Todos somos extraños (All of Us Strangers, 2023), de Andrew Haigh

Hay ciertos procedimientos exclusivos del lenguaje cinematográfico que están relacionados con lo que Freud llamaba lo siniestro, es decir, la aparición de una sensación de extrañeza y malestar ante un objeto que nos era familiar. Habitar una sala cinematográfica tiene que ver con esa situación alucinante y alucinatoria. Enfrentarse a una pantalla implica convivir con fantasmas. Cada uno de los cuerpos circunscriptos en un encuadre materializa una distancia, un desfasaje temporal entre quienes asisten como espectadores y quienes dejan su huella enfrente. Por eso el cine es maravilloso en todo lo que tiene de espectral. Y por eso hay películas que vuelven a poner en escena la importancia del concepto de lo siniestro, tanto en el nivel arquetípico como en el escenográfico, donde no sólo se produce una conexión semántica y simbólica con la noción lovecraftiana de “lo desconocido”, con el concepto freudiano de “inconsciente” (lo oculto que sale a la superficie) e incluso con lo dionisíaco nietzscheano (aquello que se oculta tras la apariencia de lo apolíneo), sino en la posibilidad de romper las estructuras temporales y producir una fractura que habilite una dimensión fantasmal.

El título es Todos somos extraños y esa sensación de extrañeza acapara a quienes están dentro como fuera de la pantalla. Un bloqueo creativo se torna extraño, la relación del protagonista con un vecino se vuelve extraña y ni qué hablar de ese viaje al pasado, a la casa de sus padres, instancia previa al accidente que les costaría la vida. Como si fuera poco, la ciudad es Londres, de larga tradición en cuanto a las apariciones, y la escritura estancada de Adam (Andrew Scott) se pretende como una forma de exorcizar a los fantasmas de sus padres. Si algo parece tener en claro Andrew Haigh es que, más allá los de los rótulos genéricos (terror, drama queer) lo que prima es una experiencia física y emocional, de esas que atacan y ponen nuestra existencia en suspenso para separarnos del mundo y observar desde afuera el orden de lo cotidiano como nuestra propia vida. Esto implica dolor, esto significa aprendizaje. Esto implica saldar cuentas con los muertos.

Adam alterna sus movimientos entre la relación con Harry (Paul Mescal) y los viajes al pasado. No hay marcas que definan el pasaje más allá de la sensación de extrañeza propia de los sueños. Porque en los sueños se habla con quienes ya no habitan este plano y Adam, en su cuerpo de adulto, necesita decirle a su madre lo que le pasó en el colegio respecto de su identidad sexual y llorar junto a ella acurrucado en la cama. Poco importa si todo lo que vemos pertenece al orden de lo real o de lo imaginario, si es producto de una ficción inserta dentro de otra, porque en definitiva  lo que impera es la puesta en escena de las emociones que se despiertan cuando lo cotidiano deja de ser conocido. Todos somos extraños es una película que duele y que moviliza, un fugaz paso por la experiencia de sentir a los muertos, a los seres queridos, por un momento, a tu lado, y querer decirles todo sabiendo que el tiempo del mundo es diferente al tiempo de la eternidad. Como en el cine.

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