un hombre que filma, que escucha y que observa. También es un notable montajista y con El cambio de guardia confirma que es un gran comediante. El título refiere a la ceremonia anual del Regimiento Patricios que sucede frente al Cabildo. Entre quienes asisten año tras año está un grupo de compañeros y amigos que pertenecieron a ese cuerpo, para quienes es un compromiso sagrado acudir al ritual. Farina se ocupa de eso, digamos que es el marco, sin embargo, su agudo poder de la mirada y su sensibilidad le permiten desplazar el foco a las reuniones de asados, encuentros y desencuentros, porque de allí nace gran parte de lo que Argentina ha sido durante las últimas décadas en cuanto a idiosincrasia gestada en lo cotidiano. Sin ser una cámara intrusiva, guardando la distancia necesaria (porque de familia se trata también) y captando momentos desopilantes, se gesta progresivamente una comedia cuyos participantes llevan a cabo conversaciones que desembocan siempre (montaje astuto mediante) en lo político, incrustado hasta la médula en cada casa, familia, capaz de despertar actos de intolerancia, gestos fundamentalistas y peleas como reconciliaciones. Ahora bien, esto que podría haberse planteado de modo solemne, crítico, desde un lugar de superioridad moral, es todo lo contrario. Las tensiones están, los datos más oscuros de una generación que creció durante la dictadura, las inevitables muecas del disparate típico de una charla de amigos, los que están, los que se fueron a vivir al extranjero, pero son todos elementos que se integran a una trama donde el humor es una especie de escudo y una forma de pensar también el presente político de la Argentina. Uno de los aspectos más grandiosos de la película es esa cornisa entre la comedia y la tragedia, un lugar que hoy se ha naturalizado en nuestro país. El hablar por hablar, el encerrarse en esquemas ideológicos polarizados, la falta de autocrítica, el hecho de construir un pensamiento en base a los efectos mediáticos, la conservación del pasado como un hito sagrado y congelado en el tiempo, la liviandad discursiva actual, las contradicciones, los desconciertos, son sólo algunos de los signos que desfilan y que mucho tienen que ver con estos días.

No obstante, como sostenía Borges, pese a todo, tal vez el rasgo que nos defina sea la amistad. Si algo queda, entre tantas aristas de la película, es el férreo núcleo de compañeros y su capacidad para preservarlo. Y sobre todo, el hecho de documentar las situaciones de conversaciones como modos performativos. Cada persona es un personaje. La melancolía de uno, la seriedad del otro, el silencio de aquél, el que llega desde el exterior, etc.  Farina los observa, no los juzga. Pero es consciente de la puesta en escena y de la importancia de transformar la materia de lo real en un opaco espejo en el que debemos mirarnos, para reír y angustiarnos también. Esto implica un arco que va desde los Hermanos Marx hasta los machos patéticos, pero en definitiva es el cariño lo que pervive. Y esta decisión en el armado de la trama es clave para crear empatía con los espectadores. A ellos los une el amor más que el espanto. Otro gran regalo de Martín Farina, a los cuales saludamos año tras año.

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