Premios Oscar 2024. Un mapa sobre las nominadas a mejor película.

Ante la inminente entrega de los premios Oscar y considerando la lista de nominadas a mejor película, me permito hacer una serie de observaciones con el fin de promover alguna posibilidad de discusión en torno a la siguiente hipótesis: este año, más que nunca, la Academia elige una serie de filmes de muy buena repercusión crítica como una forma de desligarse de un supuesto carácter trivial y de la corrección política, y lo hace incluyendo miradas más independientes y coqueteando con la idea de cinefilia. Claro está, las apariencias pueden engañar.

LA AMABILIDAD DEL INDIE AMERICANO

Convengamos que no hay películas que perturben, que transgredan, sino que se rigen por las mismas reglas que parecen, en principio, combatir. Esta actitud puede extenderse también a mucho de lo visto en los festivales de cine, cuyas programaciones han perdido paulatinamente gestos verdaderamente independientes. Como se sabe, la misma palabra independiente  es de por sí problemática. Hace tiempo que el concepto se ha integrado a la industria y ya no se piensa tan tajantemente como su opuesto. Eso provoca que, año tras año, hallemos títulos que juegan a ser diferentes estéticamente pero que, en definitiva, repiten convenciones típicas de la factoría.  Tres son los exponentes seleccionados con cara de amabilidad aunque los resultados difieran en el modo en que concilian estética e ideología.

El comienzo de Los que se quedan contiene una serie de signos que sintetizan su complaciente independencia, ese gesto que Payne ha ido depurando a lo largo de su filmografía. Estamos en vísperas de Navidad, en 1970. El paisaje es frío, pero la música le imprime el tono y anticipa el pulso narrativo de la película. Entonces el oxímoron es posible: la nieve se vuelve cálida. A continuación, los tres ámbitos con los tres personajes principales, todos bajo el mismo techo de un campus universitario de excelencia llamado Barton. Sin embargo, tal como ocurre en otras historias del director, tras los confortables paraísos se esconden las sombras del pasado, y la principal, la que atraviesa a los tres personajes, es la ausencia familiar.

Paul Giamatti (increíble como siempre) es Hunham, el bizco, un exigente profesor y una especie de Grinch cuya disciplina y defensa de las tradiciones confrontan con las ganas de un alumnado masculino lógicamente más conectado con las hormonas sexuales que con la Guerra del Peloponeso. Entre ellos se destaca Angus Tully (Dominic Sessa), el rebelde con causa, que pone constantemente en jaque su continuidad en la institución con una conducta que escandaliza a los superiores. En realidad, los dos protagonistas tienen sus corazas puestas para tapar los problemas afectivos y la sensación de soledad que los arrastra. La obligada convivencia durante el verano en el campus develará progresiva y sutilmente esos hilos de tristeza, con un ritmo proporcional al modo en que Payne encara la historia, sin estridencias y con la pausa justa para comprender y vivir la experiencia de ese lapso de tiempo acotado pero significativo. Por ahí va una de las claves de la película, por convertir en vital el placer  momentáneo de un lapso de tiempo, adquiriendo la conciencia de su finitud.

Pero a estos dos perdedores en la tierra prometida del crecimiento individual se les suma una mamá en duelo, Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), una viuda cuyo hijo fue a la institución y cayó en combate, el único estudiante de Barton que enviaron a la guerra, un dato que por sí solo le permite a Payne incorporar su dardo ideológico. Mary dirige la cocina del establecimiento y tendrá también sus razones del corazón. Como sus compinches masculinos, sólo a través del contacto con los otros y de una corta experiencia de viaje, podrá buscarse a sí misma en un nuevo presente. No obstante, hay un camino que recorrer de encuentros y desencuentros, con momentos de rabia y de amargura. Antes de que la rutina se adueñe del lugar nuevamente y que cada cual se cuelgue el disfraz de la vida, los tres se verán implicados en una serie de pequeñas aventuras existenciales, de esas a las que nos tienen acostumbrados las películas de Payne, lejos del sueño americano y más cerca del dolor contenido. Cada ritual doméstico durante el lapso de tiempo que pasan juntos está teñido de la melancolía pálida que los colores transmiten. Porque en el fondo cada uno de ellos necesita de ese espacio de convivencia donde haya un reconocimiento afectivo a partir de pequeños gestos, como cada uno en nuestras vidas necesitamos de los panes con manteca preparados por la viejita en una merienda, de las comidas y de los juegos a las cartas con la abuela o el abuelo. Son marcas que quedan, como los restos a los que alude el título original, y permiten sobrellevar las otras marcas, las heridas de las carencias.

