A fuego lento (Tran Anh Hung, 2023)

Una cosa es ver, otra sentir. Infinidad de títulos centrados en el arte culinario se mueren en la cuestión meramente referencial o en el registro televisivo, pero pocos sacuden el paladar. Cuando en el cine las palabras elegancia y exquisitez no son malas palabras hay que sacarse el sombrero, o mejor dicho para esta ocasión, descorcharse un buen vino. Los aberrantes mecanismos de traducción han querido llamar A fuego lento a una película cuya clave está en su nominación original: la pasión. La pasión en un sentido religioso porque recoger las verduras del huerto, preparar cada plato, servirlo a los comensales y degustarlos sin prisa es un ritual al que la cámara se consagra con el tiempo suficiente como si estuviéramos en esa cocina gigante. Y quienes ofrendan este arte a los demás lo saben.

La primera media hora es prácticamente una coreografía creada a partir del trabajo sincronizado de manos y paladares, una fiesta de movimientos acompasados en busca de la perfección y la prueba de que en el cine, además de ver, los otros sentidos pueden estar bien activos. Esta especie de intervención divina es difícil de explicar con palabras y tampoco se hubiese logrado sin la iluminación de sus protagonistas, empezando por Juliette Binoche, a esta altura un hito sagrado en la pantalla grande. Juliette habla con su rostro, murmura con su cuerpo y en esta historia es Eugénie. Decir que es cocinera sería empobrecer su naturaleza con un adjetivo. Eugénie posee sabiduría y trabaja a la par de Dodin Bouffant (Benoit Magimel), apodado “el Napoléon de las artes culinarias”. Contrariamente a lo que se pueda pensar o subrayar en términos de desigualdad de género, el reconocimiento es para ambos. El grupo reducido de invitados que acuden al castillo no terminan nunca de agradecer la experiencia de saborear cada menú e insisten en que Eugénie ocupe un lugar en la mesa. Los argumentos que esgrime son infalibles: ningún excelente resultado podría conseguirse sin que ella estuviese detrás de las preparaciones. Como en las películas clásicas, la ilusión no se nota, la magia permanece escondida detrás.

Hay un aspecto singular en esta historia ambientada en el siglo XIX de Balzac y de tantos nombres importantes: nada se fuerza discursivamente ni se cacarea. Nada parece ocurrir en el mundo más allá del escenario dramático del castillo. Cada cual entiende su rol, lo ejerce con amor y muestra empatía hacia el resto. Quienes más tienen entienden que el legado del conocimiento puede ser absorbido por quienes carecen de la misma comodidad. No hace ser políticamente correcto para torcer un aspecto del pasado con anacronismos infantiles o poses de nene caprichoso. Por supuesto, existen momentos de tensión social, acciones cotidianas que dan cuenta del marco general de la época, pero los maniqueísmos son sutilmente derribados, cuando la voluntad por enseñar y el deseo por aprender unen dos universos que sabemos irreconciliables.  En este sentido, el personaje de la niña que los acompaña y que tiene un don para saborear y reconocer los gustos y los sabores es clave. Proviene de una familia humilde, le apasiona el lugar que ocupa y se involucra afectivamente con ellos. Sus padres entenderán que esa es su vocación.

La idea de tensión debe entenderse acaso como una calma prolongada ante una tormenta inminente y de igual modo se traslada esa sensación al vínculo de amor entre Dodin y Eugénie, desarrollado con la misma capacidad de sugerencia y sensibilidad que las preparaciones de cada plato. Se trata de una relación sostenida en el tiempo que dilata la formalidad. Es Eugénie quien tiene en claro que un papel o un pacto convencional atentan contra la magia de mirarse y reconocerse cada mañana. Y es también Dodin quien entiende cuál es el momento de consagrarse definitivamente a Eugénie, rezagado detrás de la inteligencia de una mujer que irradia misterio. Siempre hay algo por descubrir, como en la cocina. El peor pecado en ambas esferas es la ansiedad. Y la película misma es un impedimento para arrebatados. La misma forma en que se monta coreográficamente cada elaboración culinaria demanda un tiempo imposible de concebir para quienes gustan de atracones audiovisuales. Puede que la película en su segunda mitad caiga presa del virtuosismo sin alma, pero el impacto sensitivo de su primera mitad, la relación entre erotismo y gastronomía desplegada en términos de puesta en escena es una de las cosas más maravillosas que le sucedieron al cine en mucho tiempo.

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