A diferencia de otros trabajos, Payne parece más piadoso con la idea de la masculinidad patética. Y si bien Hunham contiene ciertos rasgos caricaturescos, a medida que avanza la historia, con las decisiones que toma se vuelve más humano. La decisión como acto trascendental es otro de los temas, sobre todo para modificar el surco del disco, huir de los lugares asfixiantes y abrirse paso a otra vida. Es en ese sentido que el viaje se convierte en recurso para desenmascarar identidades, con personajes cuyo dilema pasa por moverse o estancarse dentro del entorno que les toca. Al igual que en Nebraska y  Las confesiones del Sr. SchmidtLos se que quedan  habla también de la dificultad de restituir lo que nunca existió: una familia, el lugar de la infancia, la felicidad. Con el telón de una sonrisa permanente, detrás de la gracia de los personajes asoman el dolor, la frustración de una vida que pudo ser, las cicatrices de una guerra y un cuerpo que escenifica la soledad. Más que el prestigio y el dinero que pueda facilitar una institución y una idiosincrasia, hay una cuestión que se vincula con el descubrimiento interior, con la fuga hacia otra realidad menos apabullante. Para Hunham también es una forma de huir de un trabajo en el que apenas puede enseñar algo vinculado con la Historia Antigua. Más allá de los consejos de Marco Aurelio, la verdadera enseñanza pasa por otro lado, sólo hace falta saber con qué ojo mirar y salir a la ruta.

En apariencia, American Fiction (Cord Jefferson, 2023) elude todos los estereotipos vinculados al modo en que las minorías son retratadas en Hollywood.  Su escena inicial, una discusión entre profesor y alumna, parece augurar lo mejor, es decir, desterrar una cadena de apestosa corrección política cuyo corolario es Green Book (Peter Farrelly, 2018). Obviamente, este planteo inicial es solo un aliciente momentáneo y lejos está de llegar a la incomodidad de Tár (Todd Field, 2022). Y esto es porque, en busca de sostener esa amabilidad como tono, la película incurre en otra clase de estereotipos propios del indie norteamericano: un protagonista gruñón, la omnipresencia de la música, los juegos entre ficción y realidad propios del mundo de la escritura y una serie de señales complacientes con el gusto medio en estos asuntos.

Si bien es cierto que varios de los lugares comunes en cuanto a la representación de la cultura negra son omitidos, también se perciben signos trillados enmarcados en una pose cool que puede resultar encantadora, pero que de independiente poco tiene.

Uno de los sucesos del año fue Barbie, la película dirigida por Greta Gerwig. Hay un aspecto paródico, ácido, que logra una empatía inmediata. Allí está esa primera gran secuencia con la muñeca reemplazando al monolito de 2001: Odisea del espacio. El mundo de Barbie es el de The Truman Show, sólo que creado por la publicidad, un mundo perfecto dominado por las mujeres en base a la repetición y la perfección. En este universo empaquetado de color rosa, unívoco, no hay posibilidad de error, a menos que la criatura se cuestione su misma existencia. Es entonces cuando hay que propagar los falsos prometeos. La idea de perecimiento afecta al cuerpo y el precio a pagar es carísimo: trasladarse al mundo real. La Barbie estereotípica debe reparar una fisura del sistema, atravesar el portal, para comprobar que en la realidad, tanto ella como Ken son dos freaks o dos personajes salidos de Midnight Cowboy. Por supuesto, el desarrollo de la historia obedecerá más a la amabilidad indie que al costado crítico y ácido que prometía la primera mitad aún con sus contradicciones.

Hay un nivel de discurso que se mofa, pero la práctica puesta en juego para promocionar la película y exhibirla materializa una de sus principales paradojas: ¿cómo criticar los mecanismos de consumo cuando las salas donde se proyectó se vistieron de color rosa y quienes acudían iban disfrazados para la ocasión? Uno de los problemas a resolver es que a medida que la trama avanza no se logra discernir si se critica algo o se replica. Pensar que las mujeres ofrecen como posibilidad sustituir un orden patriarcal por otro de características similares parece un chiste al lado de los movimientos y los logros feministas, otra de las paradojas que Barbie no logra resolver más allá de los “machos heridos”.

LA LECTURA DE LA HISTORIA

Generalmente, hay estrenos-ya favorecidos por todo el impacto mediático publicitario y económico-que suelen encontrar más difusión gracias a la puja de extremos enceguecidos. Lo cierto es que Oppenheimer de Christopher Nolan no es ni una opereta ni una obra maestra, en todo caso, una película efectiva. Si hay algo que discutir es esa idea de efectividad y en qué contexto se da.

El dulce de Nolan es su dispositivo narrativo, un hábil montaje cuyo resultado es un vendaval verbal (sobre todo verbal) de tres horas, una eficiente maniobra de distracción para pasar el rato a medida que se teje una trama político/histórica de secretos, atrocidades, conspiraciones, pero también triunfos. Nada hay que pueda escapar a la lógica narrativa hegemónica del conflicto central que EE.UU instituyó en el cine. En este sentido, Robert Oppenheimer en andas, vitoreado por sus colegas en reconocimiento del éxito científico no es una imagen que difiera de la de Rocky Balboa en un contexto pugilístico. Ambos son modelos de personajes inmersos en ficciones donde lo único que importa es sortear obstáculos para lograr un objetivo. Por ello, quien se tome demasiado en serio el rigor documental de la película (como alguna vez ocurrió con JFK de Oliver Stone y Argentina 1985 de Santiago Mitre) se encontrará en una especie de callejón sin salida ya que no hallará más que versiones acomodaticias a las posiciones de enunciación ideológica. Oppenheimer, más allá de que quiera disimularlo con los matices que interpreta magistralmente Cillian Murphy con sus miradas a lo Hamlet o Macbeth, es una película a la americana. La seducción no pasa necesariamente por el estatuto de las imágenes ni por su contenido. En una de las escenas extraviadas en medio del carrusel audiovisual de alto impacto en la retina, a Oppenheimer le muestran los horrores que provocaron las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Nolan lo muestra en pose de compungido, impresionado como el resto del auditorio, agachando la cabeza. Por supuesto, jamás veremos la pantalla. Hubo un tiempo en que los cineastas elegían ese contraplano, pero el cine era otra cosa y las imágenes también. Hoy la empatía se construye de modo cada vez más obsceno en función del relato, aún para con personajes ambiguos.

Hay varias entradas posibles a la película menos críptica y más didáctica de Nolan. Una arista es el retrato de un obsesivo, un camino que parece prometedor al comienzo y se diluye progresivamente. La posibilidad de explorar la mente de un tipo que es la encarnación de un pensamiento que no cesa, y que vive la realidad como un sonámbulo, es oro en polvo rápidamente desechado en tanto y en cuanto el imperativo del manual de historia asoma y con ello, todas las obviedades que se esperan: la creación de la bomba, el mapa geopolítico, la amenaza nazi, la Segunda Guerra Mundial, la intervención norteamericana, etc. No obstante, el método expositivo de Nolan confía en la fragmentación espacio/temporal como modo de persuasión, sobre todo para escenificar la lucha entre Oppenheimer y el villano de esta versión, Lewis Strauss (Robert Downey Jr.). Ambos constituyen las fuerzas contrarias tan útiles a este tipo de narración donde los roles están bien delimitados: si hay un héroe, está la contracara. Y eso supera cualquier otra voluntad. Nolan es tan hábil en ese sentido como torpe para filmar un beso o para arruinar una escena subrayando lo que debe quedar implícito.

Más allá de que la película incluye ciertos cuestionamientos a la doble moral yanqui, siempre dentro de los esquemas que el sistema permite, siempre prevalece el papel que cada uno representa. Sí, sí: Harry Truman es tan desagradable como se puede imaginar, los políticos son gente fría y sin escrúpulos a la hora de planificar un bombardeo, pero podemos verla cien veces y la impresión final sobre Robert Oppenheimer (y más áun, a pesar del plano con que cierra) será la misma según la lógica que propone Nolan: libre de toda culpa y pecado (más allá de sus cavilaciones) y víctima de la persecución ideológica. O en todo caso, un hombre atravesado por las circunstancias, como si esa frase justificara absolutamente todo en el mundo. Más vale perderse entonces en la maraña ficticia, en el teatro de máscaras, en el armado propio de la narración de enigma, en esos momentos de potencia cinematográfica, antes que en la ingenua creencia de que nuestro héroe nunca tomó verdadera dimensión de lo que había creado. Solo en este sentido funciona una película cuya recreación de los hechos está a la altura del discurso de Rocky cuando vence a Iván Drago en la Unión Soviética. Oppenheimer es una película efectiva (¿para despertar conciencia en tiempos de guerra?) o para internarse en el relato (¿y olvidar que el cine alguna vez necesitó imágenes justas para dar cuenta de la Historia?). Acaso un debate tan arbitrario en el presente como pasar del blanco y negro al color en la pantalla.

Martin Scorsese filmó siempre de modo heterodoxo y visceral la historia, especie de  violenta remake de tiempos pasados. Si hay una característica que atraviesa toda su obra es una tensión entre el gran espectáculo del cine genérico y la vanguardia, un intento por compatibilizar la inmersión en la industria con la cristalización de sus deseos estéticos, rasgo que compartió con una generación de realizadores surgidos en la década del setenta. La cinefilia en Scorsese tiene que ver con una formación a base de películas antes que libros y sobre todo con esa experiencia decisiva de la infancia cuando a los cuatro años vio Duel in the sun (1946), película que en A Personal Journey (su pedagógica y fascinante aproximación a la historia del cine norteamericano),  toma como ejemplo de sabia alternancia entre los proyectos de encargo y la realización de otros más personales por parte de King Vidor.

Scorsese ha seguido el lema “Un film para mí, un film para el sistema”. Por eso, la categoría que esboza (y prefiere) en este documental es la de “cineasta contrabandista”, el que tiene asumido que siempre hay que luchar con el poder financiero y sus ideas sobre el público. Sin financiación no hay film. La mayor parte del gran cine americano se ha fabricado desde Hollywood, por más que en muchos casos gloriosos se hayan hecho contra Hollywood. El reto está en ser un cineasta personal aún estado inserto en el sistema, aprovechando sus intersticios, los resquicios que este siempre deja. (Por ello, incluye como ejemplos a Tourneau, Lucchino, Lewis, Ulmer y Fuller, directores mayormente vinculados con la clase B, con mayor libertad creativa, que fuerzan la imaginación en condiciones menores de producción, con películas audaces y modernas). ¿Cómo pensar Los asesinos de la luna en este marco?

Algunas reseñas hablan de compendio de obsesiones estéticas y formales, un argumento que parece hablar más de la destreza del crítico que de la película misma, con argumentos que vuelven a estar condicionados por los espectros del autorismo. Otras, de manera llamativa, festejan como signo saludable una suerte de síntesis de virtudes, y para ello califican de obras menores a Buenos muchachos, Casino, El irlandés por ofrecer una mirada glamorosa de la mafia. Me atrevería a decir al respecto que tal reduccionismo es, por lo menos, alarmante. Justamente, si hay algo que destaca a esas películas de esta épica de tres horas y media es la intensidad, una mirada más personal y menos complaciente. En la tensión planteada en el primer párrafo de esta reseña, estos títulos, minimizados para destacar la gesta de Los asesinos de la luna, ganan por goleada para el lado de la vanguardia. De igual modo se presta a una ilusión creer que, por el tema y el contexto, está última es una película política y las otras no. Scorsese siempre trabajó las cuestiones del poder y en sus historias (más allá del género),  el dinero, el capital, suelen circular a la misma velocidad que la narración. Luego, ganar dinero y convencer a los demás de ello, convierte a ciertas situaciones en un desquicio similar a una ceremonia oficiada por un pastor (El lobo de Wall Street) o en una lenta y progresiva maquinaria de manipulación (Los asesinos de la luna), pero no por enfatizar una época y una matanza colectiva se es más político en un planteo. En síntesis, si palabras como oficiojerarquía y épica sirvieran para sostener a una película, el cine estaría lleno de maestros y maestras. Seguramente Scorsese lo es por otras razones más nobles y menos prestigiosas.

No hay un héroe scorsesiano que pueda escapar al martirio de mantener una dialéctica interna entre razón y espíritu. El pastor, en este sentido, de Los asesinos de la luna se llama Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio). El rótulo, que lo convertiría en un héroe típico, es el de veterano de la Primera Guerra Mundial; la verdad es que se ha desempeñado como cocinero de infantería, lo cual le confiere un rango más humano. Esta ambivalencia es parte de su subjetividad, que se partirá a medida que avance el plan del que forma parte. Se trata de un personaje perfectamente moldeable y manipulable, condición que su tío aprovechará. William The King Hale (Robert De Niro) es un ganadero absolutamente decidido a conquistar sin escrúpulos a los Osage, un pueblo originario que ha encontrado petróleo  y se ha enriquecido. El plan de Hale se inicia con una persuasión: su sobrino debe casarse con Mollie (Lily Gladstone), una de las hijas del clan. Es el primer eslabón de una cadena de acciones calculadas y siniestras cuyo fondo es la ambición desmedida y la locura que engendra todo esto. Los códigos de la mafia, las reglas del deseo salvaje que despiertan el poder y el dinero, están diseminados en dosis que, además de acciones concretas, se vislumbran en extensos diálogos de perversa intimidad. De este modo, la encarnación maligna del Padre utilizará a su Criatura para conseguir sus objetivos, con fundamentos religiosos propios de un fanatismo y un dogma sectarios. Lógicamente, en el habitual esquema de Scorsese, el camino está lleno de dudas y de contradicciones. También de rebeliones. El final, como una especie de exilio, es una constante en sus películas: un protagonista que es expulsado para habitar al este del Edén. Entonces, ser relegado al ostracismo parece peor que ser. La cárcel y sus sombras son apenas un consuelo ante la maldad perpetrada, pero lo suficientemente duras para quienes se creen eternamente impunes. William The King Hale es un arquetipo de las versiones más salvajes del empresariado. Detrás de sus buenos modales y de su falsa gentileza, se escriben los nombres de tantos poderosos crápulas y corruptos que manejan los destinos de la economía y de la gente.

Pero, más allá de todas las virtudes que puedan destacarse con las banderas de la maestría, los grandes momentos, los más personales, se encuentran en la primera media hora y en la maravillosa secuencia final donde interviene el propio Scorsese. Son dos formas de eludir convenciones, de reemplazar la información enciclopédica por modos cinematográficos, sea para acelerar narrativamente el recuento de hechos históricos o exacerbarlos expresivamente, como para eludir las típicas leyendas finales con aclaraciones que son de dominio público en cualquier sitio de interés. Hay una fuerza allí y una intensidad de la que carece el resto de una película arrítmica, de picos alucinantes y de pasajes inertes.

Maestro, dirigida por Bradley Cooper, me recuerda a una anécdota que ya es parte de las leyendas urbanas dentro del mundo cinematográfico. Los nombres de los protagonistas cambian según la ocasión. En una fiesta un director escucha a una estrella ufanándose de todo el trabajo de campo que debió hacer para interpretar el rol de su próxima película. Cuando termina de hablar, el otro le tira “¿y cuándo se dedicó a actuar?”.

Qué horrible es el género del Biopic, cuántos kilos de maquillaje, cuánta pose para nada. Siempre el mismo callejón sin salida: más que la obra de un artista (en este caso, Leonard Bernstein compositor del siglo XX y creador de bandas sonoras recordadas) lo que prevalece es una mirada absurda y chismosa sobre los asuntos privados. Un tipo de cine que fagocita la idea de escándalo y que ni siquiera se sostiene narrativa como estéticamente. Maestro ni siquiera llega a fruta podrida, directamente no tiene olor.

Mucho se ha hablado y discutido sobre Zona de interés, de Jonathan Glazer, sobre su cálculo formalista, sobre su mirada conceptual acerca de la banalidad del mal y otros asuntos que exceden, incluso, su valor cinematográfico. Es decir, no hay manera de no caer en la trampa seductora de planos rigurosamente vigilados y tan encriptados, aislados como helados haikus, del mismo modo que la familia nazi goza de una comodidad circundada por el horror. Glazer aparenta la distancia con la cámara, pero nunca disimula su presencia y su autocomplacencia. ¿Qué otro sentido tienen si no esos fundidos en negro prolongados o esos excesos musicales envolventes? Desde esta perspectiva, la película es un magistral trabajo de diseño para que aplauda un público anestesiado por las subyugantes imágenes, que de tan subyugantes se vuelven vacuas.

“Hanna Arendt, en un intento de desmitificar el mal, describe la mediocridad del hombre, al burócrata miserable e inconsciente de las consecuencias de sus actos, que no ha hecho sino obedecer órdenes superiores, al margen de todo planteamiento ético, una especie de ser sin relieve, en las antípodas del estereotipo del monstruo santificado por la literatura o perpetrado por el discurso ideológico. De ahí viene el escándalo de lo que Arendt consideraba «la mayor desdicha del siglo», el desfase extremo entre la monstruosidad de los crímenes cometidos y la mediocridad de los ejecutores. El mal es banal para ellos, sin implicaciones, lo cometen sin conciencia de ello, ni siquiera intencionalidad para la mayoría. Lo grave aquí es la anulación del pensamiento, la anestesia de la conciencia, la incapacidad de distinguir el bien del mal.” (Gerard Imbert, El cine posmoderno)

En relación a esa concepción, la película despliega un dispositivo tendiente a materializar los principales puntos de la teoría de Arendt, sobre todo por el predominio de escenas donde la burocracia está presente. El protagonista no para de moverse y detrás de esa ansiedad y necesidad de control sobrevuelan las órdenes que reciben y los efectos que provocan. Hoy es él, mañana será otro, el tema es no parar con la máquina de exterminio, e incluso ponerse por encima de quienes la ejecutan. Lo tiene en claro el personaje más interesante, su esposa, un ser nefasto y bruto que busca perpetuar la comodidad del hogar con el espectáculo de las afueras incluido.

Pero el aspecto más punzante es el modo en que este tipo de películas interpela al presente. Muchas de sus situaciones, salvando las distancias, por supuesto, podrían extrapolarse a nuestra época. La escena final conecta las dos dimensiones temporales y deja la puerta abierta para todo tipo de asociaciones, entonces, aparecerán las tesinas comparando los modos en que los burócratas diseñan las cámaras de gas con los actuales arquitectos de los espacios de consumo desmedido, o las analogías entre el hogar aislado de los Hoss con los All Inclusive o los barrios cerrados, es decir, estamos ante un tipo de película formalista que habilita discusiones conceptuales para entablar, como sostuvo un crítico, desde la reposera.

Lanthimos se ha convertido en una especie de Lars von Trier. Los itinerarios son parecidos. Ambos tienen comienzos promisorios de carreras que se muestran estimulantes, incluso asociadas a sus contextos de producción, y progresivamente se van inclinando hacia zonas donde las decisiones estéticas pueden incluirse en los manuales del  perfecto impostor. Esto no desmerece las cualidades que hemos aplaudido en esas películas de inicio, pero nos permite mirar de reojo los excesos tramposos de las últimas. Pobres criaturas tiene lo mejor de una etapa y lo peor de la otra: una relectura en clave femenina de Frankenstein, una reelaboración de relatos góticos y una puesta en escena cuya desmesura es absolutamente cambiante y disfrutable; al mismo tiempo, un regodeo personal  y una versión “importante” (pero con la misma intrascendencia) de las intenciones de Barbie.

Y acaso uno de los problemas visibles de esta clase de películas es que quienes escriben sobre ellas se amparan en la sagrada cita o referencia literaria/cinéfila. No obstante, pelada la cebolla, solo queda olor en las manos. Podríamos estar horas hablando de las diversas paradas en el viaje de Bella como las fases de la vida y mencionar a Freud para dar cuenta de la infancia, y perdernos en elucubraciones teóricas como seductoras. De Lanthimos solo queda el virtuosismo como vicio inherente.

El artificio inunda todo en este mundo paródico del afán científico, donde la creación de un experimento tras el suicidio de una mujer se transforma en un bizarro alegato de la independencia femenina. Los excesos le sientan bien a Lanthimos y si la excentricidad de películas como La favorita ya develaba su necesidad de marcar omnipresencia, hay zonas de Pobre criaturas que lo consagran como un campeón del llamado de atención. En semejante propuesta, hay zonas frescas y estimulantes, sobre todo por la gracia de Emma Stone haciendo de una beba en cuerpo de mujer adulta, escupiendo comida, jugando a cortar cadáveres y excitándose cuando descubre el placer. Son actos que se entienden en un marco genérico que se ríe de la moral y la seriedad victoriana. Todo el proceso de descubrimiento del mundo que hace la protagonista es inverso al sufrido proceso del monstruo creado por Mary Shelley. Bella (así se llama la criatura) se escapa de su creador (God) y sale a gozar de la vida en todo lo que tiene de sensitiva, acompañada por un libertino. Despojada de toda moral, vivirá intensamente esa experiencia, pero además hallará un posicionamiento ideológico con respecto al mundo y a los hombres. Entonces, en este tramo, la película cae en un tufillo de oportunismo que se complementa a la perfección con los irritables artilugios de cámara y la autocomplacencia del director.

LENGUAJE Y EXPERIENCIA

El amor sutil, sin neurosis, sin incertidumbre gratuita y en contextos diversos. A veces, la ternura puede ser desgarradora pero sincera. Se llega a conocer mejor a las personas comprendiendo lo que les obsesiona, las actividades que les interesan y sus aspectos vulnerables. De todo esto y más da cuenta Vidas pasadas, de CelineSong, película sobre dos amigos de la infancia que viven en Corea del Sur, que se separan y que muchos años después se reencuentran durante una semana en New York. Ella es Nora y sus padres son dos intelectuales. El exilio marca un nuevo horizonte para sus sueños de escritora/periodista. Él es Hae Sung y se queda en su país. Dos destinos, dos mundos y dos clases sociales. La doble nacionalidad hace posible una tensión de lugares y de idiomas, una fractura de la identidad en tanto y en cuanto lenguaje y pensamiento se suponen sus pilares.

En esta vida siempre habrá una barrera que los separará. La imposibilidad del amor más allá de los avances tecnológicos, los peligros de la idealización romántica y del quedarse pegado al loop del pasado asoman con fuerza en una historia que parece trillada, pero a medida que va dejando destejer sus hilos aparece el corazón. La estructura responde al número tres. Tres son las partes, tres son las etapas de la vida, tres son los personajes involucrados. Si hay algo que enseñó muy bien la Nouvelle Vague es que para las cuestiones del amor no hay dos sin tres. También tres países. Y tres ejes: los recuerdos, el destino y el reencuentro.

Hay escenas que prescinden de palabras, pero lo dicen todo. Son las mejores en la película y recaen en la fotogenia y la gran interpretación de quienes las llevan a cabo. Los tres momentos donde los personajes están juntos conforman el punto álgido de la puesta en escena. Y no sólo por el cálculo formalista de los encuadres. Hay aquí un juego de miradas. ¿Son las mismas de aquellos niños que jugaban?  El silencio, los gestos y los cuerpos dan cuenta de una química del deseo que jamás se arruinará en la concreción inmediata. El amor también es un juego y como no se los conduce a los terrenos del histeriqueo, se transforma en una potencia luminosa que trasciende, incluso, el acto sexual.

La otra gran escena es la del restaurante. Nora está entre dos mundos masculinos, como lo está entre dos idiomas y dos países. El juego de miradas no para. Los relatos tampoco, como las conjeturas: ¿qué hubiese pasado si? Ya sabemos que suspender hasta el final una toma de posición es un recurso muy efectivo para una narración, siempre. Pero Vidas pasadas no abusa del artilugio, lo ofrece hacia el final de un camino y de modo poco convencional. Y no sólo para que recaiga en uno: también está la decisión de Hae Sung. Aquello que se vivió como amor puro no será posible en el presente. Así es el amor también, profundo y sabiamente doloroso. Entonces, donde sobran las palabras,  todo recae en un abrazo.

El título mucho tiene que ver con el azar, el destino o las búsquedas personales, ya que es un pasado que, acaso, no solo remita a esta vida. No siempre los caminos obedecen a las intenciones ni a las decisiones que tomamos. Por algún motivo nuestras vidas están atravesadas por apariciones que nos abisman, nos confunden y nos hacen replantear el presente. Vidas pasadas vale tanto para quienes creen tan solo en este mundo o para quienes se aferran a su posible contenido budista. Nadie queda afuera, y detrás de su amabilidad indie deja que asome una pátina de tristeza, pero nunca de resignación. A fin de cuentas, no podemos controlar todo. Se necesita un manejo de las emociones para asumirlo y es lo que hacen los personajes. No hay estereotipos ni opuestos, sino matices. Con ello, se rompe el esquema de la predestinación del típico amor de las películas románticas. Se trata de una crisis sin estallidos. Se trata de la aceptación.

¿Existe un quiebre entre las palabras y las cosas, es decir, una brecha entre el discurso y la experiencia? Si todo lenguaje es una construcción, ¿de qué modo podemos confiar en los discursos y qué hay más allá de ellos y de los sujetos y los medios que los enuncian? Por otro lado, ¿cómo se reconfiguran las identidades en las sociedades contemporáneas?

Sabemos desde hace rato que “por bien que se diga lo que se ha visto u oído, lo visto u oído no reside jamás en lo que se ha dicho.” (Michel Foucault, Las palabras y las cosas, 1978) Y agregamos: lo dicho guarda una distancia abismal con lo ocurrido. En la última película de Justine Triet, la muerte de un hombre quedará aplazada progresivamente en la medida en que las palabras y las diversas narrativas que entran en juego ocuparán el centro de interés. Ya no se trata de un acontecimiento, sino de transformar un juicio en un acontecimiento en sí mismo.

La palabra en el cine cuando no da vida, mata. Las imágenes se vuelven redundantes, explicadas, forman parte de un decorado que funciona como marco de un registro verbal imperante. Con el paso del tiempo, pocos recordarán esas películas que, no sólo están atravesadas por la actualidad, sino que no dejan más que dos o tres momentos discursivos intensos pero ningún fotograma memorable. En la última edición del cada vez más políticamente correcto Festival de Cannes, Anatomía de una caída se llevó el premio mayor otorgado por el jurado, el que no obtuvo Hojas de otoño (Aki Kaurismaki, 2023). La primera se sostiene a partir de la palabra y su cáscara genérica de litigio judicial construye su estatua argumentativa y respetable; la otra, en cambio, es del orden de la poesía y el habla aparece en su justa medida como un eslabón más de una cadena de significantes líricos.

JustineTriet va al hueso del problema. Su principal virtud es obviar el lastre de un pasado que asomará progresivamente a lo largo de la historia, mayormente escenificada en el proceso judicial. Es decir, la caída es abrupta en varios sentidos. Uno de ellos es fáctico y se produce con el aparente suicidio de un hombre; otro es la agonía de un vínculo de amor. Después habrá otras caídas existenciales. El hombre en cuestión se llama Samuel Maleski quien vive en una apartada cabaña en medio de los Alpes franceses con su mujer, Sandra, escritora, obsesionada con su trabajo y cuyas decisiones no se emparientan con las exigencias de una vida conyugal convencional. Ambos tienen un hijo cuya visión disminuida fue producto de un accidente, determinante para activar la culpa en el padre. Pocos minutos transcurren para dar lugar a la fatalidad y muchos estarán dedicados a ese teatro de máscaras llamado juicio. Como hay una larga tradición en torno a esto, la directora aporta algunos nuevos ingredientes que mucho hablan de la época que transitamos, por ejemplo, la invasión a la intimidad, utilizada como supuesto indicio relevante y que termina exponiendo los aspectos más crudos de la convivencia como carne para caníbales. Ya nada parece escapar a la mirada inquisitorial de los otros, independientemente de la verdad por develar. Este acaso sea el lado más siniestro de la cuestión. También es siniestro el giro que se produce acorde a la lógica y la demanda de espectáculo televisivo: es mucho más estimulante el relato de la mujer escritora asesina que el del accidente.

Además hay que destacar algunos momentos de legítima intensidad dramática dispersos en la abundancia verbal. En el transcurso de un desgarramiento constante, la película desnuda la vulnerabilidad de los integrantes del núcleo familiar y las partes que involucran al hijo son tan crudas como impactantes. El vuelo cinematográfico en las escenas con su perro, en medio de la nieve, otorgan un respiro y confirman que es el niño y su decisión los puntos culminantes de la trama.

Pero en términos generales, el esquema dramático repite una estructura que hemos visto infinidad de veces. El largo proceso es una sumatoria de padecimientos con fiscales villanos, abogados apacibles y testigos empantanados. Y lejos de generar una ambigüedad o de sostener la duda acerca de la posible culpabilidad de Sandra, la película se sostiene desde su punto de vista como una necesidad moral de acompañarla en su derrotero, lo cual vuelve todo más predecible y chato, a pesar de que al final se inste a pensar con su silencio que lo más importante ha quedado fuera de campo.

Un artefacto verbal de más de dos horas, una calculada disposición de palabras, son suficientes en los tiempos que corren para conferir seriedad y prestigio en festivales cada vez más conservadores.

